Por César Herrera Palacio
Aire
de tango es la novela experimental de Manuel Mejía Vallejo. En
ella aparece la Medellín de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Una
ciudad a la que se la estaba «llevando el ensanche». No solo se acababa el
tranvía sino que sus calles estrechas y empedradas darían paso al pavimento,
sus edificios coloniales serían desmontados para construir los rascacielos y la
ciudad se estaba llenando de gente de pueblo que llegaba huyendo de la violencia
bipartidista.
Narra «Ernesto Arango, de los Arangos de
Balandú, pero metido hasta el bozo en la ciudá». Ernesto cuenta la historia de
Jairo, un cuchillero de Guayaquil que nació el día que Gardel murió en el aeroparque
de Medellín. Con su hablado campesino, sus dichos y variables lexicográficas,
sin un respiro y dirigiéndose a un interlocutor o a un grupo de interlocutores
que parecen hacerle preguntas, Ernesto narra el cuento de cómo eran las cosas
en esos tiempos; el punto de vista es el de un paisano que presenció los hechos
y el estilo es coloquial de la época, folclórico. Dice Vladimir Propp que «La
literatura, nacida del folklore, muy pronto abandona la madre que la ha
sustentado. La literatura es el producto de otra forma de conciencia, que podemos
llamar individual. Lo que no
significa que se realiza en un individuo separado de su entorno, sino que, a la
inversa, significa que el individuo representa a su ambiente y a su pueblo,
pero los representa en su irrepetible creación personal»1.
Ernesto Arango es la conciencia de una
sociedad pobre, machista, emprendedora pero limitada por la falta de recursos
en un país que desde la independencia se lo han rapaceado liberales y
conservadores. El narrador recuerda lo que solía decir Benicio Restrepo en
hipérbole que representa la desesperación y la decisión con que se vivía: «A un
lao serpientes, alacranes, avispas, tarántulas, cientopiés, hormigas
rondadoras, trasgos y fantasmas, diablos y demonios, que aquí va un hombre con
hambre»2.
Es, en esencia, un texto de la nostalgia por
lo que se ha extinguido: las casas con fogón de leña y el cascoteo de las
bestias por el empedrado cargando la leña y el carbón de la sobrevivencia: «Las
chimeneas echaban humo sabroso desde la madrugada» p.51. Aparece el cuadro
desgarrador de masacre y desarraigo que termina con una jovencita en los
burdeles bailando y bebiendo hasta que un veinticuatro de diciembre, día de la
soledad, hace un caldo de pólvora y se embriaga eternamente con él
«pa`olvidar».
Se retrata la Medellín en la que los
gobernantes invertían los recursos desbaratando los espacios del goce romántico
en aras del progreso y la modernización: «Rabia cuando desenterraron los
rieles, nos montábamos cada cual con su pareja en cualquier línea y recorríamos
la ciudá o bajábamos onde dijera el primero a tomar un fresco o cerveza, o tomar
el sol, mangas pa el charloteo y el maniculeo» p.69. La ciudad de los
borrachitos pícaros que iban de velorio en velorio bebiéndose a los muertos
cuando las monedas no alcanzaban para el alcohol con frescola que pasaban con
grillos. El pueblo de forajidos míticos como Calzones que ayudaba a los pobres.
Jairo es un personaje misterioso. No se le conocen
los padres, es probable que entre las tías con las que vive, esté su madre. No tiene
relaciones sentimentales salvo el amor que siente por Carlos Gardel. Sus
pasiones son hablar del Zorzal y encachar cuchillos voladores a los que les
pone los nombres de los días de la semana o los de los hermanos Macabeos. No
trabaja en nada, pero se desaparece por algunos periodos, lo que ayuda a crear
el mito; se habla de la mafia. Lo han visto llegar en un auto lujoso, negro,
imponente. Nada que se pueda asegurar sobre sus andadas. Es generoso y obsesivo
e infalible cuando le buscan camorra en los bares de Guayaquil los asesinos de
toda la región que llegan a comprobar su guapura y, a partir de esa osadía, no
pueden hablar más del asunto.
Aire
de tango es una novela en la que se vislumbran las nuevas
alternativas económicas de los malevos de barrio: el tráfico de marihuana,
origen de la transformación acelerada de la Medellín que en adelante daría
tanto qué hablar en el mundo del narcotráfico. Los primeros consumidores de la
hierba pensaban así de su peculio restringido: «Miren, una rasquita de la mona puede costarnos cuatro pesos, y es
mejor; pero una con aguardiente o ron cuesta cuarenta pesos por lo perdido…
El cachito, señores, la verdura, maracuchá,
vareta, varilla, la maracachafa, nunca sobra, mariguanita amiga pa el hombre
triste». p.95
Los juegos de azar en los que se depositaban
las esperanzas de los más pobres: ganarse la rifa semanal de la esquina del
barrio: una radiola, un relojito, «llegamos a rifar un polvo de Norha a diez
centavos boleta».
Carlos Gardel, la encarnación de la tradición
popular argentina no podía ser homenajeado en la ciudad donde nació el mito sino
desde una voz popular y ese fue el hallazgo más grande de Manuel Mejía Vallejo
en esta novela. Escogió para su punto de
vista narrativo a un hombre viejo, derrotado (que termina derrotando a su
héroe), admirador de un guapo homosexual de cafetín, camaján y abstraído. Todo
esto como pretexto para contar otra historia: rasgos de la vida y de la muerte del
cantante. La alternancia de consejas, la de Medellín que desaparece y la de Gardel a través de recortes de prensa
transcritos con sus autores y sus fechas. La intertextualidad de la historia de Medellín
está constituida por los dichos y los refranes, las costumbres y los rezos, las
voces de los personajes legendarios como es entre los paisas el culebrero; lo
folclórico como piso de apoyo: «El folklore (las
tradiciones populares)3 es el seno de donde nace la literatura.
El folklore es la prehistoria de la literatura», sostiene Propp.
Ernesto se relaciona con intelectuales de la
época, uno de ellos el propio Mejía Vallejo que aparece como personaje al lado
de sus amigos pintores, escritores, cantautores, todos bebedores noctámbulos y
conversadores empedernidos, encuadrados en el hecho histórico de la muerte del
caudillo Jorge Eliecer Gaitán y en el religioso coronado por la figura del
Diablo. Aparecen las alusiones y alabanzas a Lucifer como elemento
diferenciador en contraposición a la idea cristiana de la virgen y de los
milagros que es común en las sociedades latinas, no solamente en las más
atrasadas como las americanas. En los años cincuenta del siglo XX se producía
en Italia, en el marco del neorrealismo, La
dolce vita (Federico Fellini) en la que una de sus escenas muestra a una multitud
rezando al lado de un árbol porque en ese lugar a dos niños se les apareció la
virgen cuando iban para la escuela. Los niños les dicen a los periodistas que
la virgen les sonreía, que no tocaba el suelo con los pies. Los parroquianos
han llegado hasta el lugar a pedir una gracia. Los familiares de los niños
aprovechan para ganar algo de dinero y el sitio se llena de menesterosos. La
niña asegura que la virgen no volverá si no construyen una iglesia en el lugar.
Una mujer dice a los periodistas que no importa si era la virgen o no: «Italia
es una tierra de antiguos cultos, llena de fuerzas naturales y sobrenaturales.
Y todos sienten su influencia. Quien busca a Dios lo encuentra dondequiera». El
ídolo de Jairo en Aire de tango es el
Diablo. A su espíritu se le componen extensísimas oraciones, se le invoca, se
le encomiendan los cuchillos: «El diablo está regao en mil formas sin tener sonido
ni forma. Pero si va a pensar mucho en él toma la facha que le conviene a su
miedo, templao en cambios y presencias» p.200.
Fiel a la tradición decimonónica y de
principios del siglo XX, la novela es una recopilación de creencias y
costumbres, chamanismo, brujería, demonismo, embustes y chistes hiperbólicos. Luego
hay un momento en la novela en que se deja de lado esa sabiduría popular y se
acogen las lamentaciones y la nostalgia y se convierte en un extenso tango.
El trasfondo es la historia del hombre joven
que vive en «soledumbre» y del hombre viejo que lo acompaña, que lo admira y lo
odia, es la lucha por amar y desamar, por olvidar y morir a la hora justa:
Gardel murió; Jairo, que lo imitaba, tenía que morir joven y no podía morir a
manos de los matones que lo perseguían sin ninguna razón, solo por el honor. El
final es inesperado (como un accidente de aviación), pero queda oculta la
acción; se sabe quién mata a Jairo, pero no cómo. El narrador en su desmesurado
soliloquio no merece más que el decoro de contar, no se ubica a la altura de
los héroes, solo es parte del accidente. La obra es el estudio sincrónico de
ese momento en el que en Medellín existió un barrio llamado Guayaquil.
1. Propp, Vladimir; Edipo a la luz del folklore, Editorial Fundamentos, Madrid 1980
2. Mejía Vallejo, Manuel; Aire de Tango, Plaza y Janés, Bogotá
1984 p.38.
(En adelante aparecerá al lado de la cita el
número de la página).
3. El subrayado es mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario