Medellín, Julio 16 de 2002
Doctora Leticia Bernal Villegas
Directora Fondo Editorial Eafit
Apreciada Doctora;
He leído la novela Los convictos del silencio (se publicaría
con el título Isolina) que usted tuvo a bien darme para su evaluación y posible
publicación. Le presento mis reflexiones y la conclusión sobre su fáctica
edición.
No me cabe duda de que el escritor
tiene madera; maneja el lenguaje; hace experimentos de vanguardia en su uso;
maniobra con espacios y tiempos paralelos; sabe narrar y crear un mythos que atenaza la mirada del lector
y su atención; construye metáforas dignas de ser resaltadas; la combinación de
monólogos, diálogos, monólogos, de descripciones, anamnesis, diario en primera
persona, proyección de futuros... le da temporalidad espacial y espacialidad
temporal a lo contado; el juego de palabras, las perversiones semánticas de
expresiones cotidianas, las distorsiones de la risa como escritura, son
elementos que dinamizan la trama; el yo narrador narra y no narra y es el
lector el que tiene que entablar un diálogo con este yo, en una especie de
nos-otros, que hace que la novela sea un artefacto en cuarta persona; el
lenguaje de los parceros entra en escena y da entrada a lo que yo llamo la sicaresca,
con sus matones, capos, metrallas, asesinatos, drogas, prácticas sexuales y
todo lo que este estilo de vida ha creado en la Medellín contemporánea;
la violencia recorre las páginas como un protagonista silencioso – parlanchín,
desde la construcción del ferrocarril de Antioquia, Cisneros, la Guerra de los Mil días, la
violencia bipartidista, la actual violencia con sus múltiples facetas; al fin y
al cabo, la tesis de la novela es: a la gente no deberían preguntarle en qué
año nació, sino en qué guerra lo parieron; esta violencia es paradójicamente,
la única fuente de empleo que hemos sabido crear y con lujo de rentabilidad; el
texto se inscribe así en el largo y ancho espectro de las novelas de violencia,
explotando en torno a ella temas como la sexualidad, la vida en los pueblos y
barrios, la extensa geografía cultural colombiana, desde la costa, pasando por
Medellín y terminando en el suroeste del gran Antioquia, con sus conflictos,
contrabando, burdeles, transportes, asesinatos, corrupción, la picaresca
macondiana, el sida, los gay, los gitanos y sus costumbres en el barrio Santa
María...
Como se puede ver, la novela cubre un
amplio espectro de temáticas y tematizaciones (en el sentido que Foucault le da
a esta categoría) y sin ser una novela de tesis sí deja sentir sus categorías
hermenéuticas. Ya he esbozado algunas. Quiero resaltar tres más: la primera es
que la historia es contienda, conflicto, tensión, guerra (en el sentido
heraclíteo); este conflicto como contrariedad agita la vida humana y su
historia. La segunda es que Sigifredo, el protagonista, es cualquiera de los
colombianos actuales: optimista, pesimista, andariego, neoliberal a su manera,
contestatario a su manera, corrupto a su manera, impoluto a su manera, vividor
a su manera, misericordioso a su manera, amoroso a su manera, lleno de odio a
su manera, intelectual a su manera, mamador de gallo a su manera... En fin, en
Sigifredo habla la vida como sueño y el sueño de la vida; en él habitan lo que
somos, lo que pudimos ser y no somos, lo que pretendemos ser y no seremos
siéndolo; su logos es el silencio y su silencio es el logos; no sé si es un
convicto en el sentido jurídico o un convicto en el sentido del verbo
convencer; esa es la historia colombiana: somos convencidos de la paz y
convictos de la violencia; como las doncellas de Sigifredo no llevamos nada de
ropa abajo; sólo la finitud de la muerte, del sexo, de los sueños como
monstruos de la razón, al modo de Goya. La tercera es que la historia, no
siendo universal sino particular y coyunturalmente cultural, se repite sin repetirse; desde que
el hombre apareció sobre la tierra es como Sigifredo: cínicamente un pollo
aspirando a ser hombre de dos patas. A ello le hemos llamado cultura; su
expresión más cínica y simiesca es la Mini
Uzi con que Sigifredo es culturalmente
borrado del mapa ciudadano así como la pistola nueve milímetros con que su
ideal de mujer – hombre, Támara Sanmiguel, es despachada culturalmente de este
mundo, quedando registrada esta defunción en una gramática jurídico política,
verdadero juego de verdad y poder: paro cardiorrespiratorio provocado por
heridas de bala, que no tocaron su sexo que era femenino; parece que toda la
cultura es andrógina y, no obstante, nos empeñamos en juegos de identidad
cultural y sexual. Sigifredo y Támara parecen
morir, no lo hacen; son sombras reales y realidades nominales; la historia
es puro nominalismo real; de ahí que la novela tenga una dimensión lingüística:
el mundo lo fabrican, no los hechos sino las palabras: ya lo sabían los
nominalistas medievales: Verba, non res.
La novela es la semántica de la cultura y la cultura es la semántica de las
cosas: palabras y cosas, he ahí el
problema de ser o no ser.
Mas, quiero también hacer anotaciones
enojosas; hago uso del derecho al conflicto. La escena de la penetración telefónica entre Sigifredo y
Támara no es ni siquiera sexual. El espíritu de la risa toca la sexualidad como
una de las maneras radicales de transgredir lo prohibido. En la mencionada
escena nada se transgrede, ni siquiera los hilos telefónicos. Rebelais es, para
este lector, un maestro de la risa en la sexualidad. No pido que se repita ni
mucho menos; pero si la escena quiere inscribirse en los parámetros de la risa,
debe respirar aire rebelesiano; poner el pene en el auricular y describírselo
al oyente es tan ridículo (en el
sentido de la risa) como hablar de su tamaño; hubiera preferido una penetración
cibernética o como en Rebelais, una penetración desde la teoría de los
humores, gracias a la cual se determina por qué hay penes grandes y penes
pequeños.
He dicho que la novela pasa de la
picaresca a la sicaresca. La virgen de
los sicarios, Rosario Tijeras... están en esta cohorte. No las voy a
comparar con el texto leído. Éste es sicaresco, violentesco, suxualesco,
narcotrafiquesco... y todo lo que se quiera. Este aspecto semántico de nuestra
realidad es innegable. Ya lo hice notar renglones arriba como una de las tesis
de la novela. Pero, si la vida es conflicto también tiene que aparecer el lado
ético estético de ella, lo que los griegos llamaron epimeleia seautou, los latinos cura
sui y que Foucault (que tanto estudió los anormales y sus transgresiones)
tradujo como cuidado de sí. Si la
vida es laberinto, como insinúa una de las expresiones del texto, todo
laberinto tiene su Minotauro y su Teseo, aunque no se halle el hilo de Ariadna.
La novela peca por ser minotáurica y no teseica, por ver el conflicto desde un
rostro y no desde sus proteicos rostros. Incluso, a este lector, que semantizó
su vida desde el suroeste antioqueño, le parece que la ausencia de lo religioso
o su reducción a la relación Dios – mal, es una caricatura de la vivencia
religiosa, que no puede ser reducida a brujas, duendes, comuniones pensando en
los calzoncitos de la maestra. Es pura visión ilustrada del hecho religioso.
Los estudios de la profesora Gloria Mercedes Arango sobre la mentalidad
religiosa del pueblo antioqueño, del profesor Luis Javier Ortiz sobre la guerra
de las escuelas en el siglo XIX, dejando de lado esta trillada tesis ilustrada,
propia de los radicales liberales de nuestra historia, muestran que la religión
no es superstición y que nuestras poblaciones tuvieron en el odiado aparato
eclesial la razón de ser de sus vidas y de sus violencias y pacificaciones. No
me cansaré de discutir la manida tesis de los ilustrados y sus trillados
cacareos sobre la Edad Media
y la religión como sterquilinium, faetida
excrementa squalor; es por eso que sostengo que sólo una crítica de la
razón mística es el mejor camino para una crítica de la razón política, incluso
de la razón guerrera. En síntesis: el texto se vuelve monosémico, a pesar de
sus logros semánticos; comparto su cinismo y su sentido crítico de la cultura;
pero no comparto su monosemia sicaresca,
dándole al término el sentido de sólo y nada más la razón guerrera como motora
de la historia; una cosa es el conflicto como motor de la historia; otra es la
razón guerrera que sólo sabe conjugar un polo del conflicto: el sicario que
todos somos pero también no somos.
Dicho lo anterior, sugiero que el
texto sea publicado. Se deja leer, es
dulce et utile como pide Horacio y su Ars
Poetica; hay trama, argumento, narración, experimentación, dramatis personae, ubicación espacio
temporal, uso de metáforas, juegos de lenguaje; en definitiva, una buena puesta
en escena de que la literatura es ficción pero también historia; es narración
ficticia pero también narración referencial; es significante, significado y
referente.