domingo, 28 de diciembre de 2014

Las trompetas del capitán, un libro para no soltar







Las trompetas del Capitán es la biografía novelada histórica que el escritor antioqueño César Herrera Palacio acaba de publicar como homenaje al ex Gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, quien murió el 4 de julio de 1989, víctima de un carro bomba.
En 43 capítulos que inician con el día de su muerte, Herrera hace un recorrido por lo que fue la vida del médico y político, nacido en el municipio de Briceño en 1946. Desde el primer renglón de ese primer capítulo el lector queda atrapado, imposibilitado para soltarlo antes de llegar a su final. No solo narra con gran sentido periodístico las últimas horas y hasta las últimas lecturas de Roldán Betancur, sino que lo enriquece con una serie de detalles y acontecimientos familiares, locales, nacionales y mundiales que le dan contexto y sentido a esta historia y a la vida misma del mandatario inmolado. Un texto de notable valor histórico y periodístico, en cuya edición participaron Ediciones Mascaluna, Comfamiliar Camacol, la Fundación Antonio Rodán Betancur y el IDEA.

Vivir en El Poblado, segunda quincena de agosto de 2009

En memoria de un hombre bueno: Antonio Roldán Betancur








Un libro que recuerda al líder antioqueño asesinado hace veinte años en Medellín

Por Beatriz Mesa Mejía

Tomado de El Colombiano, Generación, domingo 30 de agosto de 2009


Un volumen dedicado a la vida y obra de un hombre que fue líder, que nunca perdió la sensibilidad para observar y analizar el país en el que nació y por el cual dio su vida. Las trompetas del capitán. Antonio Roldán Betancur, nace de una investigación en profundidad realizada por el escritor César Herrera Palacio, que lleva de la mano al lector por los caminos recorridos por quien fue nombrado gobernador de Antioquia en 1988.
Fue médico y político este hombre con carácter para dirigir, y con un enorme carisma para valorar a quienes lo rodeaban. Pero fue asesinado el 4 de julio de 1989, víctima de un carro bomba, en inmediaciones del Estadio Atanasio Girardot de Medellín. Fue una época dura, tormentosa, en la que murieron numerosas personas, muchas de ellas pensadores, intelectuales, líderes que como él no temieron hablar y soñaron con una sociedad más equitativa y con calidad de vida para todos.
El libro, editado por Mascaluna, está dividido en 43 capítulos. Relata e indaga; hay historia, anécdota, detalles sobre la personalidad del hombre, del amigo, del líder, del gobernante, desde sus primeros años hasta el momento de la muerte que truncó su vida. Es el médico y el deportista, están su vida familiar, social, política. Están su pensamiento y su coherencia. Un perfil para conocerlo, que lo actualiza y lo acerca.
El médico y gobernador había nacido en el municipio de Briceño, Antioquia, el 17 de febrero de 1946. Este libro rinde homenaje a este hombre bueno, visionario, que buscó siempre un país mejor.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Isolina de César Herrera Palacio, carta al editor



Medellín, Julio 16 de 2002

Doctora Leticia Bernal Villegas

Directora Fondo Editorial Eafit

Apreciada Doctora;

He leído la novela Los convictos del silencio (se publicaría con el título Isolina) que usted tuvo a bien darme para su evaluación y posible publicación. Le presento mis reflexiones y la conclusión sobre su fáctica edición.
No me cabe duda de que el escritor tiene madera; maneja el lenguaje; hace experimentos de vanguardia en su uso; maniobra con espacios y tiempos paralelos; sabe narrar y crear un mythos que atenaza la mirada del lector y su atención; construye metáforas dignas de ser resaltadas; la combinación de monólogos, diálogos, monólogos, de descripciones, anamnesis, diario en primera persona, proyección de futuros... le da temporalidad espacial y espacialidad temporal a lo contado; el juego de palabras, las perversiones semánticas de expresiones cotidianas, las distorsiones de la risa como escritura, son elementos que dinamizan la trama; el yo narrador narra y no narra y es el lector el que tiene que entablar un diálogo con este yo, en una especie de nos-otros, que hace que la novela sea un artefacto en cuarta persona; el lenguaje de los parceros entra en escena y da entrada a lo que yo llamo la sicaresca, con sus matones, capos, metrallas, asesinatos, drogas, prácticas sexuales y todo lo que este estilo de vida ha creado en la Medellín contemporánea; la violencia recorre las páginas como un protagonista silencioso – parlanchín, desde la construcción del ferrocarril de Antioquia, Cisneros, la Guerra de los Mil días, la violencia bipartidista, la actual violencia con sus múltiples facetas; al fin y al cabo, la tesis de la novela es: a la gente no deberían preguntarle en qué año nació, sino en qué guerra lo parieron; esta violencia es paradójicamente, la única fuente de empleo que hemos sabido crear y con lujo de rentabilidad; el texto se inscribe así en el largo y ancho espectro de las novelas de violencia, explotando en torno a ella temas como la sexualidad, la vida en los pueblos y barrios, la extensa geografía cultural colombiana, desde la costa, pasando por Medellín y terminando en el suroeste del gran Antioquia, con sus conflictos, contrabando, burdeles, transportes, asesinatos, corrupción, la picaresca macondiana, el sida, los gay, los gitanos y sus costumbres en el barrio Santa María...
Como se puede ver, la novela cubre un amplio espectro de temáticas y tematizaciones (en el sentido que Foucault le da a esta categoría) y sin ser una novela de tesis sí deja sentir sus categorías hermenéuticas. Ya he esbozado algunas. Quiero resaltar tres más: la primera es que la historia es contienda, conflicto, tensión, guerra (en el sentido heraclíteo); este conflicto como contrariedad agita la vida humana y su historia. La segunda es que Sigifredo, el protagonista, es cualquiera de los colombianos actuales: optimista, pesimista, andariego, neoliberal a su manera, contestatario a su manera, corrupto a su manera, impoluto a su manera, vividor a su manera, misericordioso a su manera, amoroso a su manera, lleno de odio a su manera, intelectual a su manera, mamador de gallo a su manera... En fin, en Sigifredo habla la vida como sueño y el sueño de la vida; en él habitan lo que somos, lo que pudimos ser y no somos, lo que pretendemos ser y no seremos siéndolo; su logos es el silencio y su silencio es el logos; no sé si es un convicto en el sentido jurídico o un convicto en el sentido del verbo convencer; esa es la historia colombiana: somos convencidos de la paz y convictos de la violencia; como las doncellas de Sigifredo no llevamos nada de ropa abajo; sólo la finitud de la muerte, del sexo, de los sueños como monstruos de la razón, al modo de Goya. La tercera es que la historia, no siendo universal sino particular y coyunturalmente  cultural, se repite sin repetirse; desde que el hombre apareció sobre la tierra es como Sigifredo: cínicamente un pollo aspirando a ser hombre de dos patas. A ello le hemos llamado cultura; su expresión más cínica y simiesca es la Mini Uzi con que Sigifredo es culturalmente borrado del mapa ciudadano así como la pistola nueve milímetros con que su ideal de mujer – hombre, Támara Sanmiguel, es despachada culturalmente de este mundo, quedando registrada esta defunción en una gramática jurídico política, verdadero juego de verdad y poder: paro cardiorrespiratorio provocado por heridas de bala, que no tocaron su sexo que era femenino; parece que toda la cultura es andrógina y, no obstante, nos empeñamos en juegos de identidad cultural y sexual. Sigifredo y Támara parecen morir, no lo hacen; son sombras reales y realidades nominales; la historia es puro nominalismo real; de ahí que la novela tenga una dimensión lingüística: el mundo lo fabrican, no los hechos sino las palabras: ya lo sabían los nominalistas medievales: Verba, non res. La novela es la semántica de la cultura y la cultura es la semántica de las cosas: palabras y cosas, he ahí el problema de ser o no ser.
Mas, quiero también hacer anotaciones enojosas; hago uso del derecho al conflicto. La escena de la penetración telefónica entre Sigifredo y Támara no es ni siquiera sexual. El espíritu de la risa toca la sexualidad como una de las maneras radicales de transgredir lo prohibido. En la mencionada escena nada se transgrede, ni siquiera los hilos telefónicos. Rebelais es, para este lector, un maestro de la risa en la sexualidad. No pido que se repita ni mucho menos; pero si la escena quiere inscribirse en los parámetros de la risa, debe respirar aire rebelesiano; poner el pene en el auricular y describírselo al oyente es tan ridículo (en el sentido de la risa) como hablar de su tamaño; hubiera preferido una penetración cibernética o como en Rebelais, una penetración desde la teoría de los humores, gracias a la cual se determina por qué hay penes grandes y penes pequeños.
He dicho que la novela pasa de la picaresca a la sicaresca. La virgen de los sicarios, Rosario Tijeras... están en esta cohorte. No las voy a comparar con el texto leído. Éste es sicaresco, violentesco, suxualesco, narcotrafiquesco... y todo lo que se quiera. Este aspecto semántico de nuestra realidad es innegable. Ya lo hice notar renglones arriba como una de las tesis de la novela. Pero, si la vida es conflicto también tiene que aparecer el lado ético estético de ella, lo que los griegos llamaron epimeleia seautou, los latinos cura sui y que Foucault (que tanto estudió los anormales y sus transgresiones) tradujo como cuidado de sí. Si la vida es laberinto, como insinúa una de las expresiones del texto, todo laberinto tiene su Minotauro y su Teseo, aunque no se halle el hilo de Ariadna. La novela peca por ser minotáurica y no teseica, por ver el conflicto desde un rostro y no desde sus proteicos rostros. Incluso, a este lector, que semantizó su vida desde el suroeste antioqueño, le parece que la ausencia de lo religioso o su reducción a la relación Dios – mal, es una caricatura de la vivencia religiosa, que no puede ser reducida a brujas, duendes, comuniones pensando en los calzoncitos de la maestra. Es pura visión ilustrada del hecho religioso. Los estudios de la profesora Gloria Mercedes Arango sobre la mentalidad religiosa del pueblo antioqueño, del profesor Luis Javier Ortiz sobre la guerra de las escuelas en el siglo XIX, dejando de lado esta trillada tesis ilustrada, propia de los radicales liberales de nuestra historia, muestran que la religión no es superstición y que nuestras poblaciones tuvieron en el odiado aparato eclesial la razón de ser de sus vidas y de sus violencias y pacificaciones. No me cansaré de discutir la manida tesis de los ilustrados y sus trillados cacareos sobre la Edad Media y la religión como sterquilinium, faetida excrementa squalor; es por eso que sostengo que sólo una crítica de la razón mística es el mejor camino para una crítica de la razón política, incluso de la razón guerrera. En síntesis: el texto se vuelve monosémico, a pesar de sus logros semánticos; comparto su cinismo y su sentido crítico de la cultura; pero no comparto su monosemia sicaresca, dándole al término el sentido de sólo y nada más la razón guerrera como motora de la historia; una cosa es el conflicto como motor de la historia; otra es la razón guerrera que sólo sabe conjugar un polo del conflicto: el sicario que todos somos pero también no somos.
Dicho lo anterior, sugiero que el texto sea publicado. Se deja leer, es dulce et utile como pide Horacio y su Ars Poetica; hay trama, argumento, narración, experimentación, dramatis personae, ubicación espacio temporal, uso de metáforas, juegos de lenguaje; en definitiva, una buena puesta en escena de que la literatura es ficción pero también historia; es narración ficticia pero también narración referencial; es significante, significado y referente.

Everardo Rendón Colorado, Poemas escogidos, por César Herrera Palacio





 Texto publicado en el Nuevo Siglo de Bogotá el 5 de octubre de 2014





Uno siempre vuelve al lugar de sus primeras muertes
Everardo Rendón Colorado

Hace algunos años entrevisté a Marañas, un hombre que compartió noches de droga y sueños duros en el parque San Antonio de Medellín con Rubén Darío el Huracán Palacio. Me contaba que el boxeador, en sus últimos días, arrasado por afecciones pulmonares devastadoras a causa del virus de inmunodeficiencia adquirida, cogía del piso las flores de los búcaros y las confundía con insolentes cabezas de cóndores. Les hacía reclamos por golpearlo en el cráneo y las insultaba con hijueputazos cariñosos.
La escena es dramática, pero está llena de poesía perturbada: un hombre drogado y moribundo que ve en la flor de un búcaro la cabeza de un cóndor insólito y le habla como a un polluelo y se le queja a causa del dolor que no era producido por el golpe sino por el miedo a la soledad y a la muerte. En esta noble personificación hay una carga semántica que pasa desapercibida para los transeúntes retraídos que ven a unos muérganos tirados en las aceras húmedas hablando con las cosas.
Pero estos actos punzantes y bucólicos retoñan por todas partes. Ocurren a menudo en la concordia de la noche con las flores y en la rebeldía de los humanos ante la comprobación de su fragilidad en presencia de un universo implacable en su viaje, sobre su propio eje, hacia ninguna parte.
No es cierto que un poeta, como decía Rimbaud, «Debe someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos. Debe hacerse odioso, absurdo...»1
La poesía no es la simple armazón de palabras, no es un ejercicio retórico ni el producto de un artificio presumido, de corte maldito, y mucho menos es un instrumento para la abyección y el odio. Rafael Cansinos Assens, en la presentación de la poesía completa de Goethe nos recuerda: «No están las musas fuera del poeta [...] y como todo lo íntimo del ser, solo deben estremecerse y surgir al choque poderoso de la vida. No es poesía auténtica la que brota conceptualmente del cerebro, ni tampoco aquella otra que se nutre cenestésicamente de sí misma, sino la que, como cualquier otra reacción orgánica, se produce en inmediata relación con la vida» 2.
Con Rendón Colorado legitimamos estas ideas. Everardo no es un poeta de luces simuladas; toda su obra es visceral y esta condición permite verdades, aunque no las compartan los críticos jacobinos, que siempre estarán relacionadas con la índole del hombre.
Uno de los poemas más celebrados de este autor demuestra la transformación de un sentimiento: el primer amor de un niño por su maestra de escuela que con el paso de los años se convierte en una añoranza manifiesta en costumbres y tradiciones aplastadas por el tiempo: « ¿Dónde estarán esos dedos malabaristas de alfabetos? ». Aparecen traspuestos en el deseo los juegos infantiles: «Usted se llevó mis ojos rodando tras sus muslos morenos...», «y enredó en su pelo mi primera cometa».
En una autobiografía de retazos emerge el recuerdo del amigo a los veinte años. En la elegía le susurra al oído ausente cómo anda el mundo ahora y se trasluce uno de los miedos del poeta: el golpe del reloj implacable «trabajando surcos en mi frente»; luego la nostalgia del hogar donde quedó la hermana menor con sus permanentes viajes: «En la noche te oigo reír y saltar/ la cuerda de la vida/ niña sonámbula/ visitante obstinada del recuerdo».
Con los años el padre logra una estatura espléndida provista por su conocimiento cardinal de la vida y la adquisición de la conciencia poética del antihéroe que le curó los miedos nocturnos: «Ya sé por qué me veías crecer en el patio / y era tu silencio tan cansado».
A mediados de los años ochenta del siglo pasado Everardo visitaba la Biblioteca Pública Piloto, los miércoles, con su camisa leñadora a cuadros rojos para que un día el maestro Manuel Mejía Vallejo le dijera: «Vos sos un poeta» y le publicara La ciudad sonámbula. Después nos hicimos amigos y llegábamos a casa de la Mona a beber ron y a leer poesía de Lorca con voces de gitanos. Por aquellos años de la guerra, de tantos sobresaltos, nos atrincherábamos en un salón cálido, desvelábamos a los vecinos y mirábamos por la ventana «Un cielo azul remendado de buitres», cantando versos en los que Everardo recordaba a un suicida: «Contra los vidrios de mi ventana/ la doble noche de mis ojos perdida/ en la frontera/ de nuestra última alegría». Hasta que una mañana, borrachos del sereno que lastimaba los ojos nos detuvimos frente a un semáforo en la carrera 70 y Everardo me dijo «no voy a ir a trabajar» y no volvió al periódico porque se dedicaría a vivir, que es morir haciendo lo que a uno le gusta.
Rendón Colorado ha trasegado todas las variables de la violencia de nuestra Medellín puta e incitante. Por eso ha tenido que decirle a un hombre nuestro, uno que «cabalgaba una fiebre de agujas» que «Desapareció el poema de tu voz en algún sitio/ donde oscuros hombres ofician la crueldad» y « te desaparecieron a la pregunta de tu hijo».
En el poemario Memorias de la sangre, Everardo Rendón abre el espectro a temas de interés público pero no se aleja de «La casa / donde ardía entre el café de la noche / diminuta hoguera de palabras». Ahora los poemas no tienen los títulos entrañables de Hermana o Padre sino Desarraigo, Muerto y Metáforas del desencuentro.
Algún misterioso magnetismo nos tiene fluctuando a cierta distancia en este microcosmos de espanto y a Everardo suelo encontrarlo por Junín o por la calle Colombia o bajando de Boston por Giraldo y alguna vez entramos al bar de un amigo suyo en La Playa, invadida por torsos de héroes ignorados, al frente del teatro Pablo Tobón donde le entregaron un papelito de cuaderno de escuela para que anotara las canciones de su juventud. Este Everardo, ahora sin el bigote de leñador de orillas del Bósforo, que deambula como si su ciudad estuviera llena de callejones de Estambul o de Calcuta, siempre desafiando a la muerte, se cuelga de la sonrisa de las muchachas que le apaciguan el torbellino de la soledad. Everardo perseguido, buscador de pesadillas, aterrado ante «La calavera de una mujer que amé. / Y el horror de saberla siempre mía».
Everardo Rendón Colorado ronda la noche, el amor, el carrusel de los días, pero al regreso soporta la carga y deja el viejo mensaje clavado en el viento: «Dile que he soñado su país irreal. / Con besos de hambre, / Que noche a noche me quedo/ Mendigo en el umbral de sus jardines, / Que el sol de la mañana avergüenza/ Mis borrachos huesos/ Y otra vez vencido regreso al monólogo/ Mi única patria». 3 p.90
El poeta, Tiresias de sí mismo, nigromante y prestidigitador señala en tono vallejiano el último momento del que ya tiene el recuerdo: «A las tres de la tarde será montaña mía/ la última gracia de mis ojos/ y en el ajado calendario el alfiler/ señalará una fecha/ y la sonrisa de una mujer se quedará inconclusa». p.96
La poesía para que sea cierta debe haber pasado por circuitos nerviosos. Ten en cuenta esto: no le escribas un poema a una piedra si no fue tu amiga o tu amante; o si, por lo menos, no la tuviste en el zapato.


1 RIMBAUD, Poesía Completa, Ediciones 29, Barcelona, España, 1972
2GOETHE, Johann W, Obras completas; traducción y notas de Rafael Cansinos Assens. Aguilar Ediciones, Madrid, 1974 p. 737
3 RENDÓN COLORADO, Everardo; Poemas escogidos, Ediciones UNAULA, Medellín, 2014