viernes, 26 de diciembre de 2014

Everardo Rendón Colorado, Poemas escogidos, por César Herrera Palacio





 Texto publicado en el Nuevo Siglo de Bogotá el 5 de octubre de 2014





Uno siempre vuelve al lugar de sus primeras muertes
Everardo Rendón Colorado

Hace algunos años entrevisté a Marañas, un hombre que compartió noches de droga y sueños duros en el parque San Antonio de Medellín con Rubén Darío el Huracán Palacio. Me contaba que el boxeador, en sus últimos días, arrasado por afecciones pulmonares devastadoras a causa del virus de inmunodeficiencia adquirida, cogía del piso las flores de los búcaros y las confundía con insolentes cabezas de cóndores. Les hacía reclamos por golpearlo en el cráneo y las insultaba con hijueputazos cariñosos.
La escena es dramática, pero está llena de poesía perturbada: un hombre drogado y moribundo que ve en la flor de un búcaro la cabeza de un cóndor insólito y le habla como a un polluelo y se le queja a causa del dolor que no era producido por el golpe sino por el miedo a la soledad y a la muerte. En esta noble personificación hay una carga semántica que pasa desapercibida para los transeúntes retraídos que ven a unos muérganos tirados en las aceras húmedas hablando con las cosas.
Pero estos actos punzantes y bucólicos retoñan por todas partes. Ocurren a menudo en la concordia de la noche con las flores y en la rebeldía de los humanos ante la comprobación de su fragilidad en presencia de un universo implacable en su viaje, sobre su propio eje, hacia ninguna parte.
No es cierto que un poeta, como decía Rimbaud, «Debe someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos. Debe hacerse odioso, absurdo...»1
La poesía no es la simple armazón de palabras, no es un ejercicio retórico ni el producto de un artificio presumido, de corte maldito, y mucho menos es un instrumento para la abyección y el odio. Rafael Cansinos Assens, en la presentación de la poesía completa de Goethe nos recuerda: «No están las musas fuera del poeta [...] y como todo lo íntimo del ser, solo deben estremecerse y surgir al choque poderoso de la vida. No es poesía auténtica la que brota conceptualmente del cerebro, ni tampoco aquella otra que se nutre cenestésicamente de sí misma, sino la que, como cualquier otra reacción orgánica, se produce en inmediata relación con la vida» 2.
Con Rendón Colorado legitimamos estas ideas. Everardo no es un poeta de luces simuladas; toda su obra es visceral y esta condición permite verdades, aunque no las compartan los críticos jacobinos, que siempre estarán relacionadas con la índole del hombre.
Uno de los poemas más celebrados de este autor demuestra la transformación de un sentimiento: el primer amor de un niño por su maestra de escuela que con el paso de los años se convierte en una añoranza manifiesta en costumbres y tradiciones aplastadas por el tiempo: « ¿Dónde estarán esos dedos malabaristas de alfabetos? ». Aparecen traspuestos en el deseo los juegos infantiles: «Usted se llevó mis ojos rodando tras sus muslos morenos...», «y enredó en su pelo mi primera cometa».
En una autobiografía de retazos emerge el recuerdo del amigo a los veinte años. En la elegía le susurra al oído ausente cómo anda el mundo ahora y se trasluce uno de los miedos del poeta: el golpe del reloj implacable «trabajando surcos en mi frente»; luego la nostalgia del hogar donde quedó la hermana menor con sus permanentes viajes: «En la noche te oigo reír y saltar/ la cuerda de la vida/ niña sonámbula/ visitante obstinada del recuerdo».
Con los años el padre logra una estatura espléndida provista por su conocimiento cardinal de la vida y la adquisición de la conciencia poética del antihéroe que le curó los miedos nocturnos: «Ya sé por qué me veías crecer en el patio / y era tu silencio tan cansado».
A mediados de los años ochenta del siglo pasado Everardo visitaba la Biblioteca Pública Piloto, los miércoles, con su camisa leñadora a cuadros rojos para que un día el maestro Manuel Mejía Vallejo le dijera: «Vos sos un poeta» y le publicara La ciudad sonámbula. Después nos hicimos amigos y llegábamos a casa de la Mona a beber ron y a leer poesía de Lorca con voces de gitanos. Por aquellos años de la guerra, de tantos sobresaltos, nos atrincherábamos en un salón cálido, desvelábamos a los vecinos y mirábamos por la ventana «Un cielo azul remendado de buitres», cantando versos en los que Everardo recordaba a un suicida: «Contra los vidrios de mi ventana/ la doble noche de mis ojos perdida/ en la frontera/ de nuestra última alegría». Hasta que una mañana, borrachos del sereno que lastimaba los ojos nos detuvimos frente a un semáforo en la carrera 70 y Everardo me dijo «no voy a ir a trabajar» y no volvió al periódico porque se dedicaría a vivir, que es morir haciendo lo que a uno le gusta.
Rendón Colorado ha trasegado todas las variables de la violencia de nuestra Medellín puta e incitante. Por eso ha tenido que decirle a un hombre nuestro, uno que «cabalgaba una fiebre de agujas» que «Desapareció el poema de tu voz en algún sitio/ donde oscuros hombres ofician la crueldad» y « te desaparecieron a la pregunta de tu hijo».
En el poemario Memorias de la sangre, Everardo Rendón abre el espectro a temas de interés público pero no se aleja de «La casa / donde ardía entre el café de la noche / diminuta hoguera de palabras». Ahora los poemas no tienen los títulos entrañables de Hermana o Padre sino Desarraigo, Muerto y Metáforas del desencuentro.
Algún misterioso magnetismo nos tiene fluctuando a cierta distancia en este microcosmos de espanto y a Everardo suelo encontrarlo por Junín o por la calle Colombia o bajando de Boston por Giraldo y alguna vez entramos al bar de un amigo suyo en La Playa, invadida por torsos de héroes ignorados, al frente del teatro Pablo Tobón donde le entregaron un papelito de cuaderno de escuela para que anotara las canciones de su juventud. Este Everardo, ahora sin el bigote de leñador de orillas del Bósforo, que deambula como si su ciudad estuviera llena de callejones de Estambul o de Calcuta, siempre desafiando a la muerte, se cuelga de la sonrisa de las muchachas que le apaciguan el torbellino de la soledad. Everardo perseguido, buscador de pesadillas, aterrado ante «La calavera de una mujer que amé. / Y el horror de saberla siempre mía».
Everardo Rendón Colorado ronda la noche, el amor, el carrusel de los días, pero al regreso soporta la carga y deja el viejo mensaje clavado en el viento: «Dile que he soñado su país irreal. / Con besos de hambre, / Que noche a noche me quedo/ Mendigo en el umbral de sus jardines, / Que el sol de la mañana avergüenza/ Mis borrachos huesos/ Y otra vez vencido regreso al monólogo/ Mi única patria». 3 p.90
El poeta, Tiresias de sí mismo, nigromante y prestidigitador señala en tono vallejiano el último momento del que ya tiene el recuerdo: «A las tres de la tarde será montaña mía/ la última gracia de mis ojos/ y en el ajado calendario el alfiler/ señalará una fecha/ y la sonrisa de una mujer se quedará inconclusa». p.96
La poesía para que sea cierta debe haber pasado por circuitos nerviosos. Ten en cuenta esto: no le escribas un poema a una piedra si no fue tu amiga o tu amante; o si, por lo menos, no la tuviste en el zapato.


1 RIMBAUD, Poesía Completa, Ediciones 29, Barcelona, España, 1972
2GOETHE, Johann W, Obras completas; traducción y notas de Rafael Cansinos Assens. Aguilar Ediciones, Madrid, 1974 p. 737
3 RENDÓN COLORADO, Everardo; Poemas escogidos, Ediciones UNAULA, Medellín, 2014

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