Texto publicado en el Nuevo Siglo de Bogotá el 5 de octubre de 2014
Uno siempre vuelve al lugar de sus primeras muertes
Everardo Rendón Colorado
Hace algunos años entrevisté a Marañas, un hombre que
compartió noches de droga y sueños duros en el parque San Antonio de Medellín
con Rubén Darío el Huracán Palacio. Me contaba que el boxeador, en sus últimos
días, arrasado por afecciones pulmonares devastadoras a causa del virus de
inmunodeficiencia adquirida, cogía del piso las flores de los búcaros y las
confundía con insolentes cabezas de cóndores. Les hacía reclamos por golpearlo
en el cráneo y las insultaba con hijueputazos cariñosos.
La escena es dramática, pero está llena de poesía perturbada:
un hombre drogado y moribundo que ve en la flor de un búcaro la cabeza de un
cóndor insólito y le habla como a un polluelo y se le queja a causa del dolor
que no era producido por el golpe sino por el miedo a la soledad y a la muerte.
En esta noble personificación hay una carga semántica que pasa desapercibida
para los transeúntes retraídos que ven a unos muérganos tirados en las aceras
húmedas hablando con las cosas.
Pero estos actos punzantes y bucólicos retoñan por
todas partes. Ocurren a menudo en la concordia de la noche con las flores y en
la rebeldía de los humanos ante la comprobación de su fragilidad en presencia
de un universo implacable en su viaje, sobre su propio eje, hacia ninguna
parte.
No es cierto que un poeta, como decía Rimbaud, «Debe
someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos. Debe hacerse odioso,
absurdo...»1
La poesía no es la simple armazón de palabras, no es
un ejercicio retórico ni el producto de un artificio presumido, de corte
maldito, y mucho menos es un instrumento para la abyección y el odio. Rafael
Cansinos Assens, en la presentación de la poesía completa de Goethe nos
recuerda: «No están las musas fuera del poeta [...] y como todo lo íntimo del
ser, solo deben estremecerse y surgir al choque poderoso de la vida. No es
poesía auténtica la que brota conceptualmente del cerebro, ni tampoco aquella
otra que se nutre cenestésicamente de sí misma, sino la que, como cualquier
otra reacción orgánica, se produce en inmediata relación con la vida» 2.
Con Rendón Colorado legitimamos estas ideas. Everardo
no es un poeta de luces simuladas; toda su obra es visceral y esta condición
permite verdades, aunque no las compartan los críticos jacobinos, que siempre estarán
relacionadas con la índole del hombre.
Uno de los poemas más celebrados de este autor demuestra
la transformación de un sentimiento: el primer amor de un niño por su maestra
de escuela que con el paso de los años se convierte en una añoranza manifiesta en
costumbres y tradiciones aplastadas por el tiempo: « ¿Dónde estarán esos dedos
malabaristas de alfabetos? ». Aparecen traspuestos en el deseo los juegos
infantiles: «Usted se llevó mis ojos rodando tras sus muslos morenos...», «y
enredó en su pelo mi primera cometa».
En una autobiografía de retazos emerge el recuerdo
del amigo a los veinte años. En la elegía le susurra al oído ausente cómo anda
el mundo ahora y se trasluce uno de los miedos del poeta: el golpe del reloj
implacable «trabajando surcos en mi frente»; luego la nostalgia del hogar donde
quedó la hermana menor con sus permanentes viajes: «En la noche te oigo reír y
saltar/ la cuerda de la vida/ niña sonámbula/ visitante obstinada del
recuerdo».
Con los años el padre logra una estatura espléndida provista
por su conocimiento cardinal de la vida y la adquisición de la conciencia poética
del antihéroe que le curó los miedos nocturnos: «Ya sé por qué me veías crecer
en el patio / y era tu silencio tan cansado».
A mediados de los años ochenta del siglo pasado
Everardo visitaba la Biblioteca Pública Piloto, los miércoles, con su camisa
leñadora a cuadros rojos para que un día el maestro Manuel Mejía Vallejo le
dijera: «Vos sos un poeta» y le publicara La
ciudad sonámbula. Después nos hicimos amigos y llegábamos a casa de la Mona
a beber ron y a leer poesía de Lorca con voces de gitanos. Por aquellos años de
la guerra, de tantos sobresaltos, nos atrincherábamos en un salón cálido, desvelábamos
a los vecinos y mirábamos por la ventana «Un cielo azul remendado de buitres»,
cantando versos en los que Everardo recordaba a un suicida: «Contra los vidrios
de mi ventana/ la doble noche de mis ojos perdida/ en la frontera/ de nuestra
última alegría». Hasta que una mañana, borrachos del sereno que lastimaba los
ojos nos detuvimos frente a un semáforo en la carrera 70 y Everardo me dijo «no
voy a ir a trabajar» y no volvió al periódico porque se dedicaría a vivir, que
es morir haciendo lo que a uno le gusta.
Rendón Colorado ha trasegado todas las variables de
la violencia de nuestra Medellín puta e incitante. Por eso ha tenido que
decirle a un hombre nuestro, uno que «cabalgaba una fiebre de agujas» que
«Desapareció el poema de tu voz en algún sitio/ donde oscuros hombres ofician
la crueldad» y « te desaparecieron a la pregunta de tu hijo».
En el poemario Memorias
de la sangre, Everardo Rendón abre el espectro a temas de interés público
pero no se aleja de «La casa / donde ardía entre el café de la noche / diminuta
hoguera de palabras». Ahora los poemas no tienen los títulos entrañables de Hermana
o Padre sino Desarraigo, Muerto y Metáforas del desencuentro.
Algún misterioso magnetismo nos tiene fluctuando a
cierta distancia en este microcosmos de espanto y a Everardo suelo encontrarlo
por Junín o por la calle Colombia o bajando de Boston por Giraldo y alguna vez
entramos al bar de un amigo suyo en La Playa, invadida por torsos de héroes ignorados,
al frente del teatro Pablo Tobón donde le entregaron un papelito de cuaderno de
escuela para que anotara las canciones de su juventud. Este Everardo, ahora sin
el bigote de leñador de orillas del Bósforo, que deambula como si su ciudad
estuviera llena de callejones de Estambul o de Calcuta, siempre desafiando a la
muerte, se cuelga de la sonrisa de las muchachas que le apaciguan el torbellino
de la soledad. Everardo perseguido, buscador de pesadillas, aterrado ante «La
calavera de una mujer que amé. / Y el horror de saberla siempre mía».
Everardo Rendón Colorado ronda la noche, el amor, el
carrusel de los días, pero al regreso soporta la carga y deja el viejo mensaje
clavado en el viento: «Dile que he soñado su país irreal. / Con besos de hambre,
/ Que noche a noche me quedo/ Mendigo en el umbral de sus jardines, / Que el
sol de la mañana avergüenza/ Mis borrachos huesos/ Y otra vez vencido regreso
al monólogo/ Mi única patria». 3 p.90
El poeta, Tiresias de sí mismo, nigromante y
prestidigitador señala en tono vallejiano el último momento del que ya tiene el
recuerdo: «A las tres de la tarde será montaña mía/ la última gracia de mis
ojos/ y en el ajado calendario el alfiler/ señalará una fecha/ y la sonrisa de
una mujer se quedará inconclusa». p.96
La poesía para que sea cierta debe haber pasado por
circuitos nerviosos. Ten en cuenta esto: no le escribas un poema a una piedra
si no fue tu amiga o tu amante; o si, por lo menos, no la tuviste en el zapato.
1 RIMBAUD, Poesía Completa, Ediciones
29, Barcelona, España, 1972
2GOETHE, Johann W, Obras completas;
traducción y notas de Rafael Cansinos Assens. Aguilar Ediciones, Madrid, 1974
p. 737
3 RENDÓN COLORADO, Everardo; Poemas
escogidos, Ediciones UNAULA, Medellín, 2014
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