martes, 15 de abril de 2014

Palacio de Justicia: La otra paloma del insomnio (relato)



LA OTRA PALOMA DEL INSOMNIO 

Por César Herrera Palacio 


 1  
Pronto amanecería. Zulima no había podido dormir. Estaba cansada de mecerse. Siempre lo hacía acostada sobre su lado derecho; luego se volteaba hacia el izquierdo y en media hora estaba profunda. Esta noche se sentía mareada de tanto ir de un lado para otro como una goleta extraviada. Cada hora iba al baño. Se levantaba y se estiraba o hacía ejercicios para fatigarse. Fue tantas veces al baño que al final se sentó en la taza a sentir el frío de la losa para sacudirse el sofoco de la cobija de lana. Así, sentada en el inodoro, consumía los minutos; se recostaba contra los baldosines claros, de pájaros al revés y se quedaba pensando. Permanecía frágil contra el muro como un borracho que espera el momento de vomitar. Llegó a la conclusión que al otro día haría un brebaje que le recomendó una hermana para conciliar el sueño. Aunque mejor que esto, sería no dormir por las tardes; pero, ¿cómo haría para escuchar el programa cómico del mediodía y no quedarse profunda bajo la modorra de esa hora? Terminó explicándose que lo que ahora le ocurría no era normal. Ella, por ninguna circunstancia, pasaba una noche en vela. Siempre dormía una o dos horas todas las tardes y nunca le afectaba la normalidad del sueño nocturno. 
Por momentos tuvo deseos de llorar, de darse cachetadas, de clavarse agujas en la cabeza porque así curaban los naturalistas; sintió ganas de rasgarse la cara, de sacarse los ojos a ver por qué diantres no se dormían; quiso meterse en la nevera por si era el calor. Quiso..., qué sabía ella. Calentó café varias veces pero no lo bebió; alguien le había dicho que el café desvelaba. Al sentarse en la cama, se cogía la cabeza y emitía griticos desconsolados y se tapaba todos los poros como para evitar que se le escapara la poca tranquilidad que le quedaba; o para que aún no se evidenciara la locura que a veces oía crecerle por dentro. A ratos se quedaba atenta en las noticias que todavía circulaban en la noche, despedidas de un viejo transistor Sanyo. Estaba muy tarde para noticias. Regularmente ya se habían acabado, pero esa noche venía siendo azotada por un hecho escalofriante que desde las horas de la mañana tenía en ascuas la atención del país. 
Realmente era poco lo que podía concentrarse en lo que ella llamaba los chismes. Además no le gustaba la cantinela de los locutores; no sabía, le recordaba algo triste de un pasado indefinible. El subconsciente le rebullía inmediatamente que escuchaba estos timbres de voces. Cambiaba la emisora; al cabo, ya sabía lo que ocurría; era lo mismo de todo el día y estaba cansada. Sintonizaba una cadena que tuviera música y atizaba la esperanza de que con algunas melodías que le recordaran un tiempo feliz, llegaría, por fin, el sueño. Mientras estaba en el baño, dejaba volar la imaginación como tratando de hallar la causa, en otro mundo, de su insomnio. Hubo instantes, por ejemplo, que se desnudó y se echó agua con los dedos a manera de gotero. Las gotas le recorrían el cuerpo desde los hombros hasta los pies; se deslizaban por sus pechos; erectando los pezones como dos negras erupciones de pecado; inquietando todos los vellos diáfanos de su piel, convirtiendo toda su geografía en un dorado campo para alucinados buscadores de oro. Extendía su lengua para recibir, de la misma forma, la piadosa humedad del agua. Cerraba los ojos y pensaba vagamente en la muerte. Hacía cántaro con su mano y regaba el agua en su pubis sofocante. Sentía cómo su frío hería dulcemente el hervor y caía ariscando la blancura de sus piernas; dejaba que el líquido rodara en una cosquilla interminable. Cuando la gota acababa el recorrido, se rozaba, lentamente, enfatizando en los muslos y los senos hasta humedecer totalmente su piel. Se dirigió a su habitación y se acostó con las piernas abiertas en acto de pecaminosa libertad. Pero en el instante en que su mano se agitó, sintió una gran opresión; la invadieron de repente unas enormes ganas de llorar. Todos sus sentimientos se encontraban en una devastadora colisión. ¿Por qué?, ella no sabía por qué ahora le pasaba esto. Ni siquiera le llegó una imagen consoladora de las noches que pasó con su esposo. Ni la visión de un imaginado galán de cine, utilizada en su adolescencia. Llegó el amanecer y la encontró meciéndose, trasudando rabia, aún despierta. 
Optó, entonces, por caminar la casa. En algún momento se acostó en el suelo. Quería que la dureza del piso le hiciera extrañar la suavidad del colchón. Después comió, bailó con un tipo invisible que siempre deseó; efectuó la mímica de una canción que se sabía desde que era niña. Fue una noche cruel. 
Adalberto debía estar, por lo que le dijo, en los Llanos Orientales cerrando unos negocios. Zulima sabía que no volvería hasta pasados tres o cuatro días. Ella no creía soportar otra noche como ésta y se sintió angustiada. De pronto, recordó a su hija Betsy; Zulima interrumpió su ensimismamiento que, por otra parte, ya le estaba empezado a poner fuera de combate: un estado entre la melancolía más agria y un dolorcito de cabeza camino de la histeria. Se levantó de la cama y se vistió. Poco antes de ajustarse la piyama miró por última vez sus senos y los descubrió flácidos, inapetentes; entonces sintió un poco de nostalgia y de frustración. Sin pensar más en eso se dirigió a la habitación de Betsy.  
2  
Betsy, lo contrario de su madre, desde que puso la cabeza sobre la almohada, se entregó completamente a esa diminuta muerte que era su sueño. Un poco antes de quedarse dormida, vio revolotear una mariposa negra, con pinceladas naranjas sobre sus alas. Betsy la guareció en su pensamiento y la vio quedarse quieta y dormida; adivinó que la mariposa soñaba con inventar la risa; y se imaginó el insecto a carcajada abierta, cogiéndose el estómago con las manos. 
A la una de la madrugada, Betsy entreabrió los ojos. Sólo tuvo tiempo de ver a su madre ir y venir por toda la casa. Y como el cuarto suyo daba frente al baño, también la vio salir de allí y secarse las manos contra las caderas; la siguió con la mirada hasta que ésta se sentó en la cama en posición de loto y se quedó atenta a un boletín de última hora que pasaban por la radio. La niña, no supo si pasó mucho tiempo o era el mismo instante: sintió que su madre se paraba de la cama, creyó verla desnuda, ¿soñaba?, se vestía y venía hacia ella. Se estremeció ligeramente al sentir el roce de aquellas manos en su cabello castaño y compartió pero no correspondió el beso que su madre le hizo en la frente. 
A las nueve de la mañana despertó y descubrió que el sol hacía ilusiones en la pared. Sus ojos eran anubarrados; parecía como si todo le ocasionara tristeza. Siempre que despertaba y ya había salido el sol, se quedaba mirando las ilusiones que transitaban por los muros y el techo. Así pasaban los minutos y hasta las horas; llegaba su madre y le interrumpía su abstracción. Mientras tanto, seguía todas las sombras que pasaban para allá y para acá y murmuraba: “Éste es un grande... Éste es un niño como yo y ése es un papá como mi papá”. En época de invierno despertaba y al ver que no había ilusiones y notaba que su madre ya se había levantado, se daba las mismas explicaciones que solía darle su padre: “Hoy San Pedro amaneció chicho y por eso abrió las canillas del cielo, para mojarnos y no dejar hacer nada”. Luego iba donde su madre y le preguntaba: 
—Mami, ¿San Pedro por qué no quiere que yo vea las ilusiones? 
Zulima le decía que no se trataba de eso, sino que él soltaba el agua porque la tierra la necesitaba y las flores también y los pajaritos. Entonces Betsy iba a contarles la historia a sus muñecas. 
Los sábados por la mañana llevaba amiguitos a su cuarto y con ellos competía al que primero descubriera de quién era esa ilusión: si de una señora o un señor o si era de niños como ellos. Permanecían en esas toda la mañana hasta que el sol cambiaba de posición y se enrumbaba al occidente, en busca de los cerros de Robledo para ocultarse tras ellos. 
—Papi, ¿el sol por qué se va? —le preguntó una tarde. 
—Porque el sol es el hijo mayor de la alegría y todos los días se reúne con su madre tras aquella montañita, allí duermen, ¿entiendes, Besito? 
—Papi, ¿por qué me dices Besito? 
Adalberto la besó y sonrió, la abrazó con fuerza. Ella cerró los ojos, no quiso otra respuesta. 
La mañana que su madre se levantó enferma y soñolienta, Betsy estaba distraída viendo las ilusiones. Zulima entró al cuarto y quitó las cortinas. De inmediato penetró una bocanada de luz recién hecha que le hizo cubrir con las manos los dos pedacitos de nube, como les decía Adalberto. Cuando pudo abrir los ojos, se dirigió hacia la ventana que ya su madre había abierto de par en par. Vio a un hombre que se acercaba y gritó: “Mami, papi, papi, vino papi”. Corrió a abrir la puerta. Pasó de largo por el corredor sin saludar al Chavo. Éste se paró, movió la cola y se acercó a lamerla sin hacer caso al desaire de la niña. Betsy, sobre las puntas de los pies, abrió la puerta. Pero al mirar a la calle, desde la acera, buscando a su padre, vio a un hombre alejarse; lo vio pasar cerca de la gorda que vive en la casa del lado y perderse a la vuelta de la esquina. La gorda venía del mercado y la niña estaba dispuesta a esperarla para preguntarle a dónde iba su papi. Zulima, que había escuchado el escándalo, la alcanzó. Y dijo a la pequeña: 
—Ven acá mi amor, ese no es papi; papi vendrá mañana o pasado... ven... 
Zulima le pasó el brazo por los hombros a la niña y comenzaron a caminar lentamente, hacia adentro. Al cerrar la puerta, sintió que algo no estaba funcionando bien. En la radio sonaba música vieja; una canción de Óscar Agudelo golpeaba amarga contra las paredes; un engranaje cascado desentonaba en el olor de las cosas, en la temperatura de la casa, en el silbido del aire que se colaba por las rendijas. Algo extraño amalgamaba el tono sombrío de los ojos anubarrados de Betsy. Algo, como unas ganas de llorar, laceraba la mañana del 7 de noviembre de 1985.  
3  
Adalberto iba entre los hombres que entraron disparando al Palacio. Descendió de la cabina del viejo Ford mientras de la parte de atrás bajaban otros y se dirigían al interior de la edificación. Adalberto se quedó un minuto viendo el camión alejarse, como protegiéndolo con la mirada, en tanto que sostenía en alto una subametralladora. Luego volteó y corrió hacia adentro. En el umbral tuvo que brincar para no pisar los cuerpos de los dos vigilantes. Las balas habían iniciado su ritual funesto. El golpe contra el piso de los primeros muertos asustó las palomas de la Plaza de Bolívar. La densidad del aire bogotano se infestó de gritos; la gente corría sin mirar atrás, saltones los ojos aferrados a la vida; el ámbito se pobló de aullidos agudos de muerte. El tartajeo de ametralladoras, a las once y cuarenta y cinco, asustó el ángel que pronto tendría que anunciar a María. Y dentro del Palacio: los rebeldes; los ciudadanos que a esa hora adelantaban una gestión; los empleados del Gobierno: hombres y mujeres que ganaban el mínimo por escribir a máquina y por archivar papeles; los choferes y los tenderos. A los vigilantes había que dispararles primero. 
Los corazones iniciaron un tañer desesperanzado; y al unísono, unas campanas coreaban a lo lejos. Todos los protagonistas de la toma del Palacio ocuparon sus sitios estratégicos. Por los pasillos corrían hombres con máscaras y banderas, con armas y rehenes. Algunas mujeres situaban ametralladoras en la entrada principal y al frente del sótano. Nadie podía moverse, rostro contra el suelo, contra la tarde que llegaba mojada de pánico. Seis de noviembre de 1985. 
Otra vez repicaron las campanas. Se hizo presente toda la fuerza pública, los curiosos y las ambulancias. Uno de los soldados de la Casa del Presidente, a su turno de acercarse al Palacio pensó en una oración. Las cámaras de televisión hicieron primerísimos planos, planos americanos; pero un plano general, desolador, se quedó en la retina de todo el país. Los periodistas transmitieron imágenes amargas con frases tristes. Las vidrieras se opacaron y desaparecieron ante la lluvia de plomo. El Gobierno disparaba sin cesar, arremetía cegado por su orgullo herido. Los sublevados confiaban en sus fichas: tenían a los Magistrados en su poder. El resultado parcial: muerte, miseria y un odio respirando impotencia como una fiera rodeada. 
Apenas transcurridas unas cuantas horas, desde la toma armada, se dan órdenes de horadar la puerta de la entrada principal. Entonces se movilizan los tanques Cascabel; los carros blindados; los helicópteros. Las líneas telefónicas se llenan de voces con indicaciones precisas y furtivas. A las dos de la tarde, uno de esos animales de guerra, un Cascabel, gana las escaleras del Palacio y derriba la puerta central. La respuesta desde adentro es furiosa. Crecen los gritos; sobresale un ¡Dios mío! 
Adalberto sabe, a esta altura, que las cosas se están poniendo difíciles. Todos lo saben. Adalberto piensa por un instante en Betsy y su risa. Piensa en Zulima, en su silencio comprensivo o domeñado. Es entonces cuando aleja la posibilidad de la muerte. La muerte no está hecha para él. La muerte existe, pero sólo para los demás. Así ha sido siempre. Ha estado en muchas situaciones como ésta; sin embargo, ni ha salido herido. En ese momento de meditación recordó su bella suerte. Pensó en su inteligencia, en su ascenso en tan poco tiempo en la organización. Definitivamente, se tranquilizó, él estaba para grandes cosas en la vida. De manera que nada de muerte. Y siguió disparando con más entusiasmo y seguridad que antes. Se diría que con algo de alegría. 
Los helicópteros que sobrevolaban la terraza escupían agentes especialistas en el arte de cazar hombres armados. Avanzaba la tarde en el caparazón de los tanques Cascabel. Sus enormes balas perforaban los muros y los vitrales. El olor de sangre mezclado con el de pólvora y el miedo, ahogaba el afán de unos heridos que a esa hora habían logrado salir y corrían incrédulos hacia la salvación. Gritaban nuevamente las ambulancias. Algunos soldados se persignaban antes de atravesar el campo de guerra arrastrando cuerpos tocados por la muerte, cuerpos tiesos, ensangrentados, con el dibujo de la angustia en los rostros comprimidos.  
4  
Todo el mundo estaba expectante. El país seguía las incidencias del Palacio por televisión. Desde el seis de noviembre al mediodía los radios eran el centro de atracción. Sonaban por todos lados y la gente que iba desprevenida, al escucharlos, paraba un instante para entender lo que decían. Este hecho sólo sería opacado por la catástrofe de Armero ocurrida ocho días después. 
Zulima, aunque nunca le había mostrado mucho interés a estas cosas, también oía a ratos las noticias. A veces, mientras hacía los oficios de la cocina, se asomaba a la puerta y miraba desde allí la televisión. Ella lamentaba, como todo el mundo, lo que estaba ocurriendo; pero se limitaba a maldecir a esa sarta de salvajes que se iban matando unos a otros sin saber exactamente por qué. Las escenas que allí veía le recordaban noticias o historias remotas del tiempo de los abuelos; Zulima no se asombraba demasiado, pues recordaba cada época de su existencia y en todas evocaba alguna guerra. Incluso, de sus escasas lecturas había memorizado una frase de Henry Miller: Lo obsceno no es el sexo, lo obsceno es la guerra”. Por momentos se inquietaba, pero trataba de distraerse con alguna labor doméstica; Zulima estaba segura de que la gente nunca se va a poner de acuerdo; empezando —se decía— porque nadie está contento con lo que tiene y, por otra parte, porque nadie sabe lo que quiere. Así que lo mejor sería llamar a Betsy. La niña estaba un tanto abatida. Siempre estaba un poco abatida cuando Adalberto partía de viaje. Sí, distraer a la pequeña también sería una forma de despejarse y olvidar por un momento la sangre y el fuego que desde la noche anterior tenían iluminada la atención de toda Colombia. 
La noche del seis, Zulima oyó que el Palacio de Justicia se estaba incendiando. Escuchó la noticia por la radio; pasaba la medianoche y sintió un estremecimiento que le atribuyó a la desesperación o a la rabia de no poderse dormir. También se dijo que le iba a dar gripa; pensó, incluso, que tenía fiebre. Luego, no pudo evitar evocar la vez que su casa de segundo piso se incendió. Recordó lo cerca que estuvo en aquella ocasión de morir incinerada; la angustia y la impotencia que le producía estar inmersa en la humareda gris y sofocante de esa madrugada de pueblo y de horror. 
La noticia del fuego la acompañó el resto de la noche. Zulima era una mujer ensimismada. No le gustaba leer periódicos ni hablar de política. Su carácter indolente parecía darle el mismo valor a todos los acontecimientos. Sus gestos parecían decir que ella no pertenecía a este mundo. A excepción de las llamas, que eran de otra vida suya, las balas, los muertos, pertenecían a una sola guerra. La guerra de siempre, la común, la universal. Ahora Bogotá era sinónimo de Nicaragua, de Irán, El Líbano. Un arrebol de odio danzaba en el crepúsculo de la humanidad. Y ella sintió deseos de llorar por Betsy y, como ocurre con las recién casadas, Zulima quiso llorar también por Adalberto. De repente sintió miedo de que él no regresara. Qué sería entonces de ella. No se respondió porque había humo en sus ojos y lágrimas despeñadas en sus mejillas. 
No cabe duda de que había logrado ponerse nerviosa y triste: “tontica”, se dijo limpiándose el llanto con el dorso de la mano. No era tiempo de pensar en ella sino en Betsy. Otro día. En el Palacio extinguieron las llamas y, éstas y las balas, muchas vidas. “La muerte está muerta de la risa en el Palacio” dijo un vendedor de aguacates de la Séptima. 
Y había que lavar a la niña. 
—Betsy, ven mi amor. 
Había que ponerla bonita. 
—Qué, mami —contestó el llamado la niña. 
—Qué, no, ¡Señora! 
— ¡Señora! —volvió a decir la niña. 
—Ven que te voy a bañar. 
Hoy regresaría Adalberto; o si no, lo haría mañana o después, pero de todas formas había que esperarlo siempre; Adalberto era sorpresivo, llegaba cualquier día a la hora más inesperada. 
Betsy se levantó del suelo y se dirigió a donde su madre. Había estado hablando sola. Ya había escuchado la plática de unas hormigas y se habían hecho amiguitas. Luego discutieron por algo y la niña la emprendió a dedazos contra ellas. Una vez muertas, las barrió con la mano, se incorporó y se alejó. Fue a decirle al Chavo que ya no le gustaban las hormigas, que sólo lo quería a él, que no se juntara con ellas. Y se quedó largo rato refunfuñando. Después de que la madre la hubo aseado y vestido, fue hasta la ventana y se paró a mirar a lo lejos en espera de su padre. Mientras tanto, imaginando el momento de su llegada, le hablaba lo que pensaba hablarle cuando estuviera a su lado. Luego lo abrazaba mientras él la mimaba como solía hacerlo. Soñaba recostada contra el marco de la ventana: madera carcomida; verde desesperanza. Betsy sonreía, a veces, como suelen hacerlo los niños que tienen la certeza de que su padre pronto llegará. En el momento que pasaba una negra vendiendo arepas de chócolo, que le tocó la mejilla y le dijo: “linda”, su madre la llamó. Cuando Betsy fue a obedecer y se retiró de la ventana, la negra que se había detenido en el exterior, enfrente, le dijo: “Nena, dígale a su mamá que si va a comprar arepas”. 
—Ella no compra —respondió la niña omitiendo la ere y cerró la ventana. 
Fueron juntas a comprar la leche y las verduras. Zulima la llevaba siempre que iba de compras. Adalberto también paseaba a la niña. A ella le gustaba más salir con su papi porque él le hacía magia y de sus manos aparecían diminutos osos de peluche, azules o amarillos; y también aparecían dulces de chocolate con cabecitas de payasos. Su papi, además, le contaba cuentos y la cargaba muy alto; allá arriba, ella le decía que la alzara más, hasta el cielo y él la miraba encima de sus hombros y ella le devolvía una mirada feliz desde sus ojos de nube. Al caminar por el parque su papi perseguía los pajaritos con el ánimo de alcanzar uno para su niña y su niña correteaba, decía: papi, mira, corro como una mariposa o dejaba caer el helado y lloraba. Cuando papi estaba no había nada más sobre la tierra. Dormían juntos la siesta del mediodía en la cama de la niña, mientras Zulima lo hacía en la cama grande. 
Cuando las dos salieron de la casa y la madre cerró con llave, la niña se adelantó un poco para agarrar de una oreja al Chavo que había salido adelante; la niña no lo soltaba y en ocasiones, un poco fastidiado, el perro la mordía levemente sin hacerle daño. Mientras se alejaban, algo salió tras ellas. Era una voz: la del radio; la voz grave del locutor las llevó tres o cuatro casas adelante; las acompañó sin cuerpo al lomo del viento. De cierta parte hasta la tienda continuaron en silencio. La voz, por el contrario, se devolvió haciéndose más fuerte a medida que se acercaba a casa de Zulima. Al llegar entró por las rendijas y se metió al transistor Sanyo que había en la cocina. Zulima había oído pero no había atendido a la voz que decía.  
En la Casa de Nariño, cerca del sitio del combate, el Concejo de Ministros empieza a deliberar. Se sabe que un comando del M-19 distinguido con el nombre de Iván Marino Ospina, es el que ocupa el Palacio. La autodenominada operación ‘Antonio Nariño, por los derechos del hombre’, del grupo subversivo, busca enjuiciar públicamente el gobierno de Belisario Betancur”.  
Algunos transeúntes parecían preocupados. Zulima no. En cierta forma no le interesaba. Al regresar a casa aún pasaban boletines por la radio. Betsy conservaba las galletas intactas dentro del estuche. “Te las compro pero te las comes después de almuerzo”. Le había dicho su madre. 
En la habitación, Zulima activó el televisor, pero no le subió volumen hasta que no calló la voz del radio. Zulima dejó los paquetes en el poyo y escuchó:  
Aproximadamente a las nueve de la noche de ayer, seis de noviembre, unas 60 personas logran escapar del infierno mientras el fuego se propagaba velozmente. Hoy a las doce del día fueron evacuados los cuerpos calcinados de, por lo menos, ocho cadáveres”.  
Eran las doce y media. Zulima giró el botón del volumen en el momento en que le llegaba la imagen dantesca de los cadáveres calcinados la noche anterior, entonces daba vueltas sin poderse dormir. 
Ella que estaba tomando la situación como un hecho aislado o repetitivo, algún apéndice de la misma gran guerra de todos los días, sintió por primera vez que los muertos le pertenecían. 
Betsy también veía la televisión. 
—Mami, a esos señores por qué los quemaron —preguntó acercando a su pecho al Chavo. 
—Hija, porque eran muy malos y estaban matando gente —dijo Zulima un tanto comprometida. 
La pequeña se quedó pensando un instante tras el cual replicó: 
—Mami, ¿cierto que mi papi no es malo?, ¿cierto que a él no lo queman? 
—Claro que no —se apresuró a decir Zulima—, claro que no, hija; ni siquiera pienses en eso. Papi es muy bueno. 
La madre se incorporó de la silla donde se había sentado a pelar unas papas. Fue hasta el aparato y lo apagó. Llevó la olla de las papas a algún sitio y volvió a ubicar en el dial una emisora que estuviera programando música de su agrado. Quería menguar un poco la impresión que le produjo la imagen terrible de los muertos en el fuego del Palacio de Justicia. Quería, igualmente, ahuyentar la voz de su hija que había quedado cimbrando como un hilo cortante en su sosiego. Al sintonizar una frecuencia de música popular, empezó a tararear con la radio. 
Zulima estaba embelesada con las guitarras y los recuerdos, de repente, reaccionó y se dispuso a saber qué hacía Betsy. Desde luego, no esperaba nada bueno cuando Betsy estaba tan callada, cuando pasaba tan desapercibida. Esta vez se entretenía con los papeles de Adalberto. Al preguntarle su madre, ella contestó que escribía una carta al niño Dios. Hija, es muy pronto para escribirle al niño Dios, le había dicho su madre. 
—Él sólo escucha los pedidos en diciembre. 
La carta estaba escrita en signos betsyanos; por supuesto vírgenes; parecidos más bien a los restos de alguna peste en el desierto. 
Zulima gozó un poco con la pilatuna de la niña; pero no se pudo negar que sintió cierta tristeza al pensar que, de pronto, como le había ocurrido a ella, Betsy despertara un veinticinco de diciembre y no encontrara ningún regalo bajo su almohada. Hubo una pequeña congoja al imaginar que el niño Dios podría no volver jamás. Apartó por fin sus cavilaciones, cargó a la niña y se retiró de ese cuarto lleno de libros que nunca leía aunque limpiaba constantemente. Se ausentó con el propósito de regresar más tarde a ordenarlo todo. Adalberto podría llegar en cualquier momento.  
5  
Tarde del 6 de noviembre de 1985. Ya han caído las sombras capitalinas. En el interior del palacio se encuentran tres tanques Cascabel y el ejército controla totalmente la primera planta. Se rueda la noticia que han sido dados de baja quince guerrilleros. Y desde un transistor nace una súplica que toda Colombia oye: “Que cese el fuego... Por favor, que el Presidente dé la orden de cese al fuego”. El fuego no cesó. Y esta fue la última vez que el país escuchó la voz de Alfonso Reyes Echandía, Presidente de la Corte Suprema de Justicia. 
Los oficiales logran evacuar algunas personas. Y después de un breve lapso, como para respirar o ganar puestos, el combate toma fuerza. La noche, llena de cadáveres y resuellos de horror, se apodera con su tenebroso palpitar de los pechos consternados. Son las nueve. Nadie busca la luna; nadie da de comer a las palomas lejos del atrio. Un cohete despabila las sombras y después de traspasar el muro procrea entre los archivos: fuego y muerte. En otro sitio son sacadas unas sesenta personas. Algunas de éstas es como si hubiesen muerto: “No sabemos nada de ellos y los distinguimos en tales y tales fotos de la prensa”. Reclaman familiares en las oficinas. Es tarde para el sueño de las palomas. En otra ciudad del país, una mujer no concilia el sueño; pero a Zulima no la mantenía despierta el aullido desesperado de la muerte ni el traquetear de las armas; algo inexplicable la distinguía de las palomas. Y algo indecible, también, la implicaba en todo esto. La noche andaba y el fuego era suspendido esporádicamente para retirar del camino los muertos. Así mismo transcurrió la madrugada. 
Una nueva mañana aparece totalmente de blanco como una muchacha acabada de levantar. Es la del siete de noviembre. A las diez de la mañana todo era desolación; era el preámbulo de lo que sería el final de la toma. De adentro se dio un ultimátum; el as de la manga: cada media hora matarían a un Magistrado de la docena que conservaban amontonados en los baños de un piso superior. Y el ejército continuaba ganando escaleras, arrinconando contra los pisos altos. La causa se evaluaba en vidas. “Mi hijo era inocente”, gritó una vieja despanzurrada que podría ser la madre de uno de los centinelas. A las doce sacaron varias bolsas plásticas llenas de pedazos de hombres. Las ambulancias llevaron y volvieron, siempre aullando: ritmo para el lamento. Alrededor los curiosos estaban cansados; y el cansancio les hacía proferir maldiciones en voces más desconsideradas. El llanto había muerto de tiempo en los rostros. 
Nuevamente surgen del interior soldados encañonando gente: ahora los balazos suenan esporádicamente. Pero los tiros son sentenciosos, fijos, definitivos. No hay muchas vidas. Los Magistrados se van consumiendo. Al caer la tarde del jueves siete sopla un viento gris de aletear de buitre. La sangre empieza a secarse entre los escombros. Y un himno de sollozos aplacados sirve de fondo a los despojos de la justicia. Una bazofia de rencor conturba el ámbito y el viento gris de desconsuelo levanta el plumaje de las palomas silenciosas de la plaza de Bolívar.  
6  
Esa misma tarde, Zulima salió a caminar a la hora que acostumbraba la siesta. Quería hacer algo distinto. Percibió un rumbo extraño en el curso de unos sentimientos tan estables, como pensar con entusiasmo en Adalberto o no dejar nunca sola a Betsy. Esta vez dejó a una vecina encargada de la pequeña. No entendía por qué lo hacía; pero era necesario que ella estuviera sola. No sabía... quizá caminar, pensar, de pronto dejar entera libertad a algunas lágrimas de la depresión; esas que se le salían a menudo, con los regaños de su madre, cuando estaba soltera; ¡cómo la aliviaba llorar! Esta vez no sintió ningún consuelo. Hubo un momento en el que verdaderamente se despreocupó de todo y le hubiera dado lo mismo morirse en ese instante. 
Al regresar a casa, el reloj golpeó las seis y media; el fogón recordó una cena que nadie haría y el televisor insistió en la muerte, en Bogotá. Dejó ver caras aterradas. Rostros heridos por el sufrimiento, tocados por la pérdida de seres queridos. Zulima se acarició los brazos con las manos contrarias y tuvo conciencia de una piel granizada y fría; se sintió pesada pero ingrávida. ¿Era la muerte? Se estremeció. 
Por la noche estuvo conversándole a la niña. Le contó cuentos que inventaba sobre la marcha. Los cuentos que Zulima recordaba eran los que le había narrado su padre. Todos estaban relacionados con espantos de las haciendas, bultos de los caminos, gemidos desconsolados en los arroyos, hijos que desobedecían a sus padres y en el acto se abría la tierra y se los tragaba. 
Cuentos: a los que levantaban la mano contra su madre, se les aparecía un perro negro, inmenso, con los ojos como bolas de fuego y los descuartizaba. Zulima sabía el de los descabezados; el del ataúd blanco que aparecía flotando en una curva en la carretera central. Y el de las luces del carro que se veía venir en la distancia, por el único camino, luego perderse a lo lejos en el Recodo del Diablo sin haber pasado por el lado del asustado espectador. Desde luego, Zulima no acostumbraba contar este tipo de cosas a su pequeña. Le leía fábulas de Pombo o cuentos infantiles de Perrault, Von Schmid y Wilde de una colección que Adalberto mantenía en su nochero. 
De pronto, empezó otra vez a sentirse atacada por la intranquilidad. Acostó a la niña. Y ella se retiró a su cuarto a escuchar los programas musicales de la noche. Al acomodarse contra la cabecera, recordó que debía apagar todas las luces. Se levantó de nuevo. Luego de haber apagado los bombillos y asegurado la puerta con la llave, sin pasarle las trancas de hierro por si regresaba Adalberto, relajada por completo entre las cobijas, le comenzó una pesadez triste; otra vez esa tristeza pesada que había sentido por la tarde, y la consumió. Zulima se quedó dormida rápidamente, mustio el ensueño, amarga la garganta, como los niños cansados de llorar. 
La mañana del ocho de noviembre, Betsy despertó muy temprano. Se quedó un rato viendo las ilusiones. Detalló un momento el sol que a esa hora ya había salido y se colaba por las rendijas superiores de la ventana verde, un verde más desesperanza que nunca. Vio desde sus ojos de color humo, cómo las partículas de polvo correteaban como gatitos de un lado para otro, entre la corriente de luz que iba como una flecha a clavarse contra el techo; allí se dibujaban las figuras de la gente que pasaba por la acera. Sin embargo, este pequeño encanto de otros días, esta mañana le había durado muy poco. No sintió el bienestar de otras veces. Por eso se levantó y resolvió ir a la habitación de la madre. Zulima dormía y la despertó de la forma que siempre lo hacía cuando era ella, la niña, quien despertaba primero: cogía un carrito y empezaba a recorrer con él el cuerpo de Zulima, utilizando sus caderas o sus senos como pequeñas pendientes. Cuando su madre despertó aún tenía en el semblante la huella de un sueño cruel, pesado como la amargura que lo precedió. Abrazó a Betsy que se hallaba muy cerca, en el lado de la cama que daba contra la pared. Ella se había subido silenciosamente como otras veces, entonces se acostaba en medio de Adalberto y Zulima. 
Esta mañana estaba denso el ánimo de la madre. Una cobija melancólica le abrigaba la esperanza y el deseo de hacer las cosas del día. Quizás Zulima había empezado a preocuparse en serio por la tardanza de su esposo; pero no podía ser; recordó que apenas hacía cuatro días se había marchado y los viajes de Adalberto solían durar hasta ocho. La niebla que bajaba de Santa Elena a Buenos Aires se posó como un ave lúgubre en sus ojos.  
7  
Han transcurrido varios meses. Adalberto no ha regresado. La puerta queda sin la tranca y así permanece toda la noche, todas las noches. Los domingos por la mañana Betsy no ha vuelto a despertar con la música de Los Pamperos. Ella busca algo, como recuerdos, todos los días. Algo que diga que ahí está su papi. A veces va despacio hasta el cuarto de sus padres, como esperando una sorpresa agradable, como pensando absorberla lentamente para disfrutarla al máximo. En algunas oportunidades se dispone a salir sigilosa para el encuentro con su ilusión, ilusión que desde que su padre no está ha reemplazado las ilusiones de las mañanas en la ventana con el sol, y oye a su madre sollozando, comprende que él no ha regresado; entonces piensa que nunca más vendrá y llora también con desconsuelo. 
Los domingos, después de que Zulima bañaba a su hija, le daba veinte pesos “Toma la ración” y la sentaba al sol, en la acera de enfrente; cuando calculaba que la niña podría tener calor la hacía entrar para darle agua de panela. La situación se agravaba. Algunos familiares le enviaban alimentos o dinero. 
Un día el Chavo salió sorpresivamente a la calle y sorpresivamente lo atropelló un auto. Betsy lloró tres días. Es como si la vida se estuviese ensañando con la pequeña, pensó la madre. Zulima creía que un adulto podría soportar cualquier cosa, que entendía, que ya estaba preparado; pero los chicos... Ahora sabía lo que duele un golpe en un niño que se quiere. Y recordó el viejo dolor: la muerte temprana de su padre; la miseria que siempre había padecido y que sólo tuvo esperanzas de superar cuando conoció a Adalberto. Adalberto también era pobre, pero tenía serias ambiciones y lo más importante: ella lo quería y creía en él. Las cosas mejorarían; viviremos como reyes cuando este país dé el cambio que necesitamos, le decía con frecuencia Adalberto. Y ella sentía en esas palabras el premio a tantos sufrimientos. 
Al tercer día de la muerte del perro, lo único que cambiaría el ánimo de la niña llegó. Estaba parada en la ventana. Esperaba lo de siempre. Ella misma no sabía ya de qué se trataba. Pero ahí estaba esperando, acariciada por el viento de la tarde, por el buen viento de Buenos Aires, con los ojos sombríos como si en ellos siempre fuese invierno. De pronto, su corazón dio un vuelco, sacudido por el vendaval. Allí venía, en la esquina, protegiéndose con un periódico de la lluvia menuda que empezaba a caer. 
—Mami, papi, papi, viene papi —gritó apartándose de la ventana. 
A Zulima también se le huracanó el pecho. Las dos salieron corriendo. Al asomar a la acera, el hombre se encontraba muy cerca y al verlas tan excitadas miró hacia atrás. Zulima, apenas lo distinguió, sostuvo a la pequeña en vilo para que no se le abalanzara. 
—Ese no es, hija —casi gritó—, no es. 
Las dos se abrazaron con esa complicidad triste de los que han perdido la última esperanza. Regresaron a casa; Zulima jugando a ser fuerte, una vez más, delante de la niña. La niña, derramando la lágrima más desgarrada y silenciosa. 
Zulima cerró la puerta y en la calle quedó la lluvia frágil.  

Medellín, 1986-87 
Relato tomado de Cruces de mar abierto 2000

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