FÁTIMA Y JOSÉ
Fátima sigue viendo las luces
giratorias incluso cuando físicamente es imposible. Todas las noches sale del
campamento cuando éste empieza a recibir golpecitos de luz bicolor. Entonces
mira a Estela y ve su ropa blanca más intensa a intervalos. Los ojos se le
iluminan: prenden y apagan igual que los insectos de colita de sol como les
decía la niña.
Ahora está parada a la entrada
del campamento viendo cómo desaparecen en la distancia los círculos luminosos.
Ya no los percibe sobre el techo de los autos, entre el polvo que levantan.
Antes, los duendes golondrineaban diminutos en todas las direcciones.
“No se pueden coger”, le decía con frecuencia Estela.
—Ya no brincan los dendes
—dice Fátima con una voz tenue como las luces distantes.
No se atreve a salir del
campamento a perseguirlos como lo hiciera cada vez que pasaban los autos
blancos de rescate. Todavía circulaban, pero Fátima ya no estaba en su
callejón, bajo su techo y no emprendía veloz carrera a manotear las partículas
de polvo que adquirían una apariencia lunar entre la luz de emergencia. Ahora
no volvía donde Estela con las manos empuñadas en tesoro a decirle:
—Mami, te taje muchos dendes.
Estela abría sus manos y le
recibía el bien que Fátima iba soltando robóticamente, estirando sus deditos como quien destapa un
puercoespín. Estela esperaba con los ojos pasados por miel y con un asombro
redondo en los labios que ahora tenían grietas desérticas y se cubrían
parcialmente con cadejos ensortijados que bajaban en cascada de su frente.
—Lindos estos dendes —le decía
Estela y como no sabía qué hacer con ellos, se los metía a la boca y los
masticaba.
—No, mami, los dendes no se
comen: sácalos.
En esa ocasión Fátima le
separó el cabello de los labios, le abrió la boca y trató de meter la mano.
Entonces Estela hizo un gesto de quien sopla globos de jabón y los arroja al
aire.
—Déjalos volar, chiquita, los
duendes son libres.
Entonces Fátima manoteó el
aire como si quisiera impulsar miles de duendes particuloscópicos a nalgadas.
II
Hasta parece que Fátima olvidó
esos bichos de polvo y luz que llamaba los duendes porque en los últimos
tiempos sólo mira pasar los carros con la palabra Rescue en las puertas, arriba y detrás, con banderas blancas y las
insignias de la ONU
y se queda impertérrita viendo cómo, lentamente, desaparecen: primero son luces
que ciegan por la falta de costumbre y después, en la planicie o tras un
pequeño montículo pedregoso del oriente, son sólo lamparazos que se reflejan en
el horizonte de lobos. Incluso, cuando ya no están, Fátima los sigue viendo en
una especie de duermevela. Y cuando son ocho o diez los autos que han pasado a
toda velocidad haciendo sonar sus sirenas de pánico, Fátima parece no escuchar
el ruido y se extasía con los repetidos y destellantes movimientos circulares
de luces azules y amarillas; pero cuando esto ocurre, Estela llega para jalar
cordialmente a Fátima dentro del campamento. Entonces desempuña las manos
cuarteadas de la niña con una suerte de masajes que canturrean unas cancioncillas
ancestrales y melancólicas. Ambas vibran en medio de la noche como cuerdas
rasgueadas por una cimitarra.
Esta noche no ha habido
sonidos de sirenas y Estela dice que es hora de que Fátima vaya a descansar.
—Vamos, criatura de Dios, es
hora de dormir.
—Mami, yo no soy una catitura
de Dos, soy una niña.
—Sí, mi amor, una niña
preciosa, vamos a dormir.
—¿Tú te vas a dormirte
conmigo?
—Sí, mi niña.
—¿En la cunita?
—No, mi niña, dormiremos aquí,
en el campamento.
—No, mami, vamos a la casa, a
la cunita.
La insistencia de la niña hace
que Estela mire a la otra mujer del campamento. Edith entiende la mirada y
recoge las frazadas del rincón. Se las entrega convertidas en una bola
polvorienta. Azael y José se acercan e invitan a Fátima a jugar entre las otras
sábanas que permanecen tiradas por el suelo. Fátima, que había empezado a
sollozar mientras rogaba a su madre, se entrega a un llanto desconsolado.
Estela la alza entre sus brazos y empieza a caminar en la dirección en que hace
poco desaparecieron los autos de rescate. Fátima suspende el llanto pero
continúa con los espasmos y descarga su rostro sobre el hombro de Estela. La
chiquita coge el cabello enresortado de su madre y se tapa el rostro. Estela
siente en su cuello la humedad.
Ciento cincuenta metros adelante
encuentran el callejón. Todos los edificios han sido derrumbados con bulldozers
y en algunos muros de piedra caliza que resistieron en pie hay unos hoyuelitos
perfectos por los que los niños se vigilan cuando juegan a las escondidas.
Estela entra en las ruinas de
lo que fue su vivienda. Fátima levanta la cabeza. La madre la descarga y
empieza a tantear entre los escombros. Atraviesa lo que fue una sala de estar,
pasa por encima de un cucharón de madera y otros utensilios despanzurrados;
gira a la derecha hasta encontrar lo que fue su cuarto, la única habitación,
donde dormía con su madre y con Benjamín, después de la desaparición de su
padre.
Estela ve la sombra de la niña
arrastrarse entre las sombras y se queda recostada contra un muro que le llega hasta
el pecho. De repente se oyen las sirenas y el recinto se invade con las luces
de los carros de rescate que pasan velozmente; pero ya Fátima parece haberlos
olvidado. Aprovecha los golpes de luz para retirar unos pedruscos del colchón y
se tiende bocabajo en él. Estela se acerca a trompicones y la cubre con la tela
blanca que tenía estrujada bajo su brazo. Fátima le dice:
—Acuéstate conmigo.
Estela se deja caer al lado de
Fátima y le pasa un brazo por la espalda. La niña se voltea para quedar con su
rostro frente al de su madre, alza la frazada y cubre con ella a la mujer. La
niña le dice entonces: “Mami, yo te quiero mucho”; pero Estela no puede
responder, su voz ha quedado sepultada entre las zafras. Transcurridos unos
minutos, Estela se incorpora, alza a la niña que ahora está completamente
dormida y emprende el regreso al campamento, dos caminos de polvo serpean sus
mejillas.
III
José tuvo una cita de trámite
con Mariluz. Cuando lo recibió ella tenía en la mano el papel doblado que el
profesor albanés le había entregado con la recomendación de que atendiera al
pequeño. El niño sabía para qué lo habían citado y casi se sentía orgulloso de
repetirle la historia que le había contado a su profesor tres días antes. Sus
ojos negros tenían una densidad de coleóptero y con cierta luz vespertina se
tornaban de un verdejo sucio. José se mordisqueaba el labio inferior en un
gesto aprendido del instructor Daniel, un hombre enviado directamente por Dios.
—¿Por qué no has venido a la
escuela los últimos días? —preguntó Mariluz.
—Había retenes y madre
prefirió que nos quedáramos en el campamento.
—¿Y ella por qué no vino a la
reunión?
—Ha ido a trabajar al
hospital, pero yo le conté para qué la necesitaba usted.
—¿Y qué te dijo?
—No está de acuerdo con lo que
pienso, pero dice que sea lo que Dios disponga.
—Dile que venga a verme lo más
pronto que pueda.
—Así lo haré, doctora —dijo
José sin dejar de mirarle los ojos sesgados.
En ningún momento había dejado
de jugar con las manos dentro de los bolsillos del pantalón. En la derecha
empuñaba una pequeña cimitarra, casi de juguete que había encontrado entre las
cosas de Benjamín. Cuando José halló la carta de Benjamín dirigida a su madre
Estela, descubrió que el papel pesaba más que cualquier otro de esa calidad
rugosa y fue entonces cuando se dio cuenta de que servía de envoltorio a la
cimitarra. Se guardó ésta y entregó la carta a su madre Edith. Ésta consintió
en que José se quedara con el arma ya que Estela no tenía ahora hijos varones y
el alfanje no podía quedar en manos de Fátima.
—¿Por qué te dibujaste así?
—Dios quiere que así sea.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó
Mariluz haciendo ese pequeño gesto retorcido cercano a una sonrisa, pero que en
realidad era una manera de revolver palabras para encontrar las precisas.
—Benjamín —respondió José y
sus ojos de kerosén bajaron lentos, oleosos.
—¿Cómo podía saberlo Benjamín,
si también era casi un niño?
—A él se lo dijo el instructor
Daniel.
—A ver, ¿qué fue lo que le
dijo? —preguntó la joven sin dejar de mirarlo con esa expresión transparente,
sosegada.
Mariluz se había acercado al
niño. Le había puesto la mano en la espalda y ahora lo conducía hacia un sillón
de tela florida y sucia. Los últimos seis años los había pasado en el
extranjero y sólo llevaba tres meses en su ciudad al servicio de MSF.
—Que Dios premia las acciones
que los niños hagamos por él y por la libertad de nuestro pueblo.
Mariluz abrió el papel que
había conservado doblado en cuartos y lo observó. Trató de recordar lo que
había dicho el profesor albanés, luego quiso confrontar las versiones. Volteó
el papel para que el niño viera el dibujo y lo alzó ante los ojos de aceituna.
—Así que éste eres tú.
José dijo sí con la cabeza,
sin parpadear. Mariluz lo observaba fijamente para tratar de descubrir una
emoción, un sobresalto. Nada. Los ojos de trigal entraron en la mirada viscosa
de José y cayeron definitivamente en la desgracia de las aves encalladas en los
mares contaminados.
—¿Qué significa esta nubecita
sobre tu cabeza?
—Es la voz de Dios que me
llama a su lado.
—¿Qué es lo que escuchas?
—Que Benjamín, Martín y
Abimael son libres y gracias a ellos, pronto nuestro pueblo también será libre.
—Tú debes escoger tu propio
camino, hay otras opciones para ayudar, puedes estudiar y participar en la
liberación desde otros frentes.
—El instructor Daniel dice que
no tenemos otra opción.
—Sí la hay: Dios también llama
a proteger a la familia y luchar para que sobreviva.
—El enemigo humilla y mata a
nuestras familias. Benjamín lo decía. Él hizo lo que Dios le indicó.
—Si Benjamín hubiera sabido lo
que su acción y la de los otros jóvenes le iba a costar a sus propias familias,
quizá lo hubiera pensado mejor.
—No es un asunto para pensar,
dice el instructor Daniel, hay que pagar un precio aquí, pero luego viene la
gran recompensa.
—¿No has visto la tristeza de
Fátima y de su madre? ¿Dónde está tu padre?
—Mi padre ha recibido su
premio, como Benjamín. Mi pueblo es toda mi familia y seremos libres y felices.
—y ¿piensas que es tarea de
los niños salvar a los pueblos?
—Sí, eso dice el instructor
Daniel.
En ningún instante la voz de
José se resquebrajó, pero en sus ojos apareció, por primera vez un rebullir
lento de hidrocarburo sucio.
Mariluz entendió que era el
momento, se acercó y lo abrazó.
—No pienses más en eso —le
habló con la voz apretada—, tienes que cuidar a Edith y a tu hermano Azael. ¿No
quieres ver crecer a tu prima Fátima?
—Madre dice que está enferma.
—Ya se aliviará y sonreirá. Tú
también deberías sonreír.
Mariluz sintió que el niño se
ajustó contra su cuerpo.
—Mira, José, que tal si
recompones tu dibujo: este sol que dibujaste en tu pecho y que le dijiste al
profesor albanés que era la luz y la libertad lo ponemos lejos de ti. Aquí,
mira...
José alzó los ojos y siguió
desde su turbidez y desamparo los nuevos trazos que la joven morena hacía sobre
el papel.
—Así no te causará daño.
Míralo como lo que es, productor de vida, pero aquí; todavía no es tiempo de
que te alejes de Azael, ¿no quieres
protegerlo?
José asintió.
—¿Qué significan estas aves
por todas partes?
—Son nuestros enemigos.
—Ellos también tienen familias
y la mayoría de esas personas no te han hecho daño.
A lo lejos sonaron las alarmas
de los carros de rescate y José volvió a agitar la mirada: sus ojos, que a esta
hora de la tarde adquirían un color verde coleóptero, rebotaban contra los
ruidos y parecían ruedas sueltas.
—Nosotros tampoco les hacemos
daño y nos destruyen las casas y matan a nuestros padres.
Mariluz entendió que iban a
recomenzar el ciclo y apagó la voz. Lo ayudó a incorporarse y sin dejar de
jugar con su cabello arabí le dijo:
—Vuelve al campamento, trata
de divertirte un poco con Azael y con Fátima y dile a tu madre que venga a
verme. Piensa en la reconstrucción, la
ONU nos ayudará. ¿Quieres que volvamos a hablar?
—Si, doctora —dijo José.
Caminó en dirección a la
salida, sorteó el hueco de la puerta y desapareció, pero un instante después
apareció la misma cabeza con el cabello palurdo y oscuro y la misma mirada
desbordada de petróleo y la voz firme y contundente, demasiado segura para la edad
y dijo:
—¿Cuando cumpla los diecisiete
puedo hacerlo?
Relato publicado en Odradek, el cuento Nº 12, Edición
especial para Contar el Cuento: Lecturas
y Conversaciones durante la
Fiesta del Libro de Medellín, 2008
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