Para Diego Bedoya, por regalarme esta historia
Algo se podía haber hecho con una pena entre los dos. La
hubiéramos cambiado por cinco gatos Angora, por un libro descuadernado, por una
lámpara vieja, por Leo le Gris. Pero nunca me dijiste nada. Sólo esa amenaza
que no te creí. Además, permanecías mucho tiempo callado; cuando hablabas de
amor, era como si tuvieras el equilibrio del sabio; y si te entusiasmabas con
alguna muchacha, decías que ese era el verdadero amor; pero lo sabías bien, lo
dijiste alguna vez borracho (¿últimamente estuviste sobrio en algún momento?),
dijiste: “las verdades en el amor son mentira”. Yo te dije que escribieras un
libro. Vos te reíste. Yo me quedé serio. Siempre pensé que todo el mundo podía
escribir un libro. Nunca lo hiciste. Sólo oías música y leías libros y
caminabas por ahí esperando que cayera la tarde para encontrar un amigo; a
veces trabajabas en la marquetería para ganar unos pesos con qué comprar una
botella de licor. No creo que algo, realmente, te pudiera doler, salvo la vida.
Creo que traías un dolor inveterado, tal vez heredado; un dolor que no era tuyo
y te quedaba grande: era un ropaje viejo y ajeno, del que no tenías memoria,
parodiando un poco a Vallejo. Bueno, pero yo vine a esta taberna, que en aquel
tiempo me perteneció, a escribir la historia de tu último día y prometo
abandonar este tonito maricón.
Ocurrió un sábado. Yo estaba preparando mi primera exposición. Me
levanté temprano. Coordiné todo lo relacionado con la presentación de la
película en la taberna. Después me encerré en mi estudio y me puse a trabajar
en la copia de Arcila. Estaba tratando de mejorar el volumen, aunque escogí
“Portraits de Monsieur et Madame SERRE”, la obra menos voluminosa de este
pintor; me llamó la atención la exactitud de los objetos en los espacios.
Siempre me han disgustado las grandes habitaciones, los espacios inmensos. En
los lugares pequeños cabe más amor. Se le cierra la posibilidad a los fantasmas
de la niñez, se pueden tocar con la mano los ruidos más espeluznantes, no sé.
Me fascina este mundo moderno: apartamentos confortables con una pequeña
cocina, una biblioteca, un cuarto de baño, una habitación con balcón a la
avenida principal de la ciudad: París, por ejemplo, o New York, o en el peor de
los casos, Medellín.
Escogí “Portraits...” porque todo está milimétricamente puesto: el
canapé, parece estrecho para la pareja, si se parasen de él, Arcila no sería
capaz de volverlos a acomodar; es un sofá casi hecho por Botero; pero lo que
realmente me llamó la atención, fue la interpretación no contaminada que hizo
Jamir. La vez que vio la pintura me dijo: “Monsieur tiene la misma cara de
Fidel, tiene que ser Fidel; mírale la manera de cruzar el pie sobre la rodilla,
es Castro. Si se soltaran las cortinas, no alcanzarían a cerrarse, la pareja
estorbaría; la lámpara parece que oculta algo, es un despiste; y en el cajón
entreabierto habrá guardada una pistola. Además, fíjate que en el espejo
no se refleja sino la lámpara, Fidel no, él no se puede reproducir. El perro
French Poodle es el símbolo de la muerte; Monsieur lo tiene entre las piernas.
Arcila le tapó los ojos con el pelo para que no se le observe la expresión
lasciva. El perro es el placer y la muerte y todas las obsesiones”.
Jamir no dijo nada acerca de Madame SERRE, y sus razones tendría.
A mí me pareció una mujer sin carisma, insignificante, sin ninguna grandeza ni
en su mirada de meretriz, ni en su anillo presuntuoso. En la copia que hice, en
vez de la libreta de notas, pinté una carpeta de documentos confidenciales confidential
y en el portaplumas puse un voluminoso habano; a Monsieur le pinté una preciosa
barba entrecana. De repente, supe que ese sería el regalo de cumpleaños para
Jamir.
A las diez de la mañana de ese sábado fue a verme. Hablé con él en
la entrada de mi casa. Sacó una botella y me ofreció un trago. No lo acepté. Él
bebió un pequeño sorbo y volvió a guardar la botella en su mochila de lana.
Llegó a que le confirmara la hora de la película. Cuando se marchó, lo seguí
con la mirada hasta que se perdió al doblar la esquina. Todavía recuerdo el
chasquido de sus botas con punteras metálicas al pisotear las hojas secas. Por
esos días se había dejado la barba y el verde de los ojos parecía habérsele ensuciado.
Algo en su voz o en su manera de caminar me dejó preocupado. Luego
pensé que sólo era el temor de que se emborrachara y no asistiera a la
película. Para tranquilizarme, lo llamé al mediodía a su casa. Allí estaba;
además, se encontraba enmarcando un lienzo. Aproveché para decirle que me
hiciera un turno para la copia de Óscar Arcila que estaba a punto de terminar.
Dijo que tenía poco trabajo, que cuando quisiera. Lo cité a las cinco en La
Mandrágora.
La primera vez que le vi el frasquito colgado del cuello fue
cuando salió de su encierro. Hacía ocho días había regresado de Venezuela y no
pasaba al teléfono ni recibía visitas. Me imaginé que se había vuelto a
encontrar con Glenia. Un año atrás habíamos estado en Caracas y en otras
ciudades de ese país comprando mercancía para pasar de contrabando. En la
colonia Tovar la conocimos. Era una mujer alta y delgada, de cabello negro al
hombro y bigotito tenue. Desde que nos sirvió las dos primeras cervezas, Jamir
se enamoró de ella. Rato después, mientras comíamos una picada de carnes rojas,
Jamir logró que cambiara una sonrisa amplia y sincera por unas palabras en
español dulcemente acentuado. Tenía un cuerpo demasiado plano y grande, pero en
sus ojos había ese destello levemente demoníaco de la raza aria. Me juró que la
llevaría a la cama. Yo le aseguré que eso no sería posible, pues las mujeres de
la colonia Tovar, aunque nacidas en tierras venezolanas, no se mezclan con los
otros latinoamericanos. Alquilamos un cuarto cerca del bar y Jamir estuvo atento
a la salida de Glenia. Siguió bebiendo cerveza hasta la madrugada y finalmente
se quedó dormido. Después supimos que ella vivía allí mismo, con su familia,
que de allí saldría casada con un alemán, para vivir en otro pequeño castillo,
en esa réplica de Alemania encumbrada en lo más blanco de la cordillera
andina.
A los dos días, en la Guaira, ya se le había pasado el amor por
Glenia. Mientras cenábamos en un restaurante italiano, me dijo que era un
estúpido, que él sólo podría amar a Lis, mi prima. Así sucedía con frecuencia.
Se enamoraba de cuanta mujer se le atravesaba. Si era correspondido, ese
sentimiento se le convertía en un tormento: peleaba, celaba, lloraba y al final
las abandonaba y se quedaba como si nunca hubiesen existido. Siempre volvía donde
Lis. Muchas veces ni siquiera la dejaba y sostenía dos o tres romances al
tiempo. Lis también lo amaba, pero sabía que no iba a ser el hombre de su vida.
A veces lo trataba como a un buen amigo y últimamente se le perdía para no
escucharlo durante sus depresiones.
Al regreso de su segundo viaje a Caracas se encerró. Cuando por
fin salió, dijo que había tenido mucho trabajo. Me llamó la atención el frasco
verde que pendía de una cadena de plata, le llegaba hasta el pecho. Le pregunté
qué contenía:
—Ésta es la panacea —dijo sosteniéndolo con dos dedos—, cura el
mal de amor, la pobreza, es Dios líquido.
—Qué pasa güevón, ¿te volviste culebrero?
—Sí, culebrero, mago, mesías; aquí tengo el poder.
No lo tomé muy en serio. Pensé que era una chanza y me reí de sus
ocurrencias. En todo caso, estaba contento de que hubiese regresado. No le
pregunté si había ido a la colonia Tovar.
—Bueno, Jaguar —le dije—, ¿cuáles son las palabras mágicas para
que salga Dios de ahí?
Se quedó callado. Estaba pálido y miraba largamente el
frasquito.
—¿Qué es?
—Cianuro.
— ¿Vos sos güevón?
—Sí.
— ¿Qué estás leyendo?
—Mishima.
Traté de arrastrarlo a un tema en el que nos movíamos bien.
— ¡No pensarás lo de Ciorán!
—Eso es verdad —dijo mientras acariciaba el pequeño recipiente de
vidrio.
—Un personaje de Las palmeras salvajes dice que entre una
gran pena y la nada, se queda con la pena.
—No me interesa la pena.
—La nada no ofrece otra oportunidad.
—Eso es literatura.
—La vida...
—Faulkner no pensaba así.
—Ciorán tampoco estaba convencido...
—Yo no soy Ciorán.
—No, vos sos mi amigo y tenemos muchas cosas por hacer.
—Todo es mío en el sentido en que nada me pertenece.
Me reí porque ese libro acababa de salir al mercado con unos
dibujos de Angelita y sabía que Jamir no lo había leído. Me estaba tomando el
pelo.
—Eso también es literatura —le dije.
Esa tarde, la conversación se salió de madre. Nos emborrachamos y
terminé abrazándolo. Luego de esa velada, él continuó amenazando con el veneno,
pero yo lo ignoraba, le cambiaba el tema o le pedía un sorbo de licor.
A las cinco de la tarde abrí la taberna. Ensayé el proyector de 16
mm., revisé las cintas. Todo estaba en orden para las siete. Jamir fue a las
seis y media. Un cuarto de hora después empezaron a llegar los clientes. Jamir
se ubicó en la barra. Le ofrecí una cerveza; la aceptó. Sacó una botella de
vino del bolso. Mezcló la cerveza con el vino. Estaba ansioso por ver la
película.
—Yo no sabía que hubieran hecho una película sobre el Nadaísmo
—dijo echándose un trago.
—Yo tampoco.
Jamir me miró con picardía; vi que las luces violetas de neón le
daban un extraño colorido a su barba rubia de diez días.
—¡En serio!, ¿quién hizo ésta?
Entonces caí en la cuenta. Jamir sentía aquel entusiasmo porque
pensaba que íbamos a ver una película de Gonzalo Arango y sus discípulos.
Supe que me había entendido mal el día que le anuncié la cinta.
—Güevón, no es una película sobre el Nadaísmo; es acerca del
Dadaísmo.
—Me estás mamando gallo.
—No.
—Marica.
—Yo te dije muy claro: Dadaísmo.
No habló más. Se paró y salió de la taberna. Golpeó una mesa con
la botella de vino; pero ésta no se quebró.
Había corrido más de la mitad de la película, cuando volvió. No se
le veía borracho. Se sentó en una mesa del exterior bajo la sombrilla, dando la
espalda al proyector. Yo me le acerqué con una cerveza. Me la recibió sin decir
palabra. Tenía la mirada extraviada entre las montañas, donde desaparecían los
rayos.
El programa incluía música latinoamericana después del cine. Con
los músicos, que eran nuestros amigos, Jamir tomó un nuevo aire. Como a las
nueve me dijo:
—Mirá marica lo que traía para rematar la cinta.
Sacó del bolso el libro Gonzalo Arango, correspondencia
violada, de Eduardo Escobar, me lo entregó. Lo hojeé. Tenía la pasta a
punto de desprenderse; se lo devolví sin leer nada. Me quedé en silencio.
—Estuve buscando a tu prima, no está en la casa.
—Está en la finca de mi hermana —le reproché—: ¿por qué no me
preguntaste?
De repente se entusiasmó y me propuso que nos fuéramos para allá,
que estaba cerca, que invitáramos a los muchachos y le lleváramos serenata a
Lis. Los guitarristas aceptaron. Salimos. John y Ramiro propusieron comprar
ron. Caminamos en dirección a la tienda de licores. Jamir y yo nos detuvimos en
la esquina; mientras esperábamos que ellos volvieran con el trago, él me mostró
el frasquito, pero como lo notaba reanimado, le dije:
— ¿Sabés qué güevón?, tomátelo y no jodás tanto con esa
cantaleta.
Lo halé del fillac a la altura del antebrazo y lo arrastré en
dirección de los músicos que se acercaban con dos botellas. Vamos, dije.
Lis se alegró de verlo. Habíamos caminado veinte minutos bajo la
lluvia. Tomamos ron y vino con cerveza; comentamos la película y la velada
musical. Jamir se había venido a menos nuevamente. Yo lo embromaba por lo de la
equivocación, le dije que confundía la monotonía con la moto que el mono tenía.
Nos reímos con el mismo estruendo de la tormenta que se avecinaba. El cielo
estaba cerrado por trechos y la luz de la luna se asomaba a intervalos. Uno de
esos resplandores ponía sombras de hojas en el rostro de Jamir que sonrió con
amargura. Lo estrujé para que cambiara el semblante; el libro cayó al suelo y
se ensució. Lo recogí y lo froté contra mi pantalón. Llegamos embadurnados a la
finca de mi hermana. Nos sentamos en el suelo, en círculo y prendimos velas.
Para darle gusto a Jamir, leí Fernando González, escrito por Gonzalo.
Los muchachos tocaron las guitarras y Lis cantó con una voz tenue y afinada La
canción de las cigarras. Un jirón de niebla que se había colado por el
patio trasero se estacionó en los ojos de Jamir. Hacía frío.
—Voy a preparar café —dijo él.
—Te acompaño —le dijo mi hermana.
Timi, el perrito French Poodle, salió tras ellos. Era más de la
media noche. Elisa regresó después de algunos minutos. Continuamos cantando y
charlando. Tuve deseos de ir al baño. Jamir no estaba en la cocina. Pasé de
largo hasta la habitación del fondo. La puerta estaba entornada y miré desde
afuera; era posible que se hubiera dormido. Lo vi entre una luz azulosa que se
regaba desde la mesita de noche, estaba sentado en el borde de la cama. Tenía
la bragueta abierta y el pene por fuera, erecto. Con la mano izquierda, Jamir
se sostenía el falo y con la derecha le acariciaba la cabeza a Timi, que
mordisqueaba y lamía el sexo enrojecido. Jamir tenía una expresión triste y
parecía cumplir un designio. Timi aullaba quedamente, como si sintiese un
orgasmo; pero no dejaba de morder el pene; lo olía y lo lamía. Volvía a
mordisquearlo sin hacerle daño. Los ojos del animal tenían un brillo
luciferino; el perro parecía inquieto; la mano de Jamir en el lomo, lo
tranquilizaba.
Regresé al salón y dije que dormía. Los muchachos habían formado
parejas y hablaban en voz baja. Yo me senté en un extremo para no
interrumpirlos. Mientras tanto, leí algunas cartas de Jaime Jaramillo Escobar,
X504. No pude apartar de mi mente el perrito de Monsieur. Intentaba recordar lo
que Jamir había dicho del animal. De pronto, escuché los pasos menudos y
rápidos de Timi. Jamir también apareció por el corredor, traía una taza en la
mano. Dijo: café con leche e hizo un gesto de vértigo, como si fuera a vomitar
encima de nosotros. Lis le reprochó la vulgaridad, pero no obtuvo respuesta
porque en ese instante Jamir cayó bocabajo al piso y empezó a convulsionar. Sus
manos se crisparon, un sudor lunático palidecía su rostro, estaba descompuesto.
Todo fue tan rápido. La imagen del frasquito se hinchó en mi recuerdo y luego
estalló como un balazo:
—¡Ay jueputa!, ¡se mató! —alcancé a oírme.
Nos acercamos para ayudarlo. Recordé que alguna vez le rocié
veneno al perro de la casa para matarle las pulgas y lo intoxiqué. Mi madre le
dio de beber aceite y logró salvarlo. Pedí que trajeran aceite de la cocina. Le
ingerí la mitad del contenido del frasco a Jamir. Lis daba gritos e iba de un
lugar a otro. Estaba muy asustada. La lluvia arreciaba y un relámpago iluminó
la pequeña botella vacía en el cuello de Jamir. El aceite no surtía efecto. Le
metí los dedos índice y anular en la boca para que vomitara. Sus ojos buscaban
a Lis y luego se abrían abisales ante mi rostro como para que yo pudiera entrar
a ese vacío. Alguien había pedido un taxi. Cuando llegamos a las primeras luces
de la cuidad, el chofer aumentó la velocidad y hacía sonar el pito para poder
saltarse los cruces donde debía marcar parada. A esa hora, bajo tanta agua, con
Jamir entre mis brazos, ese pito se me clavaba como un puñal. No tuve voz para
decirle al chofer que ya podíamos ir sin prisa.
Medellín, 1997
Relato tomado de Cruces de mar abierto 2000
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