LA YEGUA
Levanté la
cabeza y vi los belfos oscuros, gruesos pero lisos, con algunos surcos tan
sutiles que no se sentirían al roce de los dedos. Unas ranuras leves que
parecían accidentes de la madera violeta después de haber sido pulidos y
barnizados. De haberlos besado en ese instante hubiera necesitado cuatro o
cinco veces el tamaño de mis labios para abarcarlos. Eran unos belfos de
caballo sensual. Luego vi sus ojos de bestezuela triste: oblicuos, negros,
enmarcados en un óvalo cetrino. Pestañas inusualmente grandes y curvas. Desde
mi posición los veía (otra vez los belfos) a punto de abrirse y mostrar unos
dientes monumentales, capaces de degollarme de una sola dentellada; pero no
tuve miedo. Sus ojos me observaron con prevención o con rabia. Los miré
insistente y noté que poco a poco cambiaba su expresión. Fue entonces cuando
descubrí la luz taciturna de jumento triste. Todos los caballos tienen esos
ojos comprensivos, desamparados e impotentes. De tener dedos en vez de pezuñas,
serían los seres más blandos, no les alcanzaría el tiempo para abrazar.
Su torso era un
poco abultado, no parecía tener senos sino dos cordilleras de fina fibra. La
piel brillante: un tapete oscuro y limpio, indemne de una manera inusitada en
estos seres. En su grupa cabalgaría feliz el animal más desesperanzado del
mundo. No es común estar confiado al lado de una criatura de esta magnitud. No
me intimidaba aunque sería capaz de matar a un elefante de una coz. Estas obras
estatuarias de la naturaleza suelen ser frágiles y pastosas.
Haberla mirado
tres o cuatro veces mientras ella escogía el asiento, mientras estaba ahí de
pies en el pasillo viendo hacia atrás, hacia adelante, por la ventanilla en
busca de alguien para despedirse o para cerciorarse de que habían guardado su
equipaje, había sido cosa de un minuto. Haberla visto fue un choque de placas
tectónicas y fue desear con toda la contracción de los huevos que se sentara a
mi lado y se sentó. Esos instantes en los que uno se convence de que es mago,
un poco dios; entonces piensa que la vida le está pagando una vieja deuda.
Sentados yo me
veía un tanto más alto, pero sus pospiernas eran al menos tres veces más
gruesas que las mías que habían sido de futbolista de potente pegada y sus
grupas se expandían duras y formidables en el cojín. Le pregunté alguna
estupidez y me la contestó con un sí, después con un no de cabreo. Vi sus
dientes entre una carne rojiza y autosuficiente que en un momento dado habría
podido sacar unos tentáculos y atraparme como a una larva y engullirme en una
lasciva y placentera deglución y eran proporcionales a sus belfos. Su aliento
de melaza y hierba espumarajada. De haber conocido su fortaleza hubiera sido
capaz de generar una carnicería entre los pacifistas más acérrimos. Como es
normal en estos viajes, en Santa Rosa le presté mi chaqueta, supe que iba para
Arboletes porque ya estaba sentada en el hoyo soplador. Por Yarumal dormía
sobre mi hombro y había empapado mi camisa con su babaza équida. En Puerto
Valdivia le solté mi animal tozudo y después de una frágil resistencia lo
emplazó en sus belfos morados y al cabo de unos segundos más naufragaba entre
el espumarajo. Hundí mi diestra entre sus humedales y el autobús se llenó de un
olor que hacía pegar las camisas de los pasajeros a sus pieles y les trenzaba
los vellos de las manos. Las pocas mujeres que iban en el automotor se
retorcían en sus asientos como si estuvieran sentadas en géiser de lava. En
Planeta Rica estábamos agotados. Habíamos movido más dedos que un concierto de
piano a cuatro manos. Empezaba a despuntar el sol marino de diciembre,
anaranjado, musical y esplendoroso; pero todavía se sentía el frío caliginoso
de la sabana.
De nuevo se
había dormido y su belfo se desprendió como el de una yegua agonizante. Ahora
no se veía tan brillante ni tan portentosa y su olor de espuma antigua atraía
algunos ojos aspados de artrópodos. El sol sobre su cara la despertó, entonces
le dije que se quedara conmigo en Montería. Sólo movió la cabeza. Fuimos a una
residencia de la calle 37 que a esa hora olía a huevos revueltos en mantequilla
con tomate y cebolla, a café con leche y a jabón de baño; era un olor grueso,
ululante entre aguas de colonia para después de la afeitada. Nos dieron una
habitación con vista a un enorme patio interior donde unos pequeños descamisados
y pipones correteaban tras un balón de caucho. Se metió a la ducha. Yo me tiré
en la cama, desnudo y bocarriba bajo el ventilador. Estuve viendo sus
descomunales nalgas limpias de cicatrices. Era un bello ejemplar. Cuando me
miraba a través del agua tibia, sus ojos de matalón lúgubre alumbraban como un
tren de la infancia. Iba a sentarla sobre mí aunque en ello se me fuera el
costillar. Aunque mi rostro quedara como después de ocho asaltos de una pelea
mal casada. Me ardían los ojos. La voz escondida.
Serían las doce
del día cuando desperté; aturdido por la
somnolencia y el calor la busqué instintivamente en el baño. No estaba. Me di
un chapuzón de un minuto como si de repente hubiera recordado un matrimonio: el
mío. Y no era para menos: durante el viaje se me había pasado por la mente que
me quedaría el resto de la vida con ella. Siempre había deseado una criatura de
ese tamaño, de esa envergadura y ahora interpretaba otras ansiedades que no
tenían explicación en su momento y de súbito se me aclaraban: debía oler a esa
brutalidad, hacerse líquido de ese modo y gruñir como una bestia. Recordé que
los pocos pasajeros del expreso miraron entre confundidos, avergonzados y
excitados para la banca de atrás y no vieron más que un bulto encabritado en el
sitio del ronroneo. Salvo la estupidez monosilábica con la que había contestado
a la necedad que le pregunté, no pronunció palabra; sólo sí, no, y esos bramiditos
de animal salvaje y mudo: tal como me lo imaginaba en el paraíso.
Me vestí a toda
prisa y salí. El sol del mediodía me puso su mano al rojo vivo y concluyente en
la cara. De modo que esto era el desierto, el abandono, la soledad. El
pavimento derretía las suelas de mis zapatos. A la derecha el río, a la
izquierda la Circunvalar,
a mis espaldas el norte, la calle Cuarenta y sus parrandeaderos donde en un
tiempo bebimos ron y bailamos con la música de Jorge Oñate. Al frente el
puente: cruzarlo, pasar sobre el río y sus locos empelotos, enmariguanados,
enmariconados. Pasar de largo el barrio La Granja y levantar la polvareda del camino
canicular; coger la ruta a Santa Lucía, Los Córdobas y Puerto Rey; llegar a
Arboletes y preguntar... ¿preguntar? ¿Señas particulares? Tiene los ojos
tristes de un corcel tierno, no grita, no habla, brama un poquitín durante los
orgasmos, se muerde una mano, moja la planicie, riega la sabana, hace crecer el
pasto de los hatos ganaderos y a los mangos de azúcar los convierte en
golondrinas. Sí, así es, ¿no la han visto? Tiene los belfos de un hermoso
azabache, la grupa negra y pura y algo del color de las entrañas que jala con
violencia hacia lo más profundo de los infiernos... ¿no la han visto? Huele a
la espuma de masticar hierba y beber melaza, al azufre de los volcanes
carnívoros y al humo de los trenes oxidados que regresan de la melancolía. ¿No
la han visto?
No la habían
visto. Me senté durante varias noches a esperar en esquinas y bares, en
poblados cercanos y en playas y una mañana ya sin voz de tanto preguntar y sin
olfato de tanto decir a qué olía y sin recuerdos de tanto recordarla, empecé a
caminar de regreso. Entonces fue cuando comprendí que no puede haber regreso
para quien no se ha ido del todo.
No la habían
visto ellos, los que la conocían y la esperaba yo que nunca la había tenido;
esperaba a alguien que no se marchó porque nunca estuvo a mi lado. Ojalá
hubiera podido quedarme despierto mientras se bañaba la piel de petróleo y
dejarme destripar de sus huesos subsaharianos, pero no éramos de la misma laya.
Igual ella hubiera podido acabar con mi paupérrimo líquido seminal después de
la ducha y marcharse por donde no había venido porque en aquélla dirección sólo
lo haría yo solo.
¿Por dónde
partiría? ¿Cuándo? No sé por qué se me ocurrió que podríamos ir juntos por la
calle. Ella no tenía nada qué decirme y quizá nunca se hubiera tomado la
molestia de pasarme una de sus cañas delanteras por el hombro, así como tampoco
se hubiera inmutado si yo me desplazara por las calles o por los campos
balanceándome en sus ijares, agarrado de sus crines o golpeando con mi sexo
inofensivo sus grupas maestras. ¿Qué hacer? Regresar al sinregreso. Una mujer
es un viaje feliz y breve, es un espejismo en el que ingresamos y del que la
salida es el paso a otro espejismo con cuerpo de bestia indomable, indiferente,
porque la mujer es la parte animal del hombre que no tiene conciencia de la
muerte.
Relato publicado en Odradek, el cuento Nº 5, Medellín, abril de 2005
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