viernes, 9 de junio de 2017

Turbo, el viejo puerto entre el miedo y la nostalgia



Por: César Herrera

En una mesa cercana al refrigerador, en la panadería Miel y Café de la Calle 33 de Medellín,  hay un gran pocillo que sirve de florero. Ahora le han puesto tres rosas amarillas como las que exigía en su mesa de trabajo García Márquez. El azúcar rompe la nata de la leche de mi café. Antes de llegar a la estación Exposiciones, en el metro, leí que Rulfo se desanimaba y se deprimía con frecuencia; se definía como «un pobre diablo». Creo que no debió dejar de escribir. Un escritor se sostiene por la idea de que tendrá algo qué decir y por la esperanza de que  alguien lo leerá. Un escritor pertenece a la expectativa, a la ilusión.
Leo la palabra Castilla en el empaque de azúcar. Esto me lleva a Turbo, a un hotel con aquel nombre legendario.
Conocí a mi padre cuando yo tenía cinco años. Era medianoche. Él se arrodilló sobre el piso, puso sus manos a lado y lado de mi cuerpo, apoyadas en el colchón que mi madre sacaba de la única cama donde dormía ella con tres niñas atravesadas. Mi padre flexionó los brazos, descendió y me besó. Era un hombre joven y tenía una barba espesa de apóstol. Su piel estaba tostada por el aire de salitre del Caribe. Venía de Turbo. Había estado en la cárcel. Toda la vida deseé, desde entonces, conocer Turbo, ese puerto polvoriento que mi padre me mostró por un pequeño telescopio de diapositivas de pasta azul en cuyo interior se veía a un hombre de zapatos astrosos, recostado contra un viejo campero ruso.
Fui aplazando el viaje: por falta de tiempo, por falta de plata, por falta de compañía; aquel pueblo en el Golfo de Urabá, se fue diluyendo en mi memoria hasta el punto de que solo quedó como un nombre en una región a la que durante mucho tiempo no se podía ir a causa de la violencia y de los espantos que hacían desbarrancar los carros en el sector de La Llorona.
Ahora que los años han borrado el dolor inexplicable de mi niñez, el nudo en el pecho de mi adolescencia y que me dejan caminar por el mundo sin esa idea de que estoy consumiendo algo que no merezco, he visitado, por fin, Turbo. En un morral de estudiante empaqué algo de ropa, invité a mi hijo de catorce años y lo llevé para que conociera la carretera al mar. No podíamos esperar a que construyeran los puentes y los túneles que dejarán El Golfo a solo cuatro horas de Medellín porque se perdería la magia espeluznante de los cuentos de mi padre. Yo «recordaba» una carretera destapada, oscura, cerrada, marcada por la tragedia y la muerte; abismos a donde caían los camiones y no «salían ni en la prensa» y solo aparecían las almas en las noches sin luna en las curvas por donde se  habían rodado.
El viaje duró siete horas en una camioneta Renault de Sotraurabá que por momentos alcanzó los ciento treinta kilómetros. En el tiempo de mi padre eran más de doce horas, cuando la trocha no estaba obstruida por los derrumbes o por los accidentes. En los años de los secuestros y las masacres la cerraban por algunos días mientras el ejército retomaba el control.
Hoy en día Turbo es el municipio más grande de Antioquia y la carretera es una autopista moderna que no infunde ningún temor, aunque, para corroborar el peligro de La Llorona, alto entre Dabeiba y Mutatá, el sábado 8 de octubre un camión del ejército cayó por un abismo de 300 metros hasta el río; era cerca de la medianoche.  El martes 11, día en que nos encontrábamos en Turbo, no habían podido ubicar el cuerpo del soldado José Lázaro Hidalgo que iba conduciendo y todavía no hallaban la manera de sacar el camión.
La tarde en que llegamos decidimos ir al mar. Mi primer deseo fue conocer el muelle de embarque. De modo que almorzamos y caminamos por una calle cercana al hotel Castilla de Oro. Pregunté por la ruta hacia el mar y una mujer, vendedora en un almacén de variedades, nos señaló hacia el oriente y nos aclaró que era mejor ir en taxi porque estaba lejos. Yo le dije que había visto en el mapa que el muelle quedaba cerca, a tres o cuatro cuadras del Hotel. Entonces supo a qué me refería y me advirtió que el sitio era muy peligroso, que hasta allí no podíamos llegar a pie porque nos atracarían; que en ese sector no respetaban ni a la gente local. Entonces decidimos dirigirnos, por el momento, a la playa. El sol estaba licuado. Empezamos a caminar por La 14. Más adelante le pregunté a otra persona y me dijo que era mejor que fuera en taxi, que estaba lejos y era peligroso. Traté de tranquilizar a mi hijo diciéndole que la única manera de conocer una ciudad es caminando, padeciendo su temperatura, oliendo sus engranajes. Él estaba calado en sudor. Nos devolvimos una cuadra y abordé a una señora. Me señaló la dirección hacia el mar. La perseguí por dos o tres cuadras mientras conversábamos. Cuando volteamos a la derecha supe que era mejor continuar con ella. Habíamos entrado en un callejón. Un sudor frío me subió al cogote. A menos de treinta metros había un revuelo de motos, de hombres bebiendo y consumiendo drogas. Me acerqué más a la señora, pero justo antes de entrar en el territorio de la pandilla, ella se despidió porque allí se desviaría. Nos dijo que siguiéramos derecho hasta donde acababa la calle y volteáramos a la izquierda; entonces veríamos el mar. Supe que estábamos en una ratonera, pero decidí continuar, aparentando tranquilidad para no asustar a mi hijo. Llamaríamos más la atención si nos devolvíamos. Pasamos en medio del combo, sin espabilar, viendo de reojo. Observé que había un bar con unos ropajes negros que impedían la intrusión de los fisgones. La música champeta era estridente, se sentían los rugidos de las motos que se movían en círculos y en el aire había humo e intrepidez. Cuando salimos del ojo de ese torbellino tenía la certeza de que en cualquier momento nos llegarían algunos motorizados y nos abordarían; más tarde me convencí de que mi hijo y yo fuimos invisibles en esa travesía.

Playa en temporada baja

Luego enrumbamos por una calle desecha, llena de basuras y de lodo. A medida que nos fuimos acercando al mar descubrimos que todas las calles eran andurriales y que las casitas eran sombrías y destartaladas. La playa estaba sucia de residuos de palmeras abatidas por las tormentas,  troncos de árboles pequeños y vasos desechables. Era lunes y empezaba a oscurecer. Por primera vez me sentí  arrepentido de haber llevado a mi hijo a ese lugar. Me angustió la idea de quedarnos varados allí; pero ocurrió un milagro amarillo, apareció un taxi que en menos de cinco minutos nos puso en el hotel.
Al día siguiente, después del desayuno, nos dirigimos al muelle el Waffe que era el sitio por el que yo había decidido ir a aquella ciudad. Es un muelle de embarque y desembarque de pequeñas naves de pasajeros y de mercancías que llegan desde Panamá y de bártulos destartalados que llevan los campesinos para sus chozas ribereñas o para los palafitos selva adentro. Desde este muelle se comunica todo el Golfo de Urabá. Allí confluye el mercado de los pueblos cercanos de Antioquia y del Chocó. Cuando Turbo no contaba con comunicación para el interior del país y solo había manera de viajar por mar hasta Cartagena, se construyó a músculo negro este muelle que se mete hasta el centro de la ciudad. Es un lugar hermoso, pintoresco, lleno de naves medianas carcomidas por el tiempo, cargadas de ilusiones que van para los recodos más abandonados de nuestro país. Sin embargo, la desidia gubernamental ha convertido el riachuelo que desemboca en el Waffe en una cloaca y en un vertedero de basura sempiterna.

Riachuelo que vierte aguas negras en el Waffe

Caminamos unas cinco cuadras con dirección al Golfo. Me detuve a tomar unas fotografías. No sé por dónde apareció un muchacho que se me acercó misteriosamente y me dijo entre dientes;  «Ey, váyase que por aquí roban». Otra vez se me secó el guargüero. Empecé a caminar con mi hijo por la mitad de la calle, imaginando que los hombres que aparecían en las esquinas venían por la cámara, por la plata, por los tenis. Le dije a Jorge Luis que estuviera tranquilo, que si nos asaltaban entregáramos todo. Logramos llegar al parque del Barco: tomé otras fotografías y regresamos caminando al hotel.

Basuras en el Waffe

Almorzamos y convencí al muchacho de que volviéramos a la playa. Pedimos un taxi. La playa estaba muy sola, pero el mar se veía sabroso. No hacía mucho sol. Una hora después decidimos regresar. El viejo se metió por la calle por donde habíamos caminado la tarde anterior; dijo que ese barrio se llamaba Las Flores, que por ahí no se podía ir a pie. Jorge Luis y yo nos miramos; me pareció verle un reproche: «En estos barrios hay unas pandillas de macheteros… No se puede caminar por algunos sectores…». Iba contando el taxista. Le pregunté si para la playa no había una salida más directa desde el centro y me contestó que por el muelle El Waffe habían construido un puente peatonal muy bonito y muy largo, con fines turísticos, pero que los macheteros se habían apoderado de esa zona y no dejaban pasar a nadie. Le pregunté qué hacía la policía y me dijo que cuando iban los sacaban a las pedradas. «Esta ciudad se llenó de muchachos en los barrios que no quieren trabajar ni estudiar. El negro de por aquí se le mide a todo. Lo contrata un mafioso y se va, hace un trabajo y cuando vuelve se dedica a beber y hasta que no gasta la plata, no para». El viejo, con acento de bolerista, me miró por el espejo y disminuyó la velocidad como queriendo alargar la conversación. «Uno hizo un trabajo una vez y volvió con cien millones de pesos: compró un taxi y una moto y se dedicó a beber. A los días no tenía nada de eso»… «Esos negros beben whisky de 150 mil pesos y así no les rinde la plata. Se creen patrones, hablan duro»… «Esas pandillas ni son dañinas, no extorsionan, no matan, aunque se dan machete entre ellos y algunos hasta tienen armas de fuego… Defienden su zona. Cuando les mandan la policía los sacan a pedradas».

Un callejón al que no pueden llegar los turistas en el Waffe 

Esa tarde fuimos directo al hotel y al día siguiente, muy temprano, nos embarcamos para Medellín; «esas pandillas ni son dañinas», había dicho el taxista; pero leyendo dos periódicos de Urabá encontré los siguientes titulares: «Fin de semana violento en Carepa», entre el sábado y el lunes asesinaron a dos hombres; «En Chigorodó se tomarán medidas ante violencia juvenil», «Pandillas. Muerte de un adolescente y constantes enfrentamientos tienen preocupadas a las autoridades»; «Asesinaron al taxista más veterano de Apartadó»; «Le quitaron la vida a turbeño de 16 años».

Vale la pena recuperar la seguridad del sector por su atractivo turístico

Turbo es una ciudad grande dentro de un municipio inmenso. Está llena de riqueza hídrica y agropecuaria; cuenta con importantes sitios turísticos como el Parque Nacional los Katíos y Las bocas del Atrato, Simona del Mar y las Playas de la Martina. Yo solo quería ir al centro de la ciudad en que vivía mi padre antes de conocerlo; pero me encontré con una realidad a la que las autoridades le tienen que poner atención. Pronto tendremos en Turbo, Puerto Antioquia, el puerto marítimo más importante del país por su cercanía con el Canal de Panamá. En tres o cuatro años Turbo estará ubicado a 4 horas de Medellín y a 9 horas de Bogotá cuando terminen las autopistas de cuarta generación. Es el momento de ir pensando en la infraestructura turística de la ciudad; pero, lo más importante, es pensar en todos esos jóvenes que serán los encargados de recibir a los visitantes. Espero que no los reciban a machete ni en medio de la incertidumbre y la zozobra que nos tocó a nosotros.

Al fondo el muelle el Waffe en el centro de Turbo

Ahora pienso que el Turbo que le tocó a mi padre fue un lugar humilde, sin pretensiones de ciudad, con un mar de pueblo y con muchachitos que pateaban balones por las calles sin pavimentar, jóvenes que tampoco iban a la escuela, pero que hacían labores de campo o descargaban barcazas de colores que bajaban por el río Atrato cargadas de maderas y de bananos, de hombres y mujeres que venían de la selvas chocoanas a las fiestas de chirimías.

El Golfo de Urabá, belleza ignorada por el turismo antioqueño











A pesar del abandono las playas de Turbo son encantadoras
Fotografías de César Herrera
Turbo 10-12 de oct. 2016

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