Por: César Herrera
En una mesa cercana al refrigerador, en la
panadería Miel y Café de la Calle 33 de Medellín, hay un gran pocillo que sirve de florero.
Ahora le han puesto tres rosas amarillas como las que exigía en su mesa de
trabajo García Márquez. El azúcar rompe la nata de la leche de mi café. Antes
de llegar a la estación Exposiciones, en el metro, leí que Rulfo se desanimaba
y se deprimía con frecuencia; se definía como «un pobre diablo». Creo que no
debió dejar de escribir. Un escritor se sostiene por la idea de que tendrá algo
qué decir y por la esperanza de que alguien lo leerá. Un escritor pertenece a la
expectativa, a la ilusión.
Leo la palabra Castilla en el empaque de
azúcar. Esto me lleva a Turbo, a un hotel con aquel nombre legendario.
Conocí a mi padre cuando yo tenía cinco años.
Era medianoche. Él se arrodilló sobre el piso, puso sus manos a lado y lado de
mi cuerpo, apoyadas en el colchón que mi madre sacaba de la única cama donde dormía
ella con tres niñas atravesadas. Mi padre flexionó los brazos, descendió y me
besó. Era un hombre joven y tenía una barba espesa de apóstol. Su piel estaba
tostada por el aire de salitre del Caribe. Venía de Turbo. Había estado en la
cárcel. Toda la vida deseé, desde entonces, conocer Turbo, ese puerto
polvoriento que mi padre me mostró por un pequeño telescopio de diapositivas de
pasta azul en cuyo interior se veía a un hombre de zapatos astrosos, recostado
contra un viejo campero ruso.
Fui aplazando el viaje: por falta de tiempo,
por falta de plata, por falta de compañía; aquel pueblo en el Golfo de Urabá,
se fue diluyendo en mi memoria hasta el punto de que solo quedó como un nombre
en una región a la que durante mucho tiempo no se podía ir a causa de la
violencia y de los espantos que hacían desbarrancar los carros en el sector de
La Llorona.
Ahora que los años han borrado el dolor inexplicable
de mi niñez, el nudo en el pecho de mi adolescencia y que me dejan caminar por
el mundo sin esa idea de que estoy consumiendo algo que no merezco, he
visitado, por fin, Turbo. En un morral de estudiante empaqué algo de ropa, invité
a mi hijo de catorce años y lo llevé para que conociera la carretera al mar. No
podíamos esperar a que construyeran los puentes y los túneles que dejarán El
Golfo a solo cuatro horas de Medellín porque se perdería la magia espeluznante
de los cuentos de mi padre. Yo «recordaba» una carretera destapada, oscura,
cerrada, marcada por la tragedia y la muerte; abismos a donde caían los
camiones y no «salían ni en la prensa» y solo aparecían las almas en las noches
sin luna en las curvas por donde se habían
rodado.
El viaje duró siete horas en una camioneta
Renault de Sotraurabá que por momentos alcanzó los ciento treinta kilómetros.
En el tiempo de mi padre eran más de doce horas, cuando la trocha no estaba
obstruida por los derrumbes o por los accidentes. En los años de los secuestros
y las masacres la cerraban por algunos días mientras el ejército retomaba el
control.
Hoy en día Turbo es el municipio más grande
de Antioquia y la carretera es una autopista moderna que no infunde ningún
temor, aunque, para corroborar el peligro de La Llorona, alto entre Dabeiba y
Mutatá, el sábado 8 de octubre un camión del ejército cayó por un abismo de 300
metros hasta el río; era cerca de la medianoche. El martes 11, día en que nos encontrábamos en
Turbo, no habían podido ubicar el cuerpo del soldado José Lázaro Hidalgo que
iba conduciendo y todavía no hallaban la manera de sacar el camión.
La tarde en que llegamos decidimos ir al mar.
Mi primer deseo fue conocer el muelle de embarque. De modo que almorzamos y
caminamos por una calle cercana al hotel Castilla de Oro. Pregunté por la ruta
hacia el mar y una mujer, vendedora en un almacén de variedades, nos señaló
hacia el oriente y nos aclaró que era mejor ir en taxi porque estaba lejos. Yo
le dije que había visto en el mapa que el muelle quedaba cerca, a tres o cuatro
cuadras del Hotel. Entonces supo a qué me refería y me advirtió que el sitio
era muy peligroso, que hasta allí no podíamos llegar a pie porque nos atracarían;
que en ese sector no respetaban ni a la gente local. Entonces decidimos dirigirnos,
por el momento, a la playa. El sol estaba licuado. Empezamos a caminar por La
14. Más adelante le pregunté a otra persona y me dijo que era mejor que fuera
en taxi, que estaba lejos y era peligroso. Traté de tranquilizar a mi hijo
diciéndole que la única manera de conocer una ciudad es caminando, padeciendo
su temperatura, oliendo sus engranajes. Él estaba calado en sudor. Nos
devolvimos una cuadra y abordé a una señora. Me señaló la dirección hacia el
mar. La perseguí por dos o tres cuadras mientras conversábamos. Cuando
volteamos a la derecha supe que era mejor continuar con ella. Habíamos entrado
en un callejón. Un sudor frío me subió al cogote. A menos de treinta metros
había un revuelo de motos, de hombres bebiendo y consumiendo drogas. Me acerqué
más a la señora, pero justo antes de entrar en el territorio de la pandilla,
ella se despidió porque allí se desviaría. Nos dijo que siguiéramos derecho
hasta donde acababa la calle y volteáramos a la izquierda; entonces veríamos el
mar. Supe que estábamos en una ratonera, pero decidí continuar, aparentando
tranquilidad para no asustar a mi hijo. Llamaríamos más la atención si nos
devolvíamos. Pasamos en medio del combo, sin espabilar, viendo de reojo.
Observé que había un bar con unos ropajes negros que impedían la intrusión de
los fisgones. La música champeta era estridente, se sentían los rugidos de las
motos que se movían en círculos y en el aire había humo e intrepidez. Cuando
salimos del ojo de ese torbellino tenía la certeza de que en cualquier momento
nos llegarían algunos motorizados y nos abordarían; más tarde me convencí de
que mi hijo y yo fuimos invisibles en esa travesía.
Playa en temporada baja
Luego enrumbamos por una calle desecha, llena
de basuras y de lodo. A medida que nos fuimos acercando al mar descubrimos que
todas las calles eran andurriales y que las casitas eran sombrías y
destartaladas. La playa estaba sucia de residuos de palmeras abatidas por las
tormentas, troncos de árboles pequeños y
vasos desechables. Era lunes y empezaba a oscurecer. Por primera vez me
sentí arrepentido de haber llevado a mi
hijo a ese lugar. Me angustió la idea de quedarnos varados allí; pero ocurrió
un milagro amarillo, apareció un taxi que en menos de cinco minutos nos puso en
el hotel.
Al día siguiente, después del desayuno, nos
dirigimos al muelle el Waffe que era el sitio por el que yo había decidido ir a
aquella ciudad. Es un muelle de embarque y desembarque de pequeñas naves de
pasajeros y de mercancías que llegan desde Panamá y de bártulos destartalados
que llevan los campesinos para sus chozas ribereñas o para los palafitos selva
adentro. Desde este muelle se comunica todo el Golfo de Urabá. Allí confluye el
mercado de los pueblos cercanos de Antioquia y del Chocó. Cuando Turbo no
contaba con comunicación para el interior del país y solo había manera de
viajar por mar hasta Cartagena, se construyó a músculo negro este muelle que se
mete hasta el centro de la ciudad. Es un lugar hermoso, pintoresco, lleno de
naves medianas carcomidas por el tiempo, cargadas de ilusiones que van para los
recodos más abandonados de nuestro país. Sin embargo, la desidia gubernamental ha
convertido el riachuelo que desemboca en el Waffe en una cloaca y en un
vertedero de basura sempiterna.
Riachuelo que vierte aguas negras en el Waffe
Caminamos unas cinco cuadras con dirección al
Golfo. Me detuve a tomar unas fotografías. No sé por dónde apareció un muchacho
que se me acercó misteriosamente y me dijo entre dientes; «Ey, váyase que por aquí roban». Otra vez se
me secó el guargüero. Empecé a caminar con mi hijo por la mitad de la calle,
imaginando que los hombres que aparecían en las esquinas venían por la cámara,
por la plata, por los tenis. Le dije a Jorge Luis que estuviera tranquilo, que
si nos asaltaban entregáramos todo. Logramos llegar al parque del Barco: tomé
otras fotografías y regresamos caminando al hotel.
Basuras en el Waffe
Almorzamos y convencí al muchacho de que
volviéramos a la playa. Pedimos un taxi. La playa estaba muy sola, pero el mar se
veía sabroso. No hacía mucho sol. Una hora después decidimos regresar. El viejo
se metió por la calle por donde habíamos caminado la tarde anterior; dijo que
ese barrio se llamaba Las Flores, que por ahí no se podía ir a pie. Jorge Luis
y yo nos miramos; me pareció verle un reproche: «En estos barrios hay unas
pandillas de macheteros… No se puede caminar por algunos sectores…». Iba
contando el taxista. Le pregunté si para la playa no había una salida más
directa desde el centro y me contestó que por el muelle El Waffe habían
construido un puente peatonal muy bonito y muy largo, con fines turísticos,
pero que los macheteros se habían apoderado de esa zona y no dejaban pasar a
nadie. Le pregunté qué hacía la policía y me dijo que cuando iban los sacaban a
las pedradas. «Esta ciudad se llenó de muchachos en los barrios que no quieren
trabajar ni estudiar. El negro de por aquí se le mide a todo. Lo contrata un
mafioso y se va, hace un trabajo y cuando vuelve se dedica a beber y hasta que
no gasta la plata, no para». El viejo, con acento de bolerista, me miró por el
espejo y disminuyó la velocidad como queriendo alargar la conversación. «Uno
hizo un trabajo una vez y volvió con cien millones de pesos: compró un taxi y
una moto y se dedicó a beber. A los días no tenía nada de eso»… «Esos negros
beben whisky de 150 mil pesos y así no les rinde la plata. Se creen patrones,
hablan duro»… «Esas pandillas ni son dañinas, no extorsionan, no matan, aunque
se dan machete entre ellos y algunos hasta tienen armas de fuego… Defienden su
zona. Cuando les mandan la policía los sacan a pedradas».
Un callejón al que no pueden llegar los turistas en el Waffe
Esa tarde fuimos directo al hotel y al día
siguiente, muy temprano, nos embarcamos para Medellín; «esas pandillas ni son
dañinas», había dicho el taxista; pero leyendo dos periódicos de Urabá encontré
los siguientes titulares: «Fin de semana violento en Carepa», entre el sábado y
el lunes asesinaron a dos hombres; «En Chigorodó se tomarán medidas ante
violencia juvenil», «Pandillas. Muerte de un adolescente y constantes
enfrentamientos tienen preocupadas a las autoridades»; «Asesinaron al taxista
más veterano de Apartadó»; «Le quitaron la vida a turbeño de 16 años».
Vale la pena recuperar la seguridad del sector por su atractivo turístico
Turbo es una ciudad grande dentro de un
municipio inmenso. Está llena de riqueza hídrica y agropecuaria; cuenta con
importantes sitios turísticos como el Parque Nacional los Katíos y Las bocas
del Atrato, Simona del Mar y las Playas de la Martina. Yo solo quería ir al centro
de la ciudad en que vivía mi padre antes de conocerlo; pero me encontré con una
realidad a la que las autoridades le tienen que poner atención. Pronto
tendremos en Turbo, Puerto Antioquia, el puerto marítimo más importante del
país por su cercanía con el Canal de Panamá. En tres o cuatro años Turbo estará
ubicado a 4 horas de Medellín y a 9 horas de Bogotá cuando terminen las
autopistas de cuarta generación. Es el momento de ir pensando en la
infraestructura turística de la ciudad; pero, lo más importante, es pensar en
todos esos jóvenes que serán los encargados de recibir a los visitantes. Espero
que no los reciban a machete ni en medio de la incertidumbre y la zozobra que
nos tocó a nosotros.
Al fondo el muelle el Waffe en el centro de Turbo
Ahora pienso que el Turbo que le tocó a mi
padre fue un lugar humilde, sin pretensiones de ciudad, con un mar de pueblo y
con muchachitos que pateaban balones por las calles sin pavimentar, jóvenes que
tampoco iban a la escuela, pero que hacían labores de campo o descargaban
barcazas de colores que bajaban por el río Atrato cargadas de maderas y de
bananos, de hombres y mujeres que venían de la selvas chocoanas a las fiestas
de chirimías.
El Golfo de Urabá, belleza ignorada por el turismo antioqueño
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