Muerte de J.J.John
Capítulo tomado de la novela Isolina (EAFIT, 2003)
16
El
juez no le prestó atención a la manera displicente como se alejó Isolina,
invitó a Sigifredo a tomarse un café y mientras lo sorbían, hablando mal de los
poetas de la ciudad, el juez hizo una llamada. El fin de semana siguiente,
J.J.John se reunió con sus amigos en el atrio de la iglesia del barrio Ferrini
Kennedy. Era viernes y los muchachos tenían una gruesa cantidad de dinero. Así
que toda la tarde estuvieron tomando cerveza fría y escuchando música en una
radio grabadora amarilla que uno de los jóvenes, al que le decían Kalimán,
cargaba en el hombro cuando se movilizaban por las empinadas calles. Al
anochecer se separaron: todos fueron a sus respectivas casas. J.J.John había
pedido prestados algunos billetes. Se bañó, comió algo, le dio dinero a Isolina
y volvió a reunirse con los jóvenes. A las ocho de la noche, los seis abordaron
las tres motos y se dirigieron a San Diego. Se estacionaron enfrente de un club
triangular que servía de bifurcación para dos calles que iban a morir en la
Treinta, la calle donde estuvo durante mucho tiempo el monumento al primer tren
que llegó a la ciudad y que, para conocerlo, el abuelo Seferino había realizado
un viaje de tres días a pie. A la entrada del club les solicitaron una requisa,
pero Kalimán sacó algunos billetes y los seis jóvenes subieron las estrechas
escaleras, se ubicaron en una mesa cercana a la pasarela. Pidieron aguardiente
y brindaron. A cada trago brindaban por algo. Brindaban sin decir por qué. Un
hombre, encerrado en una cabina desde la que ponía la música, anunciaba por el
elevador de sonido a Karem: “La despampanante rubia que hace mear de placer a
los murciélagos”. Después de cada canción la anunciaba: “La mujer que hace
caminar a los tullidos detrás del imán de sus extraordinarias tetas”. De
repente, los muchachos empezaron a gritar que la soltaran para que les
hiciera parar aquellos tulliditos. En la mesa más cercana por el lado
izquierdo, estaban sentados tres hombres silenciosos que bebían cerveza.
Estaban vestidos con ropa limpia, pero en los aleros de las uñas tenían
residuos de grasa seca. Eran hombres que trabajaban en los talleres de mecánica
de la BMW y de la VW. Las otras mesas se irían ocupando lentamente y no había
amainado en su totalidad la rechifla de los muchachos cuando ingresaron al
salón cuatro hombres y una mujer. Eran los escritores antioqueños Alejandro
García Gómez, Everardo Rendón y el juez promiscuo Andrés Nanclares que de noche
dejaba de serlo para convertirse en escritor. Venían acompañados del poeta y
pintor cubano José Pérez Olivares que nunca en su vida había tenido la
oportunidad de entrar a un club de strip tease. Alejandro García, el
hospitalario, puso al servicio su viejo Suzuki que se había ganado en una rifa
escolar, para llevarlos a cumplir el sueño del poeta cubano. La mujer era la
poetisa chilena Alexa Ibarra.
Karem
salió detrás de una cortina. Los muchachos empezaron a aplaudir. La música era
lenta y la muchacha tenía unos labios carnosos y una mirada entre infantil
asustada y sensual desafiante. Sus movimientos eran pesados y exagerados pero
con seguridad harían parar a un tullido. Se acariciaba los pechos con un
automatismo de mala actriz. Se acercó a un tubo cromado en una esquina de la
pasarela y lo abrazó con sus piernas contundentes. Después se descolgó por el
tubo. Kalimán hizo con la boca el sonido de una plancha de asar carne a la que
le arrojan agua. Los seis amigos no dejaban de bromear. El juez promiscuo, que
de noche era el poeta promiscuo, pasaba su mirada bonachona por encima de las
gafas y paneaba de la mujer a los jóvenes y por un momento se detuvo a mirar a
J.J.John. Andrés Nanclares, ante los ojos del muchacho, sintió una falta de
energía, una especie de falta de ánima. No supo explicárselo, pero se lo
atribuyó a su cara de niño jugando a ser grande. Terminó la canción y Karem fue
hasta un extremo de la pasarela. Un instante antes de que sonara nuevamente la
música, Karem empezó a agitar su cuerpo con un movimiento de caderas capaz de
crear olas de tres metros. Se quitó de un zarpazo la blusa y dejó que la
faldilla transparente cayera por su propio peso. Tenía puesto un micrófono de
diadema y hacía el ademán de cantar en inglés. Sus labios eran de un rojo
desgarrador y el oleaje de la canción llevaba una de sus manos a la boca y le
untaba brillo a sus labios con un lápiz retráctil cabeza de pene. Su lengua era
perturbadora. La mujer se terminó de desnudar con una cadencia de desmontar
todos los odios del mundo. El poeta José Pérez Olivares abría cada vez más la
boca. Everardo Rendón Colorado permanecía impávido, con la serenidad del hombre
que sabe que no puede darle un sobresalto más a su corazón. Los mecánicos
parecían clientes habituales que por alguna vieja discusión de propina o de
negocio directo, no le hacían mucha fiesta a la desnudez de Karem. J.J.John
tomó la decisión de llevársela al tercer piso una vez terminara su
intervención. Kalimán, que parecía haber perdido el entusiasmo, le hizo señas
con la cabeza a uno de los muchachos y le dijo al resto que ya volvían, que
tenían que hacer una vuelta. Su voz era gangosa y arrastrada. Kalimán dijo que
no se movieran del lugar, que tomaran lo que quisieran, que había que celebrar.
Era un muchacho de unos veinte años que había matado a su padre. Una tarde lo
esperó en un semáforo, cerca al Hospital Pablo Tobón. Sabía que el padre estaba
desempleado. Era un hombre de cuarenta años que se pasaba las tardes viajando
en los microbuses. Sus amigos lo llevaban en la banca del pato y el padre de
Kalimán cobraba a los pasajeros. De vez en cuando le entregaban un microbús
para que hiciera un reemplazo mientras el chofer titular descansaba. El hombre
era lo que en el gremio llaman un Caimán. Estaba oscureciendo. La buseta en la
que venía se detuvo en el semáforo. Kalimán salió de algún lado, se acercó a la
ventanilla del lado derecho y se quedó mirando a su padre a los ojos. La cara
de Kalimán estaba desarticulada por la impaciencia y por los estragos de la
droga. Cuando el padre lo vio, murmuró algo que el chofer no entendió porque
tal vez estaba hablando para él mismo. El muchacho se remojó los labios con la
lengua y le dijo: “Cuándo va a bajar a ver a la niña”. El padre pareció tomar
un nuevo aire y contestó con una voz conciliadora: “El sábado... el sábado
bajo”. Kalimán no parecía escucharlo, tenía la mirada perdida en un odio
antiguo, en una rabia sostenida, en una tristeza desesperanzada. “¿Sabe qué?...
Baje a ver a la niña”.
El
padre, apresurado por salir de la situación, le dijo:
—Mejor
dicho, mañana... mañana bajo... mañana hablamos.
Kalimán
se quedó mirándolo desde el fondo de sus cuencas, como si no hubiera oído nada.
El semáforo no había cambiado a verde. Entonces el joven empezó a alejarse de
la ventanilla pero se detuvo enfrente del microbús. Desde allí le hizo una
mueca al chofer, arrugando la boca y llevándose la mano derecha como un machete
hacia su nuca. Dio tres golpecitos con el filo de la mano en su cuello y señaló
con los labios en pico a su padre, como diciéndole al chofer: “El cucho es una
gonorrea, está paila”. Pero luego, a través del vidrio del microbús, le dijo a
su padre con los ojos extraviados: “Baje a ver la niña”. Dio media vuelta y
salió corriendo, cruzó la calle y se metió por un callejón. En otra ocasión se
volvieron a encontrar en un semáforo, pero esa vez, Kalimán, no iba a hablar
con su padre.
Karem
recogió con su zapatilla las prendas negras que había arrojado al piso. Primero
la superior y después la tanga y las colgó de una percha. En la densidad de la
penumbra de neón relumbraba su sexo al que le habían labrado un diminuto
corazón con los vellos púbicos; muy cerca, un tatuaje de un escorpión
custodiando con sus pinzas la entrada del labyrinthos. Caminó con pasos
diminutos por la pasarela como si sintiera temor de que se le fuera a caer el
diamante de rayar sensateces que aprisionaba entre los labios. De pronto se
detuvo enfrente de la poetisa chilena, Alexa Ibarra. Lentamente, empezó a abrir
los contundentes muslos como dos piezas mecánicas y a bajar las nalgas con un
balanceo de grúa de demoler edificios. Cuando sus nalgas estuvieron en la parte
más baja, cerca de la plataforma, pasó sus dos manos por la cara interna de los
muslos y al llegar al origen de todas las desgracias, abrió con dos dedos aquél
tenebroso espejo de Alicia. A la poetisa chilena, Alexa Ibarra se le hizo agua
la boca y un hilo espeso se le desbordó por la comisura; a José Pérez Olivares,
el pintor cubano, se le desprendió un diente y el poeta antioqueño Alejandro
García Gómez tuvo que correr al baño a dar un berrido de hombre pateado por una
mula; el poeta promiscuo, Andrés Nanclares, rompió los lentes entre sus manos;
Everardo Rendón Colorado, que nunca había sentido amor verdadero desde que
tenía ocho años y se había enamorado de la Señorita Gilma, soltó una lágrima y
un suspiro capaz de despertar al Mar Muerto ya que su corazón debía ser agua de
manantial.
En
algún lugar, no muy lejano de allí, un golpe sordo de policía ocupó el suelo de
la noche. Quince minutos más tarde, regresó Kalimán con su amigo, cancelaron la
cuenta y se fueron los seis. De allí salieron, rugiéndole con sus motos a la
autopista del sur. Tomaron la avenida de El Poblado, bajaron a la derecha por
la calle Diez y en Guayabal se metieron por un callejón. Entraron a un segundo
piso de balcón estrecho, a un costado de la fábrica de jabón Inextra. En la
parte de atrás de la casa ocuparon una mesa que pronto se llenó de mujeres. Un
poco más tarde, J.J.John se fue con una de ellas a la cama. Besó a Karem,
mordió los senos de Karem, echó un polvo de gallo entre las contundentes
piernas de Karem. Luego se quedó dormido durante cinco minutos. En una secuencia cinematográfica sintió un
viento frío. Era una noche muy oscura. J.J.John cogió a dos niños sin género,
los puso contra un paredón, cerca de un barranco y les disparó a la cabeza. Los
niños murieron sin desplomarse, sin rodar por el abismo. Luego cogió los
cuerpos y los introdujo en dos grandes maletas negras y se las llevó sin
arrastrarlas, sin que le causaran ningúna dificultad. La escena se repitió: dos
niños más y luego otros dos. Antes de despertar vio a un hombre que se le
acercaba. A pesar de que J.J.John corría a la máxima velocidad que le daban sus
piernas, el hombre que caminaba naturalmente se le aproximaba cada vez más.
J.J.John no podía alejar aquella mirada tranquila, bonachona, pero implacable.
Cada vez estaba más cerca y cuando estuvo demasiado cerca como para que el
muchacho le viera el rostro inflado, redondo y rojizo, le dijo:
—¿Es
necesario que estés de nuevo en las calles?
J.J.John
no recordaría el sueño, porque, en realidad, quien a esa hora estaba
soñando, era la tía Isolina que despertó
sobresaltada. El muchacho se levantó sin abrir los ojos para no dejar de ver a
Karem y salió a tientas del cuarto. La mujer se paró de la cama y se dirigió a
la palangana y orinó en ella. Luego se vistió y salió del cuarto pero no se
encaminó a la mesa de los seis muchachos. Estuvieron en la casa de Resfa hasta
las siete de la mañana.
Ese
mismo sábado, Sigifredo iba caminando por la avenida Primero de Mayo cuando vio
las motos estacionadas enfrente de una cafetería que servía de punto de
encuentro a los raponeros del sector del Museo de Antioquia y de las Empresas
Públicas. Vio a seis hombres bailando en el reducido espacio. Sus movimientos
eran pesados y sus miradas estaban perdidas, inyectadas de sangre. Sigifredo
vio los ojos desafiantes de Kalimán y bajó los suyos a la acera como quien
busca una moneda; después los jaló hacia la derecha como quien no quiere pisar
una corteza podrida y, finalmente, los levantó como quien tiene enfrente el
camino de la salvación; por eso no observó a los otros. Por eso no vio a
J.J.John. J.J.John reconoció a Sigifredo y sin dejar de bailar se le acercó a
Kalimán y le dijo: “Ese que va allá es primo mío, es un picado, pero le debo
una, ese fue el que me sacó de la cana”. Kalimán no lo vio entre los otros
transeúntes. No lo había visto en ningún momento. Toda la gente para él, en ese
estado, eran bultos de colores rielantes por el sol ardiente de la mañana. Aún
así dijo: “Seguro, parcero, ¿se la pagamos bien o le abonamos a los gusanos?”.
J.J.John soltó una risa gangosa, infantil y le dijo: “No sea torcido, parcero,
hay que darle las lucas”. Dos horas más tarde, cerca del mediodía, las tres
motos salieron disparadas, zigzagueando entre los autos. Los hombres de la
parte de atrás de las motos miraban con ojos hundidos, busca pleitos, a los
choferes de los carros. Ninguno de los tres se sostenía ni del compañero ni del
vehículo. Los tres tenían una posición encorvada y permanecían con las manos
dentro de los bolsillos de las chaquetas de cuero. Las motos bajaron a toda
velocidad hasta la glorieta de la plaza Minorista. Se dirigieron a la calle del
cerro El Volador, subieron hasta la carrera Ochenta, giraron hacia la derecha y
se perdieron en la distancia, calle arriba. A J.J.John lo dejaron en la esquina
de la iglesia, diagonal a su casa. Pero el muchacho no se dirigió directamente
a casa sino que ingresó al granero de la esquina. Pidió una cerveza y cruzó
unas palabras con el tendero. Sorbió y pensó que era la mejor cerveza que se
tomaba desde el día anterior a esa misma hora. Se sentía borracho y el tiempo
parecía haberse detenido. J.J.John deseaba que todo permaneciera como estaba,
que no transcurrieran los minutos, que no avanzara la vida. Veía a la gente
levitando a su alrededor. Las muchachas olían a lo que huele la tranquilidad,
al amor. Así olía Karem. Se sentía amado por Karem que en ese momento
representaba a todas las mujeres del mundo. Karem era una joven de diecisiete
años que estudiaba su bachillerato en un colegio particular y todo el
dinero que gastaba lo conseguía paseando
por los clubes nocturnos de la ciudad: ropa fina, alcohol, pepas, vida buena,
decía ella. Esa sería su vida, decía, hasta cuando tuviera esas tetas paradas y
se las estrujaba y les daba piquitos en los pezones. No volvería a creer en los
hombres desde que Camándula, un cascón del combo del Zarco, la enamoró, le dio
vida de reina, le regaló moto y como a los cinco meses mandó a sus amigos a que
se la robaran para conquistar otra hembra con ese fierrito. Camándula no la
volvió a llamar y Karem se metió a los clubes para verle la cara cuando la
encontrara bailando desnuda; nunca se volverían a ver porque por esos días, a
Camándula lo montaron en un carro y al día siguiente lo encontraron torturado
en la Cola del Zorro. J.J.John sacaría a Karem de los clubes y la pondría a
vivir bien. A ella o a otra así de linda, pensaba el joven. Pero qué va, qué se
iba a amarrar a una mujer, seguía pensando J.J.John, las otras también tenían
derecho a disfrutarlo a él y hoy todas lo estaban viendo bonito y querían
acostarse con él porque les había hecho mucha falta. Algunas habían llorado por
su ausencia. Se tomaría otra cerveza, le sabría igual de sabrosa y este estado no
pasaría jamás: quería vivir en esa gloria por el resto de su vida y su madre
tendría la felicidad que se merecía, se olvidaría de Barrier que era mejor que
no apareciera porque le iba a pasar lo mismo que al papá de Kalimán. Ahora se
dirigiría a su casa y mandaría a comprar un pollo y una caja de cervezas,
después vendrían a almorzar sus amigos y aunque los ojos le pesaban no iba a
desperdiciar esa sensación maravillosa durmiendo, ya vendría el tiempo de
dormir lo suficiente. Un buen baño y el caldo... Las nenas recién bañadas y él
diciéndoles: mamita esos botones no son de esa camisa, el perfume de sus
cabellos... Karem asfixiándolo entre sus muslos, la tarde espléndida del
sábado, rumba corrida.
En
su cabeza había una cordura sorda, obnubilada. El estado ideal, así quería que
fuera por siempre su vida. Iba a tomarse otra cerveza fría. Sintió el ruido, el
estallido. Luego otro. El instante espléndido adquirió una sordera más pesada.
Sintió cómo se le movía la tarde, cómo se le cambiaban los espacios. Iba...
tenía que comprar un pollo para su madre, para que hiciera un sancocho e
invitara a sus amigos. Se sentía amado. Estaba ahí, de nuevo para darle a su
madre Isolina todo el gusto del mundo para que no se consumiera más esperando.
La tarde empezó a amarillear y las cosas parecían estar en el lugar equivocado.
Pensó que no debía haberse tomado esa otra cerveza. Ahora no podía con el
cuerpo flemático; sólo sentía un sofoco y la tarde era mostaza, opaca, no gris
ni triste, era de un color mostaza denso y le faltaba la respiración como si de
repente le hubieran vaciado un camión de arena sobre la cara. Se quería mover,
quería respirar, tenía que ir por el pollo para el caldo. La farra iba a ser
hasta el domingo. Isolina sabía que había que celebrar. Entonces vio el rostro
del juez, vio las maletas del sueño de Isolina que se abrían y salían los niños
fusilados. Salían de un brinco, impulsados por un mecanismo de caja de
sorpresas y se le aferraban al cuello y oprimían y no lo dejaban respirar. Eran
unas pinzas aprisionando el cuello. J.J.John trataba de zafarse de ellos. Era
inútil, eran unos artefactos pesados como un camión.
Los
hombres habían llegado en una Toyota cuatro puertas sin placas. Dos de ellos se
bajaron de la parte trasera y le dispararon a la cabeza. Cuando J.J.John cayó
al suelo, los hombres se subieron al campero. Le dieron marcha adelante y se
detuvieron en seco. Luego le dieron marcha atrás. Las llantas del auto pasaron
por encima de la cabeza del muchacho. Primero hacia atrás, después hacia adelante,
como una aplanadora y por último, el carro salió cuesta abajo, sin ninguna
prisa, atentos los hombres en su interior.
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