domingo, 1 de abril de 2018

Santa Marta, el paseo esperado



La vieja silla de tijera
 Crónica literaria

Por César Herrera



Después de casi veinte años de sacrificios y ahorrando un pesito por aquí y otro por allí, logré reunir una cantidad apreciable de plata para reencontrarme con Santa Marta, la vieja ciudad añorada, la que desde niño deseé para vivir los últimos años de mi vida, anclado en una colina mirando los atardeceres de la bahía.

Preparé mi carro, un Renault 4 engallado: llantas nuevas, suspensión full y camisa y pistones de 1300 CC. Desempolvé la silla de tijera que me había traído mi padre de San Jacinto cuando yo era un adolescente;  arranqué la sombrilla de la mesa Rimax que tenía en la terraza para jugar dominó y las amarré al capacete del carro. Invité a María Cardona y nos fuimos un viernes de octubre, por la tardecita. Durante el recorrido tuvimos que detenernos por lo menos siete veces para que vomitara; lo mejor fue que el Cuatrico no se recalentó ni una sola vez y el sábado a las nueve de la mañana vimos, desde lo alto de la carretera, los viejos, pero nostálgicos edificios de El Rodadero.

Buscamos un hotel en la Carrera Segunda y, por nuestro presupuesto, nos ofrecieron un plan que incluía desayuno y cena. Entramos a la habitación, nos quitamos la pegatina con agua fría y bajamos a desayunar. Estábamos muertos del hambre; le solicité a la mujer que nos atendió en el restaurante que me diera huevo, salchichas, frutas, panqueque, pan y arepa; cuando me miró la manilla verde neón me dijo que si comía huevo no podía comer salchicha, que si quería panqueque no podía pedir pan, que si pedía arepa no podía tomar chocolate; y que si comía fruta no podía tomar sopa en la cena. El caso es que el desayuno fue de faquir. A María la favoreció que tuviera el estómago descompuesto.

Luego subimos a dormir un rato; pero antes del mediodía estábamos en la playa. Estaba infestada de turistas. Había carpas de colores y sillas de todos los modelos apretujadas a lo largo de la costa. Para nosotros no quedaba ni un grano de arena seca disponible. De modo que caminamos un rato por las calles de El Rodadero y a la hora de más calor regresamos al hotel.

 Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas


Cuando amainó el sol volvimos a la playa; pero antes pasamos por el Éxito y compramos algunas latas de cerveza y media botella de Ron Medellín. La tarde estaba hermosa. Las nubes habían difuminado el sol en el horizonte y la gente tendida bajo sus carpas bebía y disfrutaba viendo a las niñas que corrían por el agua con sus torsos desnudos y jugueteaban clavándose en la arena.

Esa primera noche, María y yo la pasamos caminando con el mar hasta los tobillos a lo largo de la playa. Nos deteníamos para escuchar los conjuntos vallenatos que amenizaban las reuniones de los turistas del interior del país. Nos llamó la atención que a veces nos seguían algunos personajes desencajados, vestidos con ropas sucias y ligeras. Solo comprendimos lo que pretendían al arrojar la primera lata de cerveza a un bote de basura; cuando todavía iba en el aire, se lanzaron dos de ellos a pescarla. De ahí en adelante, nuestra prioridad fue proteger las latas que todavía estaban llenas. Si nos sentábamos en la playa, debíamos apoyar nuestros pies en ellas y si nos acostábamos las usábamos como almohadas. María los bautizó El cartel de las latas. Perseguían implacablemente a mujeres solas y ancianos para que terminaran pronto sus bebidas y les entregaran las latas. Eso nos hizo recordar que en los inicios del Cartel de Medellín, cuando se construyó El Rodadero, hubo un combo conocido como los Dávila, que era el que manejaba la plaza. Llegaban a los restaurantes y ordenaban veinte o treinta platos y no pagaban; decidían cuáles locales se cerraban y si se les antojaba hacer cerrar todos los establecimientos del litoral lo hacían. Las calles se llenaban de carros lujosísimos con rines de aluminio y llantas Pirelli muy anchas y equipos de sonido Piooner a todo volumen. Cuando Pablo Escobar llegaba al barrio había celebraciones con mujeres preciosas y disparos al aire. Ahora el único cartel que persistía en El Rodadero, el más temible, el que amedrentaba a los ancianos y a las mujeres timoratas era el Cartel de la lata.

En las primeras horas de la madrugada, cuando decidimos regresar al hotel, la playa seguía atestada de gente que bailaba y cantaba palmoteando de felicidad. Antes de irnos a descansar fuimos hasta el carro que lo habíamos dejado en un parqueadero ubicado en lo que antes había sido un hotel y ahora era un lote desamparado y desamarré la silla de tijera y el parasol descolorido. Si quería un lugar en la playa debía madrugar. Dejamos los aparejos en la recepción del hotel y tuve que recogerlos muy cerca de la piscina a eso de las cinco de la mañana. María se quedó durmiendo. Ya había gente en el mar; pero apenas estaban llegando los lugareños con sus carretas llenas de sillas y las carpas de alquiler para los turistas. Yo me ubiqué entre las calles Séptima y Octava, cerca de los baños públicos, del centro comercial donde compraría las cervezas y próximo al Éxito donde obtendría el atún para el almuerzo. Clavé en la arena mi sombrilla y terminé de ajustar la silla; en ese momento se me acercó un hombre inmenso, curtido por el sol, con los colmillos montados sobre el labio inferior, que me dijo: “Hey, cachaco, córrete pa´llá que este es mi espacio”. Desenclavé la sombrilla, plegué la silla y me corrí hacia la derecha unos veinte metros. Me alejaba de los baños públicos, pero me acercaba al hotel por si María decidía llegar a la playa me encontrara pronto. No había terminado de hacer el huequito en la arena para sembrar el parasol cuando llegó otro hombre descamisado y me dijo: “¿Qué vas a hacer ahí, cachaco?” Voy a echarme en este lugar, le respondí. “Vete de aquí, este es mi espacio” y antes de que yo le dijera algo más, empezó a clavar unas varillas de hierro que golpeaba con una formidable piedra que no se entendía cómo podía sostenerla con una sola mano. De modo que me corrí otros cuantos metros y a medida que avanzaba la mañana llegaban carretillas llenas de sillas, de varillas y de carpas que los hombres y las mujeres iban sembrando en  la playa: clavaban las varillas, ponían las carpas y regaban sillas. Me corrieron tanto hacia la derecha, porque esos eran sus espacios, que yo terminé con mi silla de tijera y mi tapasol arcaico encaramado en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Cuando regresé al hotel eran casi las diez de la mañana. Le llevé a María una arepa de huevo de las que solo hacen en la esquina de la Séptima con Tercera y una ensalada de frutas de la playa para que pudiera disfrutar de la sopa de carne en la cena; cuando me preguntó por nuestro “espacio” en la playa le dije que qué pereza quedarnos en un solo lugar, que lo mejor en la playa era ir de un lugar para otro, mojando los pies en el agua y yendo al baño cuando uno quisiera sin necesidad de estar cuidando los corotos debajo de una sombrilla. Ella lo entendió y me ayudó a amarrar los aparejos en el capacete del Renault 4. 

  Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas


A la mañana siguiente emprendimos el regreso, pero todavía nos faltaba una estación en Cartagena. Pasamos la noche en un hotel de Bocagrande, en la Carrera Segunda, como en Santa Marta. Nos hospedaron en el piso 13 en una habitación con vista al mar. En la noche dimos un paseo por el Laguito y por la Bahía llena de luces de catamaranes y en medio de las cervezas nos prometimos que algún día iríamos a vivir a uno de esos colosales y fastuosos edificios.

Regresamos al hotel con algunas latas llenas sin preocuparnos de si alguien nos seguía. Nos sentamos en el balconcito que nos dejaba ver el negro mar. A eso de la media noche se me ocurrió que estaríamos más cómodos en la silla de tijera. María dudó de que cupiera en ese espacio tan reducido. Yo insistí y bajé al parqueadero por ella; la tuve que subir por las escaleras para no incomodar en el ascensor a las personas que regresaban al hotel. María tenía razón. No cabía ni de lado; así que la dejamos a medio doblar. Yo quedé con la espalda contra el muro y María, sentada encima de mí, tenía que levantar los pies y ponerlos sobre las barandas del balcón. En esa posición permanecimos largo rato, escuchando Mi pueblo natal en la versión vallenata de Poncho Zuleta y viendo pasar en el horizonte del mar la lucecita de un trasatlántico que bramaba como una bestia taciturna, hasta que nos quedamos dormidos.


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