La vieja silla de tijera
Crónica literaria
Por César Herrera
Después de casi
veinte años de sacrificios y ahorrando un pesito por aquí y otro por allí,
logré reunir una cantidad apreciable de plata para reencontrarme con Santa
Marta, la vieja ciudad añorada, la que desde niño deseé para vivir los últimos
años de mi vida, anclado en una colina mirando los atardeceres de la bahía.
Preparé mi carro, un
Renault 4 engallado: llantas nuevas, suspensión full y camisa y pistones de
1300 CC. Desempolvé la silla de tijera que me había traído mi padre de San
Jacinto cuando yo era un adolescente; arranqué
la sombrilla de la mesa Rimax que tenía en la terraza para jugar dominó y las
amarré al capacete del carro. Invité a María Cardona y nos fuimos un viernes de
octubre, por la tardecita. Durante el recorrido tuvimos que detenernos por lo
menos siete veces para que vomitara; lo mejor fue que el Cuatrico no se
recalentó ni una sola vez y el sábado a las nueve de la mañana vimos, desde lo
alto de la carretera, los viejos, pero nostálgicos edificios de El Rodadero.
Buscamos un hotel en
la Carrera Segunda y, por nuestro presupuesto, nos ofrecieron un plan que
incluía desayuno y cena. Entramos a la habitación, nos quitamos la pegatina con
agua fría y bajamos a desayunar. Estábamos muertos del hambre; le solicité a la
mujer que nos atendió en el restaurante que me diera huevo, salchichas, frutas,
panqueque, pan y arepa; cuando me miró la manilla verde neón me dijo que si
comía huevo no podía comer salchicha, que si quería panqueque no podía pedir
pan, que si pedía arepa no podía tomar chocolate; y que si comía fruta no podía
tomar sopa en la cena. El caso es que el desayuno fue de faquir. A María la
favoreció que tuviera el estómago descompuesto.
Luego subimos a
dormir un rato; pero antes del mediodía estábamos en la playa. Estaba infestada
de turistas. Había carpas de colores y sillas de todos los modelos apretujadas
a lo largo de la costa. Para nosotros no quedaba ni un grano de arena seca disponible.
De modo que caminamos un rato por las calles de El Rodadero y a la hora de más
calor regresamos al hotel.
Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas
Cuando amainó el sol
volvimos a la playa; pero antes pasamos por el Éxito y compramos algunas latas
de cerveza y media botella de Ron Medellín. La tarde estaba hermosa. Las nubes
habían difuminado el sol en el horizonte y la gente tendida bajo sus carpas
bebía y disfrutaba viendo a las niñas que corrían por el agua con sus torsos
desnudos y jugueteaban clavándose en la arena.
Esa primera noche,
María y yo la pasamos caminando con el mar hasta los tobillos a lo largo de la
playa. Nos deteníamos para escuchar los conjuntos vallenatos que amenizaban las
reuniones de los turistas del interior del país. Nos llamó la atención que a
veces nos seguían algunos personajes desencajados, vestidos con ropas sucias y
ligeras. Solo comprendimos lo que pretendían al arrojar la primera lata de
cerveza a un bote de basura; cuando todavía iba en el aire, se lanzaron dos de
ellos a pescarla. De ahí en adelante, nuestra prioridad fue proteger las latas
que todavía estaban llenas. Si nos sentábamos en la playa, debíamos apoyar
nuestros pies en ellas y si nos acostábamos las usábamos como almohadas. María
los bautizó El cartel de las latas.
Perseguían implacablemente a mujeres solas y ancianos para que terminaran
pronto sus bebidas y les entregaran las latas. Eso nos hizo recordar que en los
inicios del Cartel de Medellín, cuando se construyó El Rodadero, hubo un combo conocido como los Dávila, que era
el que manejaba la plaza. Llegaban a
los restaurantes y ordenaban veinte o treinta platos y no pagaban; decidían cuáles
locales se cerraban y si se les antojaba hacer cerrar todos los establecimientos
del litoral lo hacían. Las calles se llenaban de carros lujosísimos con rines
de aluminio y llantas Pirelli muy anchas y equipos de sonido Piooner a todo
volumen. Cuando Pablo Escobar llegaba al barrio había celebraciones con mujeres
preciosas y disparos al aire. Ahora el único cartel que persistía en El
Rodadero, el más temible, el que amedrentaba a los ancianos y a las mujeres
timoratas era el Cartel de la lata.
En las primeras
horas de la madrugada, cuando decidimos regresar al hotel, la playa seguía
atestada de gente que bailaba y cantaba palmoteando de felicidad. Antes de
irnos a descansar fuimos hasta el carro que lo habíamos dejado en un
parqueadero ubicado en lo que antes había sido un hotel y ahora era un lote
desamparado y desamarré la silla de tijera y el parasol descolorido. Si quería
un lugar en la playa debía madrugar. Dejamos los aparejos en la recepción del
hotel y tuve que recogerlos muy cerca de la piscina a eso de las cinco de la
mañana. María se quedó durmiendo. Ya había gente en el mar; pero apenas estaban
llegando los lugareños con sus carretas llenas de sillas y las carpas de
alquiler para los turistas. Yo me ubiqué entre las calles Séptima y Octava,
cerca de los baños públicos, del centro comercial donde compraría las cervezas
y próximo al Éxito donde obtendría el atún para el almuerzo. Clavé en la arena
mi sombrilla y terminé de ajustar la silla; en ese momento se me acercó un
hombre inmenso, curtido por el sol, con los colmillos montados sobre el labio
inferior, que me dijo: “Hey, cachaco, córrete pa´llá que este es mi espacio”.
Desenclavé la sombrilla, plegué la silla y me corrí hacia la derecha unos
veinte metros. Me alejaba de los baños públicos, pero me acercaba al hotel por
si María decidía llegar a la playa me encontrara pronto. No había terminado de
hacer el huequito en la arena para sembrar el parasol cuando llegó otro hombre
descamisado y me dijo: “¿Qué vas a hacer ahí, cachaco?” Voy a echarme en este
lugar, le respondí. “Vete de aquí, este es mi espacio” y antes de que yo le
dijera algo más, empezó a clavar unas varillas de hierro que golpeaba con una formidable
piedra que no se entendía cómo podía sostenerla con una sola mano. De modo que me
corrí otros cuantos metros y a medida que avanzaba la mañana llegaban
carretillas llenas de sillas, de varillas y de carpas que los hombres y las
mujeres iban sembrando en la playa:
clavaban las varillas, ponían las carpas y regaban sillas. Me corrieron tanto
hacia la derecha, porque esos eran sus espacios, que yo terminé con mi silla de
tijera y mi tapasol arcaico encaramado en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Cuando regresé al
hotel eran casi las diez de la mañana. Le llevé a María una arepa de huevo de
las que solo hacen en la esquina de la Séptima con Tercera y una ensalada de
frutas de la playa para que pudiera disfrutar de la sopa de carne en la cena;
cuando me preguntó por nuestro “espacio” en la playa le dije que qué pereza
quedarnos en un solo lugar, que lo mejor en la playa era ir de un lugar para
otro, mojando los pies en el agua y yendo al baño cuando uno quisiera sin
necesidad de estar cuidando los corotos debajo de una sombrilla. Ella lo
entendió y me ayudó a amarrar los aparejos en el capacete del Renault 4.
Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas
A la mañana
siguiente emprendimos el regreso, pero todavía nos faltaba una estación en
Cartagena. Pasamos la noche en un hotel de Bocagrande, en la Carrera Segunda,
como en Santa Marta. Nos hospedaron en el piso 13 en una habitación con vista
al mar. En la noche dimos un paseo por el Laguito y por la Bahía llena de luces
de catamaranes y en medio de las cervezas nos prometimos que algún día iríamos
a vivir a uno de esos colosales y fastuosos edificios.
Regresamos al hotel
con algunas latas llenas sin preocuparnos de si alguien nos seguía. Nos
sentamos en el balconcito que nos dejaba ver el negro mar. A eso de la media
noche se me ocurrió que estaríamos más cómodos en la silla de tijera. María
dudó de que cupiera en ese espacio tan reducido. Yo insistí y bajé al
parqueadero por ella; la tuve que subir por las escaleras para no incomodar en
el ascensor a las personas que regresaban al hotel. María tenía razón. No cabía
ni de lado; así que la dejamos a medio doblar. Yo quedé con la espalda contra
el muro y María, sentada encima de mí, tenía que levantar los pies y ponerlos
sobre las barandas del balcón. En esa posición permanecimos largo rato,
escuchando Mi pueblo natal en la
versión vallenata de Poncho Zuleta y viendo pasar en el horizonte del mar la
lucecita de un trasatlántico que bramaba como una bestia taciturna, hasta que
nos quedamos dormidos.
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