Literatura
antioqueña
ISOLINA,
O EL DESEO DE DECIRLO TODO
Por José Luis Garcés González
Prof. U. de Córdoba
Ítalo Calvino en su conferencia
“Multiplicidad”, que pertenece a su frustrada invitación a disertar con un
seriado en la Universidad
de Harvard en septiembre de 1984, y que se conoce en español con el nombre de
Seis Propuestas para el Próximo Milenio, señala, entre otros conceptos, que la
novela es una gran red. Pero para Calvino, no cualquier tejido. Él desea que la
literatura de este milenio que se inicia “haya hecho suyo el gusto por el orden
mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía y al mismo tiempo de la
ciencia y de la filosofía, como la del Válery ensayista y prosista”(1)
Isolina (2), novela de César Herrera
publicada en marzo de 2003, es un texto corto pero de redes ambiciosas; tiene
187 páginas, y está dividido en 22 capitulillos. Isolina es un constante fluir,
un afán sostenido por narrar, un deseo incontrolable que pendula entre lo
trágico y lo erótico. En ella se cumple la aseveración de Michael Buttor de que
la novela es un “fenómeno que rebasa considerablemente el terreno de la
literatura; es uno de los elementos esenciales de nuestra aprehensión de la
realidad” (3).
Esta novela gira alrededor de la vida
Sigifredo, quien es, en la historia, una cortina de fondo que revela toda una
fisonomía familiar compleja. Este alter ego del autor hace su recorrido vital,
el cual es narrado desde la infancia, con sus temores, inocencias y pequeños
desastres. En la trama de la obra están presentes lo escabroso, la pobrecía, y
los desastres de familia; no obstante, paralelas a la crueldad se dan
circunstancias humorísticas e insólitas como la del tío Silvino, ese a quien su
caballo llamado José Vano lo traía borracho, entraba al cuarto y lo dejaba caer
en su propia cama; o la de las vacas del abuelo Seferino, que se iban detrás de
él cuando el viejo se les acercaba y, sacándose su tabaco, les hablaba a las
orejas; o la de Ana Isabel, la madre, que lloraba y a la vez arrullaba a su
dedo enfermo como si el miembro fuera “un bebé recién nacido”; o la de esa
agonía impactante del tío Nando, sin capacidad para hacer sus propias cosas,
vuelto un estorbo o una cosa inútil, que el autor narra así: “Tengo la imagen
del tío Nando defecando a la orilla de su cama. Mi hermana Nelly lo protege de
las miradas con una toalla. No le quedan fuerzas para ir al baño. Nelly limpia
su escuálido trasero y pasa cerca de mí con un paquete de mierda. Yo me dirijo
a mi habitación y me propongo cenar” (4).
Pero, ante todo, Isolina es una novela
en donde predomina la sensación, la anécdota, el matiz interesante. Es un texto
literario que muestra, más que un presente, una perspectiva. Posee materia
prima de buena calidad y, quizá, abarca mucho. Tal vez dispone de excesivos personajes,
y tenemos que aprender de Balzac (quien creó más de dos mil quinientas de estas
criaturas en noventa y una novelas), la forma de manejarlos. Se mueve entre
distintas aguas; sin embargo, al autor le hubiera servido meterse más en los
zapatos de sus “muertos”, pues él tiene capacidad para bucear en las sustancias
últimas del corazón. Confiamos en que ya vendrá la oportunidad.
A nivel de estructura, la novela acude
a varios recursos. Hay narración en tercera persona; en primera; una especie de
diario; algunos capítulos sin puntuación convencional son un interesante
monólogo; las páginas finales tienen un diálogo fortísimo y logrado. El autor
recurre a distintas formas de narrar. El texto, por ejemplo, empieza con los
recuerdos de un Sigifredo de cuarenta años, y, al final, el lector se encuentra
con que Sigifredo, delira, imagina a una mujer, narra su propio drama y piensa
con vehemencia en lo definitivo de la muerte. Él comienza y finaliza la novela,
en una especie de círculo cerrado y terminal.
En Isolina se rescata una cuota sólida
de tradición oral de los pueblos de Colombia. En ella deambulan la
superstición, los conjuros, la fantasmagoría, el saber folk. Tal hecho confirma
que independientemente de la cronología y los límites geográficos, ciertos
prototipos de personajes y situaciones se repiten. La superstición, la
influencia gitana, el macrocosmos familiar, las brujas, el abuelo trotamundos,
el padre ausente, por ejemplo. De ahí que en la novela no sólo se respire el
ethos antioqueño, sino también el caribeño. Y rodeando todo, como signo del
pasado, una figura de fondo se pasea: la del ingeniero Francisco Javier
Cisneros, el cubano constructor del primer tramo del ferrocarril de Antioquia,
que luego se fue a morir en 1898
a Nueva York. Pero Cisneros no es cualquier figura: es
la deificación de un ser, que desde los bigotes hasta el pantaloncillo es
grande, recordado con cariño por Ño Pedro Alfonso y gran parte de la familia
vieja, y que es objeto de oraciones y letanías como si hubiese sido un hombre
canonizado. Cisneros es el dios de
novela.
En la obra, además, resulta
interesante ese choque entre lo urbano y lo rural. Entre el pasado y la
vivencia casi que inmediata. Entre lo mágico y lo tecnológico. Isolina muestra,
sin reticencias, que detrás de las
historias del sicariato y de la droga, que detrás del ruido de los mini uzi,
estuvieron las leyendas, los rezos con el tabaco y los hilos misteriosos que
conducían a los hombres por caminos ajenos a la supuesta comodidad del asfalto.
Deja ver que en el fondo de cada individuo subyace todo un universo familiar
que es necesario exorcizar, en fin, subsiste todo el hervidero de la vida.
En cuanto a personajes, no es ningún
descubrimiento aseverar que el mayor acierto de César Herrera fue la
caracterización de Augusto Macarena. En éste hay una carga semántica que le da
vigor y tenacidad a la novela. En Macarena no sólo pervive el mundo misterioso
propio de su sicología, sino además el del rebusque, el del contrabando, el de
la aventura, el de la política colombiana, el del ser que metido en su silencio
sale por los caminos del mundo a jugarse su propia suerte. Este hombre tiene
mucho de mito, de liturgia, de profundidad. Es un héroe vencido por las
batallas de la vida diaria, por las luchas del pan. Pero de él queda la
sensación que fue un hombre erguido. Es, también, un personaje que puede dar
más, que amerita toda una novela, que puede alimentar no sólo una tragedia o
una “sicaresca”, sino una picaresca dramática y sensible.
En la novela hay momentos en que el
lenguaje es un torrente que señala, empuja, caracteriza y doblega todo lo que
encuentra a su paso. Es, entonces, una especie de lenguaje de pulsión. Los
primeros once capítulos tienen un lenguaje concentrado, con características
especiales para acogerse al ambiente de lo narrado; luego, a partir del atraco
cerca de Maicao del bus interdepartamental que manejaba Augusto Macarena, el
lenguaje se suelta, se vulgariza y adquiere otros bríos. No sé si será atrevido
decirlo, pero la novela tiene dos lenguajes: el que cuenta los episodios
iniciales en Antioquia, y el lenguaje del adolescente que viaja, del joven que
retorna, del hombre que empieza a presentir los pasos de la muerte.
También, al final, cuando Sigifredo
regresa a Medellín, para otorgarle al discurso un tono contemporáneo, aparece
la mala vida de los jóvenes sicarios, de las motos veloces y de los disparos
sin meditación. Entonces surgen J.J.John, el traqueto, y Kalimán, el muchacho
que no tuvo reparos en darle plomo a su propio padre. Estos dos, expresiones de
una juventud de extracción popular, representan ese universo que no sólo
despilfarró la sangre sino también las esperanzas.
En toda la novela ronda un ambiente de
tragedia, de insucesos que marcaron con hierro caliente a toda la familia. Pues
hay en torno a ella un círculo de fuego y dolor, una atmósfera que la acerca al
desamparo y a la muerte. Eso es Isolina: tanto la obra como el personaje. Por
otro lado, la inclusión del problema político colombiano, no parece oportuno y
su tratamiento no produce entusiasmo. A nuestro modo de ver, es un recurso que
no le aporta a la obra. Con los problemas que el libro ventila en la familia,
le alcanza y le sobra. El corpus narrativo tiene fuerza suficiente, y no
necesita acudir a la ayuda de cuerpos extraños (la guerrilla, el gobierno de
Samper, etc.) para tornarse convincente.
Vale señalar que en las postrimerías
de la novela se da una manifestación contundente de lo erótico. El autor se va
a fondo, y, utilizando algunos elementos de su experiencia, nos entrega
episodios sexuales de alto calibre, en donde, dándole nombres propios,
involucra a sus más cercanas amistades. Lo erótico, como expresión de los
afanes íntimos del cuerpo, logra una porción de solidez. El narrador, que no se
ve en ningún momento complicado por los afectos, entra de lleno a los predios
de la sexualidad y allí se queda. Lo suyo es el sexo, como otra forma de
corroborar su aventura por la vida.
En muchos momentos, César Herrera da
fe de su facilidad narrativa, y el autor suelta toda su destreza para
indicarnos que tiene un mundo para contar y que está dispuesto a hacerlo. Hace
funcionar el espejo sthendaliano y nos cuenta las turbulencias que ocurren en
el cielo que refleja. Esto ocurre, por ejemplo, con el episodio de la primera
comunión de Sigifredo. Allí, la frase larga, descriptiva, llena de picardía,
convence y consigue su objetivo. César Herrera tiene fogaje para la descripción;
sus criaturas son caracterizadas con minuciosidad; incluso, parece que el
escritor no quiere dejarle al lector la oportunidad de que imagine los
personajes.
Cualquier medio informado de las
teorías del Dr. Freud podría asegurar que la novela delata un Edipo no resuelto
(5). Aunque en algunos capítulos el escritor parece querer reprimirla, la
figura del padre, en el sueño o en el recuerdo, es una permanente presencia.
Algo, o mucho, quedó pendiente con el padre. Y esa deuda reclama ser saldada.
Es más: si se avanza en la interpretación puede llegar a afirmarse que es la
figura del padre la que convoca e impulsa la escritura de la novela. Sin esa
relación traumática, la novela no hubiese sido posible. La novela sería, pues,
desde este enfoque, una manera o un intento de purgarse, de liberarse de las
persecuciones del recuerdo: una catarsis, en lenguaje aristotélico.
NOTAS:
- CALVINO, Ítalo. Seis propuestas para el próximo milenio. Ediciones Siruela. Madrid, 1989. Pág. 133.
- HERRERA, César. Isolina. Fondo Editorial Universidad EAFIT. Medellín, 2003
- BUTTOR, Michael. La novela como búsqueda. La Novela. Recopilación, traducción y notas por Enrique Uribe White. Ediciones Lerner. Bogotá, 1969. Pág. 51
- HERRERA, César. Isolina. Fondo Editorial Universidad EAFIT. Medellín, 2003 Pág. 160
- EL PSICOANÁLISIS. Enciclopedia del Mundo Actual. Editorial Moguer. Barcelona, 1977. Pág. 48
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