martes, 15 de abril de 2014

Isolina, por José Luis Garcés González



Literatura antioqueña


ISOLINA, O EL DESEO DE DECIRLO TODO
Por José Luis Garcés González
Prof. U. de Córdoba


Ítalo Calvino en su conferencia “Multiplicidad”, que pertenece a su frustrada invitación a disertar con un seriado en la Universidad de Harvard en septiembre de 1984, y que se conoce en español con el nombre de Seis Propuestas para el Próximo Milenio, señala, entre otros conceptos, que la novela es una gran red. Pero para Calvino, no cualquier tejido. Él desea que la literatura de este milenio que se inicia “haya hecho suyo el gusto por el orden mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía y al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía, como la del Válery ensayista y prosista”(1)
Isolina (2), novela de César Herrera publicada en marzo de 2003, es un texto corto pero de redes ambiciosas; tiene 187 páginas, y está dividido en 22 capitulillos. Isolina es un constante fluir, un afán sostenido por narrar, un deseo incontrolable que pendula entre lo trágico y lo erótico. En ella se cumple la aseveración de Michael Buttor de que la novela es un “fenómeno que rebasa considerablemente el terreno de la literatura; es uno de los elementos esenciales de nuestra aprehensión de la realidad” (3).
Esta novela gira alrededor de la vida Sigifredo, quien es, en la historia, una cortina de fondo que revela toda una fisonomía familiar compleja. Este alter ego del autor hace su recorrido vital, el cual es narrado desde la infancia, con sus temores, inocencias y pequeños desastres. En la trama de la obra están presentes lo escabroso, la pobrecía, y los desastres de familia; no obstante, paralelas a la crueldad se dan circunstancias humorísticas e insólitas como la del tío Silvino, ese a quien su caballo llamado José Vano lo traía borracho, entraba al cuarto y lo dejaba caer en su propia cama; o la de las vacas del abuelo Seferino, que se iban detrás de él cuando el viejo se les acercaba y, sacándose su tabaco, les hablaba a las orejas; o la de Ana Isabel, la madre, que lloraba y a la vez arrullaba a su dedo enfermo como si el miembro fuera “un bebé recién nacido”; o la de esa agonía impactante del tío Nando, sin capacidad para hacer sus propias cosas, vuelto un estorbo o una cosa inútil, que el autor narra así: “Tengo la imagen del tío Nando defecando a la orilla de su cama. Mi hermana Nelly lo protege de las miradas con una toalla. No le quedan fuerzas para ir al baño. Nelly limpia su escuálido trasero y pasa cerca de mí con un paquete de mierda. Yo me dirijo a mi habitación y me propongo cenar” (4).
Pero, ante todo, Isolina es una novela en donde predomina la sensación, la anécdota, el matiz interesante. Es un texto literario que muestra, más que un presente, una perspectiva. Posee materia prima de buena calidad y, quizá, abarca mucho. Tal vez dispone de excesivos personajes, y tenemos que aprender de Balzac (quien creó más de dos mil quinientas de estas criaturas en noventa y una novelas), la forma de manejarlos. Se mueve entre distintas aguas; sin embargo, al autor le hubiera servido meterse más en los zapatos de sus “muertos”, pues él tiene capacidad para bucear en las sustancias últimas del corazón. Confiamos en que ya vendrá la oportunidad.
A nivel de estructura, la novela acude a varios recursos. Hay narración en tercera persona; en primera; una especie de diario; algunos capítulos sin puntuación convencional son un interesante monólogo; las páginas finales tienen un diálogo fortísimo y logrado. El autor recurre a distintas formas de narrar. El texto, por ejemplo, empieza con los recuerdos de un Sigifredo de cuarenta años, y, al final, el lector se encuentra con que Sigifredo, delira, imagina a una mujer, narra su propio drama y piensa con vehemencia en lo definitivo de la muerte. Él comienza y finaliza la novela, en una especie de círculo cerrado y terminal.
En Isolina se rescata una cuota sólida de tradición oral de los pueblos de Colombia. En ella deambulan la superstición, los conjuros, la fantasmagoría, el saber folk. Tal hecho confirma que independientemente de la cronología y los límites geográficos, ciertos prototipos de personajes y situaciones se repiten. La superstición, la influencia gitana, el macrocosmos familiar, las brujas, el abuelo trotamundos, el padre ausente, por ejemplo. De ahí que en la novela no sólo se respire el ethos antioqueño, sino también el caribeño. Y rodeando todo, como signo del pasado, una figura de fondo se pasea: la del ingeniero Francisco Javier Cisneros, el cubano constructor del primer tramo del ferrocarril de Antioquia, que luego se fue a morir en 1898 a Nueva York. Pero Cisneros no es cualquier figura: es la deificación de un ser, que desde los bigotes hasta el pantaloncillo es grande, recordado con cariño por Ño Pedro Alfonso y gran parte de la familia vieja, y que es objeto de oraciones y letanías como si hubiese sido un hombre canonizado. Cisneros es el dios de  novela.
En la obra, además, resulta interesante ese choque entre lo urbano y lo rural. Entre el pasado y la vivencia casi que inmediata. Entre lo mágico y lo tecnológico. Isolina muestra, sin reticencias, que detrás de  las historias del sicariato y de la droga, que detrás del ruido de los mini uzi, estuvieron las leyendas, los rezos con el tabaco y los hilos misteriosos que conducían a los hombres por caminos ajenos a la supuesta comodidad del asfalto. Deja ver que en el fondo de cada individuo subyace todo un universo familiar que es necesario exorcizar, en fin, subsiste todo el hervidero de la vida.
En cuanto a personajes, no es ningún descubrimiento aseverar que el mayor acierto de César Herrera fue la caracterización de Augusto Macarena. En éste hay una carga semántica que le da vigor y tenacidad a la novela. En Macarena no sólo pervive el mundo misterioso propio de su sicología, sino además el del rebusque, el del contrabando, el de la aventura, el de la política colombiana, el del ser que metido en su silencio sale por los caminos del mundo a jugarse su propia suerte. Este hombre tiene mucho de mito, de liturgia, de profundidad. Es un héroe vencido por las batallas de la vida diaria, por las luchas del pan. Pero de él queda la sensación que fue un hombre erguido. Es, también, un personaje que puede dar más, que amerita toda una novela, que puede alimentar no sólo una tragedia o una “sicaresca”, sino una picaresca dramática y sensible.
En la novela hay momentos en que el lenguaje es un torrente que señala, empuja, caracteriza y doblega todo lo que encuentra a su paso. Es, entonces, una especie de lenguaje de pulsión. Los primeros once capítulos tienen un lenguaje concentrado, con características especiales para acogerse al ambiente de lo narrado; luego, a partir del atraco cerca de Maicao del bus interdepartamental que manejaba Augusto Macarena, el lenguaje se suelta, se vulgariza y adquiere otros bríos. No sé si será atrevido decirlo, pero la novela tiene dos lenguajes: el que cuenta los episodios iniciales en Antioquia, y el lenguaje del adolescente que viaja, del joven que retorna, del hombre que empieza a presentir los pasos de la muerte.
También, al final, cuando Sigifredo regresa a Medellín, para otorgarle al discurso un tono contemporáneo, aparece la mala vida de los jóvenes sicarios, de las motos veloces y de los disparos sin meditación. Entonces surgen J.J.John, el traqueto, y Kalimán, el muchacho que no tuvo reparos en darle plomo a su propio padre. Estos dos, expresiones de una juventud de extracción popular, representan ese universo que no sólo despilfarró la sangre sino también las esperanzas.
En toda la novela ronda un ambiente de tragedia, de insucesos que marcaron con hierro caliente a toda la familia. Pues hay en torno a ella un círculo de fuego y dolor, una atmósfera que la acerca al desamparo y a la muerte. Eso es Isolina: tanto la obra como el personaje. Por otro lado, la inclusión del problema político colombiano, no parece oportuno y su tratamiento no produce entusiasmo. A nuestro modo de ver, es un recurso que no le aporta a la obra. Con los problemas que el libro ventila en la familia, le alcanza y le sobra. El corpus narrativo tiene fuerza suficiente, y no necesita acudir a la ayuda de cuerpos extraños (la guerrilla, el gobierno de Samper, etc.) para tornarse convincente.
Vale señalar que en las postrimerías de la novela se da una manifestación contundente de lo erótico. El autor se va a fondo, y, utilizando algunos elementos de su experiencia, nos entrega episodios sexuales de alto calibre, en donde, dándole nombres propios, involucra a sus más cercanas amistades. Lo erótico, como expresión de los afanes íntimos del cuerpo, logra una porción de solidez. El narrador, que no se ve en ningún momento complicado por los afectos, entra de lleno a los predios de la sexualidad y allí se queda. Lo suyo es el sexo, como otra forma de corroborar su aventura por la vida.
En muchos momentos, César Herrera da fe de su facilidad narrativa, y el autor suelta toda su destreza para indicarnos que tiene un mundo para contar y que está dispuesto a hacerlo. Hace funcionar el espejo sthendaliano y nos cuenta las turbulencias que ocurren en el cielo que refleja. Esto ocurre, por ejemplo, con el episodio de la primera comunión de Sigifredo. Allí, la frase larga, descriptiva, llena de picardía, convence y consigue su objetivo. César Herrera tiene fogaje para la descripción; sus criaturas son caracterizadas con minuciosidad; incluso, parece que el escritor no quiere dejarle al lector la oportunidad de que imagine los personajes.
Cualquier medio informado de las teorías del Dr. Freud podría asegurar que la novela delata un Edipo no resuelto (5). Aunque en algunos capítulos el escritor parece querer reprimirla, la figura del padre, en el sueño o en el recuerdo, es una permanente presencia. Algo, o mucho, quedó pendiente con el padre. Y esa deuda reclama ser saldada. Es más: si se avanza en la interpretación puede llegar a afirmarse que es la figura del padre la que convoca e impulsa la escritura de la novela. Sin esa relación traumática, la novela no hubiese sido posible. La novela sería, pues, desde este enfoque, una manera o un intento de purgarse, de liberarse de las persecuciones del recuerdo: una catarsis, en lenguaje aristotélico.




NOTAS:
  1. CALVINO, Ítalo. Seis propuestas para el próximo milenio. Ediciones Siruela. Madrid, 1989. Pág. 133.
  2. HERRERA, César. Isolina. Fondo Editorial Universidad EAFIT. Medellín, 2003
  3. BUTTOR, Michael. La novela como búsqueda. La Novela. Recopilación, traducción y notas por Enrique Uribe White. Ediciones Lerner. Bogotá, 1969. Pág. 51
  4. HERRERA, César. Isolina. Fondo Editorial Universidad EAFIT. Medellín, 2003 Pág. 160
  5. EL PSICOANÁLISIS. Enciclopedia del Mundo Actual. Editorial Moguer. Barcelona, 1977. Pág. 48

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