jueves, 19 de mayo de 2016

Atanasio Girardot, crónica


Semblanza literaria del Coronel Atanasio Girardot (1791-1813), héroe de Bárbula


En Medellín, la gente no sabe quién fue Atanasio Girardot. Algunos pensarán que fue un futbolista famoso del que tomaron su nombre para el estadio de fútbol. Lo cierto es que ni el escultor José Horacio Betancur que hizo el busto para la unidad deportiva lo sabía, pues en vez de representar al joven guerrero de 22 años, hizo el busto de un hombre de unos 60 años con cara de político populista.




Oro por barro cocido

César Herrera

El Libertador comisionó a tres indios yekuanas para que lo condujeran a caballo hasta la Nueva Granada. Debían salir del valle de Carabobo, cruzar la cordillera de Mérida y encumbrarse en los Andes granadinos para entregar el cuerpo del héroe al francés Luis Girardot en la ciudad de Antioquia. No les dijeron que había dejado el corazón porque lo hubieran abandonado en el primer desfiladero de la tierra fría. En el hueco del pecho del héroe de Mérida y Trujillo, de Barinas y Nutrias le habían empacado la bandera de Miranda impregnada de pólvora negra para que no lo picotearan los espíritus de la serranía.

Atanasio Girardot comandó el batallón granadino prestado a Simón Bolívar para emprender la Campaña Admirable en Venezuela. Ahora el caraqueño lo regresaba a su tierra con dos huecos en el cuerpo: por uno se le había ido la vida y por el otro le había entrado la gloria. El general Bolívar le escribió a Camilo Torres diciéndole cómo había resistido el impacto en la frente y cómo se había sostenido durante diez minutos mientras luchaba con el asta para clavarla en la árida cerviz del monte Bárbula, vecino del pueblo de Naguanagua, mientras su rostro se rociaba con la sangre atolondrada de sus veintidós años y sus ojos se serenaban en la altura con el amarillo de la insignia. Cuando, por fin, el viento elevó la bandera como a un ave de cuello desnudo, el guerrero cayó de bruces, pero no tenía la expresión del que muere sin saber qué ha sucedido. 
El Libertador le arrancó el corazón con su navaja de partir mangos de las llanuras del Orinoco y lo puso en una bandeja de plata. Decretó duelo nacional y ordenó que el nombre de su amigo fuera inscrito como benefactor de la nueva república en todas las poblaciones de Venezuela. Caminó con él en una silenciosa procesión del ejército en pleno. Los soldados presentaron armas y llevaron antorchas encendidas en sus manos y herramientas de combate en bandolera. Los más alucinados por la dureza de la batalla contra el ejército del General Domingo de Monteverde insistieron en que el corazón iba palpitando y las mujeres, deslumbradas por el ojo levemente torvo del Libertador, aseguraron que le musitaba estribillos de guerra al compás de la marcha. En las calles de Caracas resonaron las botas. Los ojos entorpecidos llegaron hasta la catedral para oír la misa de réquiem y luego el General depositó en la urna de oro el corazón del coronel Atanasio Girardot. Pocos meses después, cuando hicieron falta los recursos para emprender la defensa de la Segunda República, cuando la pena de muerte a los contrabandistas no generó los ingresos necesarios y el temor obligó a Bolívar a ordenar el exterminio de los más de ochocientos españoles presos, incluyendo los heridos en los hospitales, el Libertador envió a uno de sus soldados a la cripta para que cambiara la urna de oro, sin despertar el corazón de Atanasio Girardot, por otra urna de barro cocido por los indios kariñas.


 

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