Semblanza literaria del Coronel Atanasio Girardot (1791-1813), héroe de Bárbula
En Medellín, la gente no sabe quién fue Atanasio Girardot. Algunos pensarán que fue un futbolista famoso del que tomaron su nombre para el estadio de fútbol. Lo cierto es que ni el escultor José Horacio Betancur que hizo el busto para la unidad deportiva lo sabía, pues en vez de representar al joven guerrero de 22 años, hizo el busto de un hombre de unos 60 años con cara de político populista.
Oro por barro cocido
César Herrera
El Libertador comisionó a tres indios yekuanas
para que lo condujeran a caballo hasta la Nueva Granada. Debían salir del
valle de Carabobo, cruzar la cordillera de Mérida y encumbrarse en los Andes granadinos
para entregar el cuerpo del héroe al francés Luis Girardot en la ciudad de
Antioquia. No les dijeron que había dejado el corazón porque lo hubieran
abandonado en el primer desfiladero de la tierra fría. En el hueco del pecho del
héroe de Mérida y Trujillo, de Barinas y Nutrias le habían empacado la bandera de
Miranda impregnada de pólvora negra para que no lo picotearan los espíritus de
la serranía.
Atanasio Girardot comandó el batallón granadino
prestado a Simón Bolívar para emprender la Campaña Admirable en Venezuela.
Ahora el caraqueño lo regresaba a su tierra con dos huecos en el cuerpo: por
uno se le había ido la vida y por el otro le había entrado la gloria. El
general Bolívar le escribió a Camilo Torres diciéndole cómo había resistido el
impacto en la frente y cómo se había sostenido durante diez minutos mientras
luchaba con el asta para clavarla en la árida cerviz del monte Bárbula, vecino
del pueblo de Naguanagua, mientras su rostro se rociaba con la sangre atolondrada
de sus veintidós años y sus ojos se serenaban en la altura con el amarillo de
la insignia. Cuando, por fin, el viento elevó la bandera como a un ave de
cuello desnudo, el guerrero cayó de bruces, pero no tenía la expresión del que
muere sin saber qué ha sucedido.
El Libertador le arrancó el corazón
con su navaja de partir mangos de las llanuras del Orinoco y lo puso en una
bandeja de plata. Decretó duelo nacional y ordenó que el nombre de su amigo fuera
inscrito como benefactor de la nueva república en todas las poblaciones de
Venezuela. Caminó con él en una silenciosa procesión del ejército en pleno. Los
soldados presentaron armas y llevaron antorchas encendidas en sus manos y
herramientas de combate en bandolera. Los más alucinados por la dureza de la
batalla contra el ejército del General Domingo de Monteverde insistieron en que
el corazón iba palpitando y las mujeres, deslumbradas por el ojo levemente torvo
del Libertador, aseguraron que le musitaba estribillos de guerra al compás de
la marcha. En las calles de Caracas resonaron las botas. Los ojos entorpecidos
llegaron hasta la catedral para oír la misa de réquiem y luego el General
depositó en la urna de oro el corazón del coronel Atanasio Girardot. Pocos
meses después, cuando hicieron falta los recursos para emprender la defensa de
la Segunda República, cuando la pena de muerte a los contrabandistas no generó
los ingresos necesarios y el temor obligó a Bolívar a ordenar el exterminio de
los más de ochocientos españoles presos, incluyendo los heridos en los
hospitales, el Libertador envió a uno de sus soldados a la cripta para que
cambiara la urna de oro, sin despertar el corazón de Atanasio Girardot, por otra
urna de barro cocido por los indios kariñas.
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