jueves, 17 de abril de 2014

Isolina, otra de violencia





Titulo del libro reseñado: Isolina




Autor del libro reseñado César Herrera

Editorial del libro reseñado: Fondo Editorial Universidad Eafit, colección Antorcha y Daga, Medellín, 2003, 187 págs.

Por Miriam Cotes Benítez






Me han encomendado hacer la reseña crítica de tres novelas colombianas de reciente publicación1 y, aunque debo tratar cada una de ellas por separado, no puedo evitar mencionar, por lo que me impactó, que todas tratan un tema común: la violencia que en sus múltiples facetas devasta a este adolorido país desde tiempos sin principio y cuya inexorable realidad se cierra ahora como un puño de hierro sobre mi corazón.

Pedirle a la literatura colombiana que se aparte del tema de la violencia sería pedir un imposible. El arte, por más que lo trate, no puede alejarse de los temas que viven en su cotidianidad quienes lo hacen. Por supuesto, no tendrían que abordar todos estos temas (y no lo hacen) ni de frente ni en exclusiva. Sin embargo, sería absurdo que los artistas (de las letras o de otros ámbitos) metieran su cabeza, como el avestruz, en la tierra e ignoraran olímpicamente lo que transcurre ante sus ojos y entre sus costillas o donde quieran que tengan ubicado el corazón. Esta ignorancia no sería ni deseable ni justa. No obstante, es duro comprobar que en la literatura colombiana la violencia se ha convertido en la reina madre a la que todos le rinden honores abundantes. Todos los otros temas parecen haberse opacado, y a veces uno se pregunta si no será un síndrome de agotamiento de materia lo que pronto matará a nuestra novela.

Pero dado que es así, que la violencia es la reina madre, hay una sutileza (sutileza dependiendo de por dónde se la mire) que se torna, en estas circunstancias, demasiado importante: el tratamiento que se le da al tema. No es lo mismo, definitivamente no es lo mismo, hacer literatura que hacer amarillismo, y tampoco da igual que se abuse de un recurso y se le explote hasta la saciedad. Está bien que la violencia es un lugar común en nuestro país (lugar común en el sentido de que todos discurrimos por ella con mayor o menor intensidad o frecuencia), pero aun así no hay que hacer de ese lugar común, tan doloroso, por cierto, el lugar más común de todos los lugares y mucho menos el refugio donde se esconden los que carecen de ideas auténticas y originales. No es lo mismo enfrentar el tema de la violencia con mirada honesta, con mirada artística, que valerse de ella con motivación sensacionalista para captar lectores que, por horrendo que suene, parecen solazarse y divertirse con los temas escabrosos y/o con la desgracia humana... Me he echado todo este discurso porque me parece que eso es lo que hace César Herrera en su novela  |Isolina: retomar el tema de la violencia y meterlo en un paquete compuesto de miles de paqueticos para venderle algo a un público que bien pudiera estar leyendo otro tipo de publicaciones.



El Buda Sakyamuni lanzó una vez una frase que a veces resuena en mis oídos. Dijo: "Un hombre sabio es aquel que sabe que suficiente es suficiente". Todo en la vida tiene un punto, un límite, a partir del cual, todo lo que sigue es exceso, abuso, estereofonía, total falta de sabiduría. Dicho en otras palabras: todos tenemos días malos, pero cuando el día es demasiado malo resulta ya increíble en el significado más estricto de esta palabra. Es como la canción de los Beatles  |A Day in the Life, que cuenta la historia de alguien que lee las noticias y, a pesar de que cuentan de un hombre que se voló la cabeza en un carro, pues no se dio cuenta de que el semáforo había cambiado, no puede evitar soltar la risa. Si estamos de buenas pulgas, el exceso resulta hilarante. Si no lo estamos, bueno, mandamos a los que lo cometen a freír espárragos.

Hablando de excesos, hay que decir abiertamente que en el libro de César Herrera hay de todo, demasiado de todo, como en cualquier noticiero colombiano: hay violencia callejera, política, sexual; de actores de la delincuencia común, del narcotráfico. Hay travestismo, sexo telefónico, sida, atracos, prostitución, corrupción, robo. Hay santería, hay religión convencional, hay brujería. Hay alcoholismo, hay drogadicción. ¡Es demasiado! No hay cuerpo que aguante, ni ojos que resistan, ni ganas de acabar el libro que soporten. Si no fuera porque debía terminar de leerlo, juro que habría mandado a César Herrera a comer papas fritas.

|Isolina es mi primer encuentro con César Herrera. Revisando la pequeña bibliografía suya que aparece en la solapa de la publicación (por cierto, bastante bien producida), deduzco que es paisa y me entero de que ha publicado varios libros desde hace ya algunos decenios. Tiene libros de poesía, tiene cuentos, ha dirigido una revista literaria y, al parecer, ésta es su primera novela. ¿Será que tal vez por eso cae en el exceso? Supongo que si uno escribe una colección de cuentos quiera darles un hilo conductor escogiendo un tema que los una. Desde luego, una novela también debe tener un elemento aglutinador, un motivo que contribuya al decoro, como decía Horacio; esto es, a la coherencia interna de la obra. Pero el pique y el repique sobre un mismo tema y el exceso de acontecimientos, todos ellos facetas de una misma problemática, de ningún modo pueden ser el elemento que cohesione, porque cuando es así al lector no lo quedan sino dos opciones: o se aburre o finalmente suelta la carcajada como Lennon y Mac Cartney en la canción ya mencionada: "Y aunque la noticia era demasiado triste, no pude más que reír".



Hay temas, como el de la violencia, que demandan de quien lo trata como principal, delicadeza, seriedad, maestría, penetración en la naturaleza humana. Este tema, ampliamente tratado en la literatura universal y en la colombiana exige mucho para no caer en el sensacionalismo. Me explico: hay autores como Faulkner, Carson McCullers, Cesare Pavese, Hemingway, Kerouac, Burroughs, entre muchos otros, y para sólo hablar de los contemporáneos, que han abordado guerras mayores y menores, conflictos, asesinatos, drogadicción, homosexualidad, pero lo han hecho de manera artística y sin caer en fastidiosas superabundancias. Uno se conmueve, reflexiona, se identifica o se desidentifica, pero sabe que lo que tiene ante sus ojos es literatura y, como lo decía Alejandra Pizarnik, uno por la literatura puede hasta perder la vida. Sin embargo, otra cosa es cuando ante sus ojos desfilan historias narradas por un personaje insensible a más no poder, superficial hasta la médula, que desgrana, como si nada estuviera sucediendo, un cúmulo de dolorosas violencias ante las cuales uno ya no sabe cómo reaccionar: si como John y Paul, o con enojo ante el oportunismo de ciertos escritores colombianos que hacen el bien sin mirar a quien... Definitivamente, Neruda tenía razón cuando contaba que a veces en las fiestas se escondía en el baño para que los noveles poetas no le leyeran sus poemas cuya publicación, él consideraba, era un crimen contra la naturaleza, pues varios árboles tendrían que sacrificarse para que el autor satisficiera su ego.

Con  |Isolina de César Herrera uno sufre de gran indigestión. Sucede algo similar a lo que voy a describir en la siguiente analogía: todos sabemos que la chicha, el café y la cerveza quitan la sed. Pero ¡ay de quien se atreva, para calmar la sed a fondo, a mezclar estas tres bebidas! Como mínimo se ganará un dolor de estómago y, si no se cuida, puede terminar con sondas en el hospital.



La historia contada en  |Isolina va más o menos así: hay un personaje, Sigifredo, un auténtico indolente que nos cuenta los acontecimientos de su vida desde la infancia hasta las últimas consecuencias. Es un recurso manido, bueno, muy utilizado, pero está bien, de buena fe nos adentramos en su historia. De pronto puede resultar interesante. Año tras año, aunque no en cronología exacta, vamos recorriendo de su fría mano distintos parajes de la vida y de la geografía colombiana. Es allí donde empieza a aparecer este "de todo" del que he estado hablando en estas pocas páginas: escenas rurales con su vida típica (de milagro no encontramos la mulera, tan de moda en estos días), borrachines, tíos raros, abuelas desalmadas o buenas (ya no recuerdo), maestras de pueblo, camioneros y un sinfín de imaginería característica de las poblaciones de la cordillera antioqueña. " Vale. Si la antioqueñidad está de moda, ¿por qué no saber un poco más de ella? ". Hasta ahí parece una novela como cualquier otra, no tan mala, no tan buena, de esas que uno podría leer entre siesta y siesta en vacaciones. Seguimos a Sigifredo. De pronto, el autor decide hacer un experimento: nos presenta todo un apartado en el que, como Joyce, omite cualquier puntuación. "Ah, que bien. Parece que la nueva narrativa paisa no desconoce a los mayores de la literatura y se arriesga a escribir a su manera... Bueno, si la poesía de la Capital de la Montaña ha sido profundamente surrealista, ¿por qué su novelística no podría ser joyceana? ". Pero no. Pasado este capítulo, volvemos a la escritura convencional. "Si así lo quiere el autor, entonces ni modo. Respetémoslo". Y siguen veinte o treinta páginas donde Sigifredo, ahora sí envalentonado, nos empieza a contar de todo lo habido y por haber: atracos en la costa en la ruta Maicao-Barranquilla, peleas callejeras de tipos borrachos, heridas a mansalva, accidentes de tránsito por curveadas carreteras, niñas prostitutas, viejas prostitutas, fiestas al amanecer, violaciones masivas y particulares, policías corruptos, parientes gay que mueren de sida, amenaza de contagio en víctima inocente, señoras que les rezan a supuestos santos para que les hagan mal a otros y ya no recuerdo cuántas cosas más. Cuando uno cree que ya Sigifredo va a descansar o nos va a dejar descansar a nosotros (que la novela se va a acabar), pum, aparece el amor... Y, bueno, descansamos... Por fin algo bonito, por fin algo menos atropellado, por fin, por fin, por fin (si Sigifredo se casa y forma una familia, tal vez deje de agobiarnos con sus desgracias fantaseadas o reales). Pero no. El supuesto amor, que sólo al final pasa de lo telefónico a lo real, también tiene su faceta sorpresiva y desagradable. La tipa de la que Sigifredo se enamora resulta siendo un tipo. Y no es que esto me escandalice. Para nada. Lo que pasa es que, a la altura en que llega y como llega uno ya está cansado de tanto, tanto y tanto. Para rematar, a la Víctor / Victoria de Herrera la matan los I sicarios al salir de un bar donde está teniendo la primera cita con nuestro insulso personaje (para alivio del lector parecía que lo estaba convenciendo de vivir el otro amor... ¡Por fin Sigifredo va a ser feliz!) ... Cuando aparece este ingrediente más, uno no sabe si reír o ponerse a llorar (claro, lo primero sería lo más sano)... Y cuando ya uno está a punto de hacer lo uno o lo otro, se da cuenta de que todo no era más que una fantasía de Sigifredo, a quien, como el autor, pareciera fascinarle jugar con los demás en sus tiempos de ociosidad. En fin... Uno cierra las páginas sin mucho que decir pero seguro de que el sensacionalismo y la literatura no son dos cosas que compaginen bien.

Como no todo es malo en este mundo (si así lo fuera se autodestruiría), hay algo que antes de finalizar me gustaría recalcar: César Herrera es buena pluma. Tiene un estilo fluido, suelto, a ratos excelente, que hace que uno más o menos le perdone su precaria imaginación. A Dios lo que es de Dios y a César lo que es de César. Sin embargo, me gustaría darle un consejo no pedido: que utilice su talento con más consideración por sus lectores y que la próxima vez se enfoque en pocas cosas. Del atiborramiento en la literatura, tal vez diría el Buda Sakyamuni hoy, no queda sino la más árída ignorancia.



| 1 . Ésta; es decir,  |Isolina, de César Herrera;  |Las mujeres de la muerte de Gustavo Álvarez Gardeazábal y  |Mi vestido verde esmeralda de Alister Ramírez Márquez.

Ficha bibliográfica
Titulo: BOLETÍN CULTURAL Y BIBLIOGRÁFICO 69
Autores: Banco de la República

http://www.lablaa.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/boletin/bole69/bolet31.htm

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