Titulo del libro reseñado: Isolina
Autor del libro reseñado César Herrera
Editorial
del libro reseñado: Fondo Editorial Universidad Eafit, colección Antorcha y
Daga, Medellín, 2003, 187 págs.
Por Miriam Cotes Benítez
Me
han encomendado hacer la reseña crítica de tres novelas colombianas de reciente
publicación1 y,
aunque debo tratar cada una de ellas por separado, no puedo evitar mencionar,
por lo que me impactó, que todas tratan un tema común: la violencia que en sus
múltiples facetas devasta a este adolorido país desde tiempos sin principio y
cuya inexorable realidad se cierra ahora como un puño de hierro sobre mi
corazón.
Pedirle
a la literatura colombiana que se aparte del tema de la violencia sería pedir
un imposible. El arte, por más que lo trate, no puede alejarse de los temas que
viven en su cotidianidad quienes lo hacen. Por supuesto, no tendrían que
abordar todos estos temas (y no lo hacen) ni de frente ni en exclusiva. Sin
embargo, sería absurdo que los artistas (de las letras o de otros ámbitos)
metieran su cabeza, como el avestruz, en la tierra e ignoraran olímpicamente lo
que transcurre ante sus ojos y entre sus costillas o donde quieran que tengan
ubicado el corazón. Esta ignorancia no sería ni deseable ni justa. No obstante,
es duro comprobar que en la literatura colombiana la violencia se ha convertido
en la reina madre a la que todos le rinden honores abundantes. Todos los otros
temas parecen haberse opacado, y a veces uno se pregunta si no será un síndrome
de agotamiento de materia lo que pronto matará a nuestra novela.
Pero
dado que es así, que la violencia es la reina madre, hay una sutileza (sutileza
dependiendo de por dónde se la mire) que se torna, en estas circunstancias,
demasiado importante: el tratamiento que se le da al tema. No es lo mismo,
definitivamente no es lo mismo, hacer literatura que hacer amarillismo, y
tampoco da igual que se abuse de un recurso y se le explote hasta la saciedad.
Está bien que la violencia es un lugar común en nuestro país (lugar común en el
sentido de que todos discurrimos por ella con mayor o menor intensidad o
frecuencia), pero aun así no hay que hacer de ese lugar común, tan doloroso,
por cierto, el lugar más común de todos los lugares y mucho menos el refugio
donde se esconden los que carecen de ideas auténticas y originales. No es lo
mismo enfrentar el tema de la violencia con mirada honesta, con mirada
artística, que valerse de ella con motivación sensacionalista para captar
lectores que, por horrendo que suene, parecen solazarse y divertirse con los
temas escabrosos y/o con la desgracia humana... Me he echado todo este discurso
porque me parece que eso es lo que hace César Herrera en su novela |Isolina: retomar el tema de
la violencia y meterlo en un paquete compuesto de miles de paqueticos para
venderle algo a un público que bien pudiera estar leyendo otro tipo de
publicaciones.
El
Buda Sakyamuni lanzó una vez una frase que a veces resuena en mis oídos. Dijo:
"Un hombre sabio es aquel que sabe que suficiente es suficiente".
Todo en la vida tiene un punto, un límite, a partir del cual, todo lo que sigue
es exceso, abuso, estereofonía, total falta de sabiduría. Dicho en otras
palabras: todos tenemos días malos, pero cuando el día es demasiado malo
resulta ya increíble en el significado más estricto de esta palabra. Es como la
canción de los Beatles |A
Day in the Life, que cuenta la historia de alguien que lee
las noticias y, a pesar de que cuentan de un hombre que se voló la cabeza en un
carro, pues no se dio cuenta de que el semáforo había cambiado, no puede evitar
soltar la risa. Si estamos de buenas pulgas, el exceso resulta hilarante. Si no
lo estamos, bueno, mandamos a los que lo cometen a freír espárragos.
Hablando
de excesos, hay que decir abiertamente que en el libro de César Herrera hay de
todo, demasiado de todo, como en cualquier noticiero colombiano: hay violencia
callejera, política, sexual; de actores de la delincuencia común, del
narcotráfico. Hay travestismo, sexo telefónico, sida, atracos, prostitución,
corrupción, robo. Hay santería, hay religión convencional, hay brujería. Hay
alcoholismo, hay drogadicción. ¡Es demasiado! No hay cuerpo que aguante, ni
ojos que resistan, ni ganas de acabar el libro que soporten. Si no fuera porque
debía terminar de leerlo, juro que habría mandado a César Herrera a comer papas
fritas.
|Isolina es mi primer
encuentro con César Herrera. Revisando la pequeña bibliografía suya que aparece
en la solapa de la publicación (por cierto, bastante bien producida), deduzco
que es paisa y me entero de que ha publicado varios libros desde hace ya
algunos decenios. Tiene libros de poesía, tiene cuentos, ha dirigido una
revista literaria y, al parecer, ésta es su primera novela. ¿Será que tal vez
por eso cae en el exceso? Supongo que si uno escribe una colección de cuentos
quiera darles un hilo conductor escogiendo un tema que los una. Desde luego,
una novela también debe tener un elemento aglutinador, un motivo que contribuya
al decoro, como decía Horacio; esto es, a la coherencia interna de la obra.
Pero el pique y el repique sobre un mismo tema y el exceso de acontecimientos,
todos ellos facetas de una misma problemática, de ningún modo pueden ser el
elemento que cohesione, porque cuando es así al lector no lo quedan sino dos
opciones: o se aburre o finalmente suelta la carcajada como Lennon y Mac
Cartney en la canción ya mencionada: "Y aunque la noticia era demasiado
triste, no pude más que reír".
Hay
temas, como el de la violencia, que demandan de quien lo trata como principal,
delicadeza, seriedad, maestría, penetración en la naturaleza humana. Este tema,
ampliamente tratado en la literatura universal y en la colombiana exige mucho
para no caer en el sensacionalismo. Me explico: hay autores como Faulkner,
Carson McCullers, Cesare Pavese, Hemingway, Kerouac, Burroughs, entre muchos
otros, y para sólo hablar de los contemporáneos, que han abordado guerras
mayores y menores, conflictos, asesinatos, drogadicción, homosexualidad, pero
lo han hecho de manera artística y sin caer en fastidiosas superabundancias.
Uno se conmueve, reflexiona, se identifica o se desidentifica, pero sabe que lo
que tiene ante sus ojos es literatura y, como lo decía Alejandra Pizarnik, uno por
la literatura puede hasta perder la vida. Sin embargo, otra cosa es cuando ante
sus ojos desfilan historias narradas por un personaje insensible a más no
poder, superficial hasta la médula, que desgrana, como si nada estuviera
sucediendo, un cúmulo de dolorosas violencias ante las cuales uno ya no sabe
cómo reaccionar: si como John y Paul, o con enojo ante el oportunismo de
ciertos escritores colombianos que hacen el bien sin mirar a quien...
Definitivamente, Neruda tenía razón cuando contaba que a veces en las fiestas
se escondía en el baño para que los noveles poetas no le leyeran sus poemas
cuya publicación, él consideraba, era un crimen contra la naturaleza, pues
varios árboles tendrían que sacrificarse para que el autor satisficiera su ego.
Con
|Isolina de César Herrera uno
sufre de gran indigestión. Sucede algo similar a lo que voy a describir en la
siguiente analogía: todos sabemos que la chicha, el café y la cerveza quitan la
sed. Pero ¡ay de quien se atreva, para calmar la sed a fondo, a mezclar estas
tres bebidas! Como mínimo se ganará un dolor de estómago y, si no se cuida,
puede terminar con sondas en el hospital.
La
historia contada en |Isolina va
más o menos así: hay un personaje, Sigifredo, un auténtico indolente que nos
cuenta los acontecimientos de su vida desde la infancia hasta las últimas
consecuencias. Es un recurso manido, bueno, muy utilizado, pero está bien, de
buena fe nos adentramos en su historia. De pronto puede resultar interesante.
Año tras año, aunque no en cronología exacta, vamos recorriendo de su fría mano
distintos parajes de la vida y de la geografía colombiana. Es allí donde
empieza a aparecer este "de todo" del que he estado hablando en estas
pocas páginas: escenas rurales con su vida típica (de milagro no encontramos la
mulera, tan de moda en estos días), borrachines, tíos raros, abuelas desalmadas
o buenas (ya no recuerdo), maestras de pueblo, camioneros y un sinfín de
imaginería característica de las poblaciones de la cordillera antioqueña.
" Vale. Si la antioqueñidad está de moda, ¿por qué no saber un poco más de
ella? ". Hasta ahí parece una novela como cualquier otra, no tan mala, no
tan buena, de esas que uno podría leer entre siesta y siesta en vacaciones.
Seguimos a Sigifredo. De pronto, el autor decide hacer un experimento: nos
presenta todo un apartado en el que, como Joyce, omite cualquier puntuación.
"Ah, que bien. Parece que la nueva narrativa paisa no desconoce a los
mayores de la literatura y se arriesga a escribir a su manera... Bueno, si la
poesía de la Capital
de la Montaña
ha sido profundamente surrealista, ¿por qué su novelística no podría ser
joyceana? ". Pero no. Pasado este capítulo, volvemos a la escritura
convencional. "Si así lo quiere el autor, entonces ni modo.
Respetémoslo". Y siguen veinte o treinta páginas donde Sigifredo, ahora sí
envalentonado, nos empieza a contar de todo lo habido y por haber: atracos en
la costa en la ruta Maicao-Barranquilla, peleas callejeras de tipos borrachos,
heridas a mansalva, accidentes de tránsito por curveadas carreteras, niñas
prostitutas, viejas prostitutas, fiestas al amanecer, violaciones masivas y
particulares, policías corruptos, parientes gay que mueren de sida, amenaza de
contagio en víctima inocente, señoras que les rezan a supuestos santos para que
les hagan mal a otros y ya no recuerdo cuántas cosas más. Cuando uno cree que
ya Sigifredo va a descansar o nos va a dejar descansar a nosotros (que la
novela se va a acabar), pum, aparece el amor... Y, bueno, descansamos... Por
fin algo bonito, por fin algo menos atropellado, por fin, por fin, por fin (si
Sigifredo se casa y forma una familia, tal vez deje de agobiarnos con sus desgracias
fantaseadas o reales). Pero no. El supuesto amor, que sólo al final pasa de lo
telefónico a lo real, también tiene su faceta sorpresiva y desagradable. La
tipa de la que Sigifredo se enamora resulta siendo un tipo. Y no es que esto me
escandalice. Para nada. Lo que pasa es que, a la altura en que llega y como
llega uno ya está cansado de tanto, tanto y tanto. Para rematar, a la Víctor / Victoria de
Herrera la matan los I sicarios al salir de un bar donde está teniendo la
primera cita con nuestro insulso personaje (para alivio del lector parecía que
lo estaba convenciendo de vivir el otro amor... ¡Por fin Sigifredo va a ser
feliz!) ... Cuando aparece este ingrediente más, uno no sabe si reír o ponerse
a llorar (claro, lo primero sería lo más sano)... Y cuando ya uno está a punto
de hacer lo uno o lo otro, se da cuenta de que todo no era más que una fantasía
de Sigifredo, a quien, como el autor, pareciera fascinarle jugar con los demás
en sus tiempos de ociosidad. En fin... Uno cierra las páginas sin mucho que
decir pero seguro de que el sensacionalismo y la literatura no son dos cosas
que compaginen bien.
Como
no todo es malo en este mundo (si así lo fuera se autodestruiría), hay algo que
antes de finalizar me gustaría recalcar: César Herrera es buena pluma. Tiene un
estilo fluido, suelto, a ratos excelente, que hace que uno más o menos le
perdone su precaria imaginación. A Dios lo que es de Dios y a César lo que es
de César. Sin embargo, me gustaría darle un consejo no pedido: que utilice su
talento con más consideración por sus lectores y que la próxima vez se enfoque
en pocas cosas. Del atiborramiento en la literatura, tal vez diría el Buda
Sakyamuni hoy, no queda sino la más árída ignorancia.
| 1 . Ésta; es decir, |Isolina, de César Herrera; |Las mujeres de la muerte de Gustavo Álvarez Gardeazábal y |Mi vestido verde esmeralda de Alister Ramírez Márquez.
Ficha bibliográfica
Titulo: BOLETÍN CULTURAL Y BIBLIOGRÁFICO 69 Autores: Banco de la República
Titulo: BOLETÍN CULTURAL Y BIBLIOGRÁFICO 69 Autores: Banco de la República
http://www.lablaa.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/boletin/bole69/bolet31.htm
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