sábado, 27 de marzo de 2021

Itagüí, esa vieja costumbre del abandono; crónica con un grano de oro en la molleja de una gallina

 

Itagüí, esa vieja costumbre del abandono

crónica con un grano de oro en la molleja de una gallina

 por César Herrera

Itagüí era conocida como la Ciudad Industrial de Colombia, pero en mi infancia lo único que me llamaba la atención eran las coloridas carpas de los gitanos en el barrio Santamaría y el tren que pasaba por la Autopista Sur para Puerto Berrío poco después de las seis de la mañana y que yo escuchaba silbar triste desde mi cama. Luego la ciudad fue conocida como Itagüecos y más tarde algunos amigos y vecinos cercanos vivieron el boom de las cadenas de oro en el cuello, de la ropa de marca, las motocicletas de motores envenenados y la vida breve. Un día mi madre me llamó a casa de unos amigos y me dijo que durmiera en cualquier parte porque en el umbral de nuestra casa habían abaleado a un hombre. Entonces tomó la decisión de marcharnos de Santamaría. Sin embargo, yo seguí viviendo en sus calles y tomando cerveza con mis amigos porque en esos recodos había dejado pedazos de mi niñez y todas las primeras veces de mi vida.

Ahora no voy a Santamaría, pero suelo ir al parque Obrero: saludo a Catalina en La Tertulia, a Juan Fernando en La Bodeguita del Medio, a Raúl Montoya en la Biblioteca Diego Echavarría Misas y paso por donde David Mejía en Diporys a ver si se le ocurre mandarle otra camiseta del Deportivo Independiente Medellín a mi hijo, porque la primera ya no le sirve y la otra solo tiene cuatro estrellas.

El sábado 15 de septiembre recorrí algunos sectores de la ciudad: fui al cementerio Nuestra señora del Rosario y comprobé que en Itagüí persiste la vieja costumbre del abandono. Antes eran las calles, las escuelas… El bachillerato lo hice en el Avelino Saldarriaga Gaviria. El primer día de clases, allá por los años 70 del siglo XX, a los niños nos sentaban en bloques de ladrillo y nos dejaban ir más temprano para la casa porque no había como alumbrar la entrada de la noche. Las cosas no han cambiado mucho. Ahora hay equipo de fútbol profesional: Las Águilas Doradas que vuelan por encima de las tormentas, según la leyenda; pero el cementerio se está cayendo; las flores están prohibidas y las tumbas permanecen arrasadas. Media cuadra al norte del cementerio hay un descomunal árbol de caucho cuya raíz ha sido pintada por los artesanos de la ciudad con bellos colores y figuras de animales y su melena y las numerosas vertientes de la raíz sirven de depósito de basura. En el Obrero hay unas casas abandonadas y semidestruidas, quizá a la espera de ser desmanteladas para unir el Parque Obrero con el parque El Brasil, todavía lleno de carros de bestia que transportan el material de construcción de los depósitos, y cuya unificación está planeada hace más de diez años. En la Iglesia Nuestra Señora del Rosario, del parque principal, al granito tarjado y mugriento de la fachada (llena de cientos de clavos de acero producto de una intervención a medias) se le pueden ver las fisuras donde crece el musgo; y la madera de las puertas está manchada y cuarteada como un tremedal. Un día de otro tiempo el reloj se detuvo a las cinco y cincuenta y dos minutos, tal vez de una madrugada tibia. El ángel del costado izquierdo levanta una mano sin antorcha y al del derecho le pusieron en la suya un bombillo prostibulario. Hace muchos años clavaron una placa en la parte izquierda del frontis: «A la memoria de Diego R. Echavarría Misas, gran amigo del árbol, se consagra este ciprés». ¿Cuál ciprés? ¿Hubo uno en el atrio de la iglesia antes de que hicieran la calzada vehicular? En el interior de la iglesia las paredes están desconchadas y sucias. Algunos feligreses dormitan en las oscuras bancas de pino y uno de ellos escribe un mensaje en un BlackBerry.

Afuera, en el parque, también agrietado, pueden verse más de doscientos hombres habituales que viven despacio: uno de ellos lleva tres relojes en cada mano; otro extiende una rígida maletita del siglo XIX en la que se exhiben repuestos oxidados para relojes, manillas sintéticas de colores, manillas de cuero, otras metálicas, doradas y niqueladas con filigrana burda entre el polvo y los cogollos de los cauchos y los cipreses; alguien vende zapatos tenis de segunda mano y tubitos de betunería. Una señora camuflada entre los hombres ofrece café en vaso plástico a doscientos pesos. Una muchacha lleva a un niño en su coche desvencijado que como capota tiene una caja de madera llena de cigarrillos sin filtro y dulces cristalizados por la intemperie. Alguien extiende sus manos con los dedos llenos de llaveros, navajas y otras colgandejas. Bolívar y Santander, los dos próceres todavía peleados, se dan la espalda en el centro del parque; el primero, colosal, cercado por una fuente fresca y ocho nutridas palmeras; el otro, apenas un busto con la mirada restringida a los autos que van para el sur. A la diestra del libertador, el busto de don Diego Echavarría, que desde su sitio de cautiverio en el año setenta y uno le dijo a su mujer Benedikta zur Nieden que no pagara rescate y una madrugada los hombres de Pablo Escobar arrojaron su cadáver a la orilla de la carretera en el barrio San Gabriel; y a la Izquierda de Bolívar, la escultura de Avelino Saldarriaga.

A las diez y media compré un cuaderno en la papelería Bitagüí, me atendió Martha, la hija del poeta Juvenal Herrera, que con algo de esfuerzo recordó mi nombre. Volví al parque y traté de pescar conversaciones. Me senté en la raíz del caucho a mirar las minúsculas avispas verde amarillas revoloteando entre las melenas y a oír que «Aquel no volvió al parque porque ahora se queda sentado en la puerta de su casa con ondas por la nariz» y no se sabe más del que caminaba con dos niñas haciéndoles cosquillas por los sobacos y dándoles monedas de quinientos pesos. Cuando se apagan las voces me dirijo a otro corrillo y un hombre habla del Cometa Halley; enfrente, muy juntas para aprovechar la sombra de un follaje, dos mujeres macizas, con gafas de sol, se susurran algo mientras una de ellas busca la piel de la travesura. Hay grupos hasta de ocho hombres: en uno se oye la voz estridente, habla de un primo de Piedad Córdoba: «A ese hijueputa no lo han largado, vos escuchaste mal; a ese me lo cogieron ayer». «Iba para España», complementa otro hombre. «Era un cabecilla del frente 33 de las Farc», dice alguien. «Ojalá reelijan al procurador y verán que la cosa se hincha». De repente cambian de personaje, siempre orientados por el hombre que grita: «Los bogotanos van a revocar el mandato de Petro». «¡Hijueputa la gente que votó por ese malparido guerrillero!». «¡Ese no termina!». «Este que oye noticias sí dice la verdad: Le propuso cosas mal hechas a Navarro y por eso se le retiró. ¡Petro es un deshonesto de aquí a Putamierda!».

Veo a un hombre ensimismado haciendo una sopa de letras de una arrugada revista junto a otro que dormita sobre una placa puesta en un montículo de granito. Dos a mis espaldas hablan de lo que harían si se ganaran la lotería: «Con 800 millones ya uno se plantea; póngale que compre 8 casas de 100 millones, bien rebuscaítas. Con eso vive uno del alquiler». Me acerco a la placa y leo: «Reconocimiento al árbol de la vida. Árbol sembrado por el gobernador Aníbal Gaviria Correa», busco el árbol, pero no lo veo. Le pregunto al hombre de la sopa de letras a cuál árbol se refieren y me señala un arenero en el que hay un chamizo: «Ahí habían sembrado un guayacán como aquel (apunta con el dedo a uno que retoñó), pero cuando venían los mimos al parque los borrachos se pegaban del árbol hasta que lo secaron: en eso es que se gastan la plata estos descarados del gobierno. Vea a lo que venía el gobernador que mataron los de las Farc, a sembrar árboles» (el gobernador asesinado fue Guillermo, su hermano). Le pregunto si es de Itagüí y me contesta que no, pero que vive hace 42 años en el municipio, aunque «me he ido y vuelto, he andado mucho y por allá hasta pagué un canazo». Dice que es de Heliconia, se llama Álvaro de Jesús Montoya: «Cuando salí de pagar servicio mis papás se habían ido para Pijao, Quindío; yo trabajo en la construcción, yo he andado mucho…». Me dice que ahora está durmiendo donde un señor que le dio «posada en una plancha», que antes vivía con una hermana que recibe media pensión porque le mataron al marido, pero que no volvió por allá los sábados ni los domingos porque esos días está su sobrina que «una mañana me vio llegar y dijo: “ya llegó éste” y a mí me dio mucha rabia con esa culicagaíta que yo le llevaba leche y pañales y como ya trabaja de secretaria por allá en San Diego, se cree mucho». Don Álvaro no se da un respiro. Lo invito a tomar café. Entramos a una cafetería; pide una Pepsi y un roscón relleno de arequipe. Continúa hablando: «Yo voy donde mi hermana día por medio y ella me da una sopita, ella tiene cinco hijos grandes en ese ranchito, se acomodan en unos camarotes y no queda espacio ni para extender un costal… Cuando resulta algo qué hacer le llevo leche; mire, yo soy oficial de la construcción, tengo cinco títulos del Sena, pero ya resulta poco trabajo; ahora hay unos oficialitos que andan con un metro así de grande colgado de la correa y no saben medir un dieciseisavo, no tienen idea de cómo se hace una medida a escala; yo sé leer planos y me enseñaron a hacerlos también; y ellos hasta llevan una lienza. ¿Sabe qué es una lienza? Un rollo para medir hasta 50 metros. Allá, a donde mi hermana mayor, que vive en El Rosario, voy a las diez o diez y media porque donde la otra, la niña, no volví; el esposo de ella es un perro, trabaja en vigilancia, yo también trabajé en vigilancia; un día que mi hermana, la niña…, vive en Calle Quince, …me sirvió un sancocho, llegó ese perro y apenas me vio, pasó de largo diciendo que esa casa no era un hotel para nadie. La niña se puso a llorar. Entonces me le dejé ir y le dije: “ve, Suso, acordate cuando yo vivía con Rosita, mi mujer, que te daba comida y sacábamos el guaro…”. Entonces cogí el plato de sancocho y se lo llevé a Suso; la niña me rogaba que me lo comiera, pero se lo puse en la mesa y le dije: “quedo más lleno viendo comer a este muerto de hambre”. Ahora estoy en el barrio Miranda, ese lo construyó el dueño de Depósitos Miranda, todas las casas son igualitas: Efrén de Jesús Miranda, muy caritativo y buena gente…».

La cafetería está ubicada en la esquina del costado derecho de la iglesia, huele a confitura y a pan caliente y se ha ido llenando de clientes; don Álvaro apenas ha probado el roscón. Algunos aljófares de azúcar penden de su bigote; la mañana es calurosa; habla del esposo de su hermana mayor: «Ese era muy mal marido, que en paz descanse; era casado y le pegaba a la mujer. Después mi hermana, Nora Elena, se enmozó con él. Manejaba un taxi, pero toda la plata se la metía al culto, a la familia no le llevaba nada… Tuvieron cinco hijos, el hombre era bueno pa’l ñongo ñongo…  Por ese tiempo él me había invitado a vivir con ellos. Un día llegué y encontré a Nora con un ojo hinchado porque la había agarrado a puño y a plan. A mí que nunca me ha faltado un chuzo, me le dejé ir y lo encontré tirado en la cama con la peinilla en el pecho y leyendo la biblia: “¿pa’ eso me trajiste vos aquí?, ¡venga tíreme a mí!”, le dije; se quedó callado. Luego se fue como dos meses para una casa, por allá arriba (señaló la serranía occidental). A ese barrio le dicen Barrio Hundido, queda antes de llegar a Calle Quince, en la vía p’al Tanque, la casa más fea que usted vea, esa es la de mi hermana, ella no puede salir de allá porque le quitan la casa…».

«A mi cuñado lo mataron un 17 de julio, yo estaba aquí mismo; esto era, en ese tiempo, el bar Victoria, de Octavio Loco… como a las cinco llegó el compañero de él a entregarle el taxi. Se lo recibió y lo llevó a la casa. Después bajó por el parque y recogió en la esquina de Foto Japón a una pareja que iba para La Finquita (un motel), pero al rato nos avisaron que los habían acribillado a todos por la Cervecería Pilsen. Iban por la pareja, pero le dieron a mi cuñado». Pronto resultó contándome la historia de los bares de Itagüí: El salón Colombia, El Gran Café, Rancho Grande (la esquina frente al edificio de la Alcaldía) donde ahora hay una farmacia Pasteur; Torrente, Vesubio. Me dijo que en el Rincón de Antaño hay unos pianos de colección que Samuel no le vende a nadie porque son una reliquia: se les echa una moneda con una cucharita. Me habló de una mujer muy bella que nunca salía con menos de 80 fichas (la ficha es el porcentaje que el dueño le da por cada ron que les consume a los clientes). Contó la historia de dos veteranos que iban desde Envigado a beber en el bar de José Puto, al que las mujeres llegan desde Medellín y no tienen menos de 19 años ni más de 21. Se tomaron «siete medias de aguardiente». Uno se emborrachó mucho y se durmió. Cuando despertó, a eso de las once de la noche, armó un escándalo de chimpancés porque la mesera le cobró trescientos ochenta mil pesos. Se cuenta que no debía nada porque cada tanda que pedían, los hombres la pagaban.

Salimos de la cafetería y volvimos a sentarnos bajo un palo de mango en el parque, junto al General Santander. Ya se aproximaba el mediodía.

«Era vigilante en Crown Litometal y un día me llevaron a Rafael Bedoya para que lo entrenara. Era fácil, cada media hora tenía que marcar el “sapo” para que los patrones supieran que no se había quedado dormido. Vivía en Calatrava, pero dormía en la calle, lo habían echado de la casa porque se comió una primita de trece años. Lo único que llevaba de almuerzo era un engrudo que parecía sopa. Entonces algunas veces compartí mi comida con él: mera coca, con todos los fierros. Un día me dijo: “Dígale a su señora que me eche una coquita que no sea tan cara”. Como a los quince días me dijo: “Llevame a tu casa pa’ pagarle a tu mujer”. Ese día le dimos un buque de almuerzo y nos ofreció veinte mil pesos para que lo alojáramos. La niña dormía con nosotros. Le quitamos las barandas a la cama corral del niño y lo acostamos en el suelo para que Rafael durmiera en la cama.

A los tres meses mi esposa Rosita se fue con él. Se fueron a vivir al Guayabo. Cuando llegué por la noche la casa estaba vacía. En la sala había una maleta con mi ropa y una caja de cartón con la ropa de Rafael. Se habían llevado todo; con esa rabia tan hijueputa me puse a recorrer la casa y descubrí en la cocina, entre el hueco del adobe, el manubrio de la máquina de moler. Por la noche llegó Rafael y todo sorprendido me dijo: “¿Sí ves la que nos hizo tu mujer?” Yo le dije que pagáramos la casa juntos a ver qué me contestaba y me dijo que no, porque iba a vivir con unos familiares; cuando estaba cruzando la puerta con la caja en el hombro vi una parte del manubrio de la máquina de moler que había roto el cartón y le dije: “No le vaya a botar el manubrio a esa puta” y no sé por qué no lo encendí a chuzo. Me fui a emborracharme y pedí el disco Victoria de Lalo Martel (se refiere al tango de Enrique Santos Discépolo). Eso fue en el año noventa y tres».

Don Álvaro se puso de pie, miró el cielo azul del sábado de los enamorados, sacó un cigarrillo que traía suelto en el bolsillo de la camisa y me preguntó: «¿Le choca el humo? ¡Demás que sí!». Encendió el cigarrillo y empezó a fumar. Un día se encontró con Rafael Bedoya en el parque, ahí cerca de donde estábamos y le dijo: «La niña mía va creciendo y a vos te echó tu tía porque te le comiste la hija… Si me llegás a perjudicar la niña te corto la cabeza y me presento en una estación como hizo Goliat…». Es David quien lleva la cabeza de Goliat, pero no le corrijo. Luego me habla de Rosita: «Es una mujer alta, color canela, con una dentadura hermosa; cada rato me decía: “Mijo, ¿por qué no te arreglás la dentadura?”».

Ahora sus recuerdos llegan a un lejano pueblo de Antioquia. Álvaro de Jesús Montoya estuvo con una vieja en Vegachí que cobraba un peso por adivinar la suerte. El salón se hallaba adornado con velos morados y las nubes de sahumerio de romero dificultaban la respiración. Sin que él le contara su caso ella le dijo: «¿Usted viene con qué fin? Eso ya está adivinado. A usted la señora lo dejó por un compadre. Si quiere le regreso a su mujer. Ahora que vaya la encuentra postrada en el piso… Usted ha intentado algo contra ese señor. ¡No haga eso, ella paga lo que hizo…! ¡Ellos pagan eso…!».

Me cambié de posición para evitar que los rayos del sol, que empezaba a descentrarse, cayeran sobre mis brazos. De pronto suspendió la conversación para saludar a un hombre que atravesaba el parque: «Ese que va ahí se ganó la lotería hace años; cogió 420 millones y se los gastó en dos patadas. Le sobraban los amigos porque andaba con los bolsillados de plata. Emborrachaba a todos, era el dueño del Gran Café y se encerraba ocho días en un motel de lujo con cinco pelaítas; al año y medio no le quedaba ni un peso. Yo también gané buena plata. Ahora no me cae mucho trabajo. El 16 de diciembre voy a cumplir 63 años. Ya me da lidia levantar un bulto de cemento desde el suelo; pero soy capaz de trabajar todo el día agachado. Hubo un tiempo en que me ganaba 350.000 a la semana, trabajaba en Cama Suelta, íbamos a construir 35 moteles, pero un día llegó un negro grande, macizo, con cadenas de oro y aretes y nos dijo: “Paren eso que acaban de matar al propio”; pero yo no creo, para mí Pablo está vivo. Cuando salí de la obra tiré por la parte de atrás tres enchapes de oro cromo que valían más de 600.000 cada uno; los vendí a 200.000. Esos tipos que vienen del Parque Obrero no reciben comida, no comen nada, todo el día toman pipo; cuando no les dan agua, cogen de ahí, de la pileta (me señala la fuente que adorna al General Bolívar) y mezclan esa agua estancada con alcohol. En un año han muerto tres alcohólicos del Rosario y dos de Playa Rica. En el tiempo en que no existían los sicarios y a estos barrios no llegaban los motorizados, los tombos se demoraban mucho para llegar porque andaban en una patrullita, nosotros éramos un grupito de cinco y nos dedicábamos a esperar a los pensionados miserables; a un señor que recibía una prima cada cuatro meses, que era muy buena gente, nunca lo tocamos, antes lo acompañábamos a la casa y él le decía a la señora que nos diera cafecito. Para que no nos reconocieran nos poníamos pasamontañas; conseguíamos la plata, relojes automáticos doble calendario, dos tornillos… Yo le hubiera hecho caso al coronel Ulpiano Flórez Hernández que me rogó que hiciera un curso para suboficial cuando terminé de pagar el servicio militar; pero no, mi familia se había ido para Pijao y yo fui a buscarlos. Un día me dijo un tipo: “Hay un señor que paga mulas a 70.000”. Cogí un caballo prestado, había una luna linda y en la vereda Río Azul, me robé cinco mulas. El mismo que me las compró me echó los carabineros. Esa noche me cayeron. Llevaban carabinas San Cristóbal, unas bellezas de siete tiros, retrocarga. Me metieron a la cárcel Peñas Blancas en Calarcá. Yo tenía una chaqueta de cuero, un reloj Mount Royal, un anillo de oro marcado con Dios y Madre. A la entrada, un guardia me dijo que dejara todo ahí que adentro me mataban por eso. ¿Usted me va a dar un recibo por las cosas?, le pregunté; me contestó: “¿Usted cree que llegó donde su mamá, o qué?”. No le quise dejar nada y entré con todo al patio. Los primeros que me vieron llegar dijeron: “Carne fresca”. Yo les contesté: “Cuidado se les rancéa”. Cuando menos pensé me pusieron la máquina. Eran dos negros grandotes. Me quitaron todo: uno se pedía el bobo (reloj), el otro la tuerca (el anillo) y la chaqueta. Cuando pude alejarme de ellos logré ver un palo de escoba en un rincón. Corrí por él, lo partí con la rodilla y me devolví hacia los negros. Se lo metí por la espalda a uno de ellos y le salió la astilla por el estómago. Ya le iba a entrar al otro negro que se me venía encima cuando sentí un garrotazo en la cabeza. Desperté en el hospital San Rafael de Armenia, custodiado por dos guardias. Luego supe que uno de ellos me había dado el bolillazo. Estuve como tres días allí. Un guardia me dijo una noche: “¿Sabe en qué se metió? Ese negro se le murió”. Para evitar más problemas me trasladaron para Cali a la cárcel Villa Nueva. Pagué treinta y seis meses y una semana. En el año 76 trabajé en Colibrí como operario de hiladoras… bueno, hacía de todo porque era supernumerario; trabajé en Leonisa; un día me llamó el doctor Estrada y me preguntó: “¿Montoyita, a usted qué le pasa?” Tenía 18 faltas. Él no me quería echar, pero le pregunté que si le renunciaba me liquidaba con la octava y me dijo que sí; entonces le renuncié. En Seguridad Atlas renuncié borracho una mañana. Yo era bueno pa’l guaro. Hace dos meses me tomé una caja azul de litro, solo. Me quedó un poquito para el otro día. Me tomé un guaro antes de bañarme y cuando salí me mandé otro. Desayuné “calentado” y me tomé el último».

Desde el siete de agosto don Álvaro está durmiendo en un cuchitril, pero dice que le ha tocado dormir bajo el alero de la fábrica de confecciones Liverpool en la autopista y que también ha dormido cerca a Carrefour, a la orilla de la quebrada; que allí las ratas le mordisquean los pies, él despierta y de un patadón las arroja al agua. Va a hacer la gestión para que le devuelvan en plata lo que le ha cotizado al Seguro Social; cree que son 480 semanas; en este momento no tiene Sisbén, pero que es muy aliviado, solo padece de cálculos en la vesícula, que eso duele fieramente y cuando toma linaza va al baño y «haga de cuenta arrojar una volqueta de triturado»; dice que los cálculos se producen por tomar ripio de café o astillas de huesos de gallina. Un día se encontró un grano de oro más grande que la cabeza de un fósforo en la molleja de una gallina y lo vendió por quince mil pesos; que en Itagüí no los han censado, que no se preocupan por ellos; pero los miércoles llega hasta el parque una evangélica a leerles la biblia y al rato les reparte jugo de guayaba, arroz con papa frita, pollo o carnes rojas, siempre llega a las cinco de la tarde; los viernes aparece don Antonio Herrera que era rector del colegio El Rosario y les da «mera comelona»; hay que llevar coca en qué recibirla.

Álvaro de Jesús mira a un hombre que se nos acerca. Es un tipo moreno y fornido, con la cara brillante y amoratada por los estragos del alcohol; le pregunta a don Álvaro si quiere un trago. No acepta. Me pregunta a mí; le digo que muchas gracias. Cuando el hombre se retira, don Álvaro me dice: «A ese lo van a matar, no dura quince días: la semana pasada aporreó a un man y antier le robó una bicicleta a un muchacho de La Unión; los de La Unión son los que manejan todo aquí. Toma pepas, quiere ganar de cuerpo. Una vez la mamá de él dio la orden en Almacenes Agaval para que le entregaran ropa: sacó tenis, camisas y pantalones por valor de 840.000 pesos y por la noche vendió todo eso por 200.000. Esa plata no le duró una hora soplando». Después me dice que en Itagüí hay un bono para la tercera edad: les dan 150.000 pesos cada dos meses a los que pasan de 60 años, que él no los recibe porque no va a hacer las filas para afiliarse al Sisbén, que el 95% de los que venden relojes en este parque son pensionados y además cobran el bono de la alcaldía y hay por lo menos 50 personas que no reciben nada porque no quieren hacer las filas y duermen en cualquier parte. Me cuenta que ha pasado hasta dos días con un tinto; que en Itagüí no hay comedores comunitarios como en La Estrella. Saca una libreta de apuntes del bolsillo de la camisa y muestra una cuenta que lleva de lo que le va abonando un hombre al que le hizo un trabajo. Es el mismo que ahora le está dando posada, al que le pintó una casa en La Pintada. Le ha ido pagando por cuotas de cinco y seis mil pesos; me dice que todo su equipaje está en el bolso: una toalla, jabón, crema dental, ropa interior, un libro. «Me gusta mucho la lectura».

—¿Qué libro está leyendo?

—El amante.

—Ah, de Margarita Duras.

—Eso, usted sí sabe.

Le digo que me tengo que marchar y agradezco su cortesía; le dejo un billete para que compre comida y atravieso el parque en dirección a la iglesia. Antes de llegar a la calzada veo al hombre que nos había ofrecido alcohol. Está dormido en una de las bancas y sería presa fácil en caso de que llegaran los del combo de La Unión. Me encuentro con una mujer que revende al minuteo su servicio telefónico en el centro comercial, cerca del pórtico del templo. Sofía, su hija, una chiquilla de dos o tres años, sostiene un teléfono en su oído y está muy atenta a una voz imaginaria. Me queda la certeza de que el abandono en Itagüí no es solo de las vías públicas, de los parques ni de los sitios culturales y religiosos.

Días después pienso que podría llegar a un acuerdo con la dueña de algún restaurante para que le dé, todas las tardes, un almuerzo barato a don Álvaro y yo le pagaría al finalizar la semana; no sería mucho, pero con el estómago lleno quizá se decida a caminar un poco en busca de trabajo y desaparezcan algunas preocupaciones como la que me manifestó al despedirnos aquella tarde:

—Don César, hágame un favor, si algún día usted me ve por aquí con un grupo de esos —señaló a los hombres que habían llegado del Parque Obrero, que estaban consumiendo alcohol a veinte metros de nosotros—, si me ve por aquí bebiendo, usted sabe… uno se puede desviar… ahí mismo me dice: don Álvaro, ¿qué hace usted ahí? Yo lo reconozco y le hago caso. Sáqueme de eso, no me deje con ellos; regáñeme que yo le hago caso.

Septiembre de 2012