La biblioteca
Le pedí plata a mi mamá para ir a la biblioteca. Era sábado por la mañana. Me miró extrañada. Se quedó viéndome a los ojos y me dijo:
― ¿Biblioteca? ¿En qué lío te estás metiendo?
―Sí, mamá, biblioteca. Si no hago la investigación sobre La Colonia el profesor me regresa al grado sexto.
―Los profesores no pueden hacer eso ―dijo mi madre mientras batía un milo en leche.
―Mi profesor sí, es de apellido Herrera.
Mi madre sonrió con tristeza, tal vez acordándose del tiempo en que mi papá vivía con nosotros.
Sacó del bolsillo de la cartera un billete y me lo dio:
― ¿En qué te vas?
―En metro.
―Bien, más tarde comes algo por allá y me traes la devuelta.
Desayuné y salí. Atravesé la avenida Las Vegas hasta la estación del metro, junto al Politécnico.
Consulté en internet: debía abordar en sentido norte y llegar hasta la estación San Antonio. Algunos minutos después estaba en el Hueco, el sector comercial donde mi mamá me compraba los Plays. Desde el tren vi el aviso del Salón Málaga. Un sitio para escuchar música de viejitos, tangos y esas cosas.
En la estación San Antonio me orientó una señora que trabajaba en el metro; estaba en silla de ruedas; me dijo que subiera al otro nivel y abordara el tren que iba al Occidente. Fue innecesaria la aclaración, solo hay una ruta, la que va para el estadio; yo la conocía, pero seguí consultando en el celular; debía bajarme en estación Suramericana; allí pregunté y me señalaron unos edificios, que me metiera por los jardines y cruzara hasta la calle Colombia. Era un lugar lleno de árboles gigantescos; soplaba fría la brisa; ya veía la avenida y el puente peatonal para pasar al otro lado. Vi la fotografía de la Biblioteca Pública Piloto en el celular; me faltaban ciento veinte metros; me percaté de que me estaba acercando a una chica de unos quince años; tenía la cabeza inclinada, mirando un sembrado de siemprevivas que rodeaban un poderoso laurel, contra el que orinaba su perro. Cuando llegué a donde estaba, levantó la mirada y me saludó sonriente, como si yo fuera su vecino de toda la vida; tenía la piel muy blanca, como la de Sarita, pero los ojos eran azules y la carne de la boca era muy roja; parecía una cara sacada de una revista o del santoral de mi abuela Marina.
Pensé que volvería a la Piloto por ese mismo sendero, todos los sábados, a ver a la chica, aunque me quitaran cuatro años de vida y el profesor me bajara a cuarto de primaria y tuviera que venir cogido de la mano de mi mamá.
De todos modos, iba camino de algunos siglos atrás, a La Colonia.
Entonces me acordé de Sarita y me dije: voy a escribir todo lo que ocurra, para llenar papel, son treinta páginas que debo hacer antes de mi viaje a la costa, el diecinueve de diciembre. Todo el mundo sabe que los profesores no leen los trabajos; los ojean y si encuentran algunos nombres y algunas fechas, le califican a uno por volumen y por peso.
Cuando miré hacia atrás, la muchacha me estaba viendo alejar; tenía una blusa deportiva y una faldita, también deportiva, hasta medio muslo; debajo tenía una sudadera gris de licra que le bajaba hasta las pantorrillas. Los tenis eran Nike y estaban sucios. Era la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida.
El problema empezó cuando llegué a la biblioteca. Era agradable: había gente en poltronas, leyendo periódicos y libros. Había muchachos y muchachas leyendo en los computadores. ¿Y yo, entonces, por qué tenía que consultar en libros? Al fondo se escuchaba un grupo de niños cantando canciones de cuentos.
Pero me sentía abandonado, no tenía ni idea de por dónde se empezaba a investigar que no fuera en un computador; había miles de libros. Me acerqué a unos anaqueles y leí los lomos; los títulos no me decían nada y otras personas caminaban por los pasillos, igual de perdidos que yo, pero con solo mirar encontraban; metían la mano, sacaban un libro y se retiraban a las mesas. Decidí preguntar por libros sobre La Colonia a una señora que estaba frente a un computador.
Me dijo:
― ¿Qué libro en específico buscas?
―No sé, señora, algo sobre La Colonia.
―Hijo, son más de trescientos años de historia; ¿qué periodo necesitas?
Entonces volví al papelito. Lo saqué. Leí:
Establece una pregunta de investigación
Formula un objetivo general
Unos objetivos específicos
Define una metodología de trabajo…
Algo frío recorrió mi columna, era un fuetazo como los que les daban a los negros cimarrones; recordé que así les decían a los negros que huían de los españoles; lo recordaba porque había visto una serie sobre esclavos en Netflix.
No había tenido la precaución de anotar el nombre con el que tan generosamente me había ayudado el profesor Eldarío. Pero, por lo menos, sabía uno de los apellidos. Entonces le dije a la señora:
―Es un apellido.
―Bueno, ve a aquellos computadores que son de catálogo y digita el nombre; te saldrá una lista de libros y escoges el título que necesitas; en la parte superior izquierda tiene unos números y unas letras, con estos buscas en la estantería.
El panorama empezaba a aclararse; llegué hasta uno de los monitores: digité: Herrera y aparecieron tres páginas, cuatro… cinco.
Salió una chorrera de Herreras hacia abajo, acompañados de todos los apellidos del mundo y de nombres extrañísimos: Herrera Arango Ángel… y así hasta agotar el abecedario con el segundo apellido y hasta con tres nombres. ¡Estaba peor que perdido! ¡Estaba muerto! Hasta aquí había llegado mi viaje a la costa y hasta aquí había llegado mi vida de investigador. Ahora tendría que repetir, sexto, séptimo y octavo. Hasta el rostro de la muchacha del jardín me parecía un parásito mueco y despelucado.
Cuando la señora del computador se percató de mi palidez, de mi desamparo, se acercó y me dijo:
―Venga, jovencito, le ayudo. ¿Es la primera vez que viene a la biblioteca?
―No, señora, lo que pasa es que vine hace mucho tiempo y ya no me acuerdo de nada.
―Es cierto, de la antigua biblioteca no quedan sino las columnas… bien, dígame el nombre completo.
―Ese es el problema, solo me acuerdo del primer apellido y eso porque es el mismo mío.
―Ya. Dígame un pueblo, un tiempo, un asunto…
― ¡Ah, eso sí lo sé! Es sobre el tiempo de La Colonia, en Antioquia. El profesor me dijo que buscara a un señor Herrera.
La mujer digitó todo eso y apareció mi maravilloso apellido acompañado de los otros elementos mágicos: HERRERA CAMPUZANO Francisco y otros; pero era este, ahora mi prodigiosa memoria me ayudaba, como en otras ocasiones; eso era todo, señora; pero no era todo. Busqué en los estantes, di vueltas hasta la fatiga y, finalmente, la señora volvió en mi ayuda y me sacó cuatro polvorientos y deshechos libros. Libros no, eran unos adobes: amarillos, gruesos, pesados.
Luego me llevó a la Sala Antioquia, en el segundo piso, y allí pusieron otros tres libros de más de trescientas páginas a mi disposición. ¡Eso era una investigación! ¿Dónde se digitaba, como en un PDF, para que aparecieran los nombres y las hazañas del conquistador? ¡Santa Sarita, ven en mi ayuda! ¡Santa muchacha del jardín, ayúdame! En una situación como esta, había que creer en un dios. O por lo menos en ese par de santas que eran las únicas que recordaba. En situaciones como estas mi memoria fallaba totalmente. Ni siquiera me acordé de la nueva santa, la de Jericó. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se llamaba el papa argentino?
Estuve más de diez minutos hojeando los libros sin saber por dónde empezar. Pasaba páginas. Era indudable que estaba frente al peor examen; en este no podía echar carreta, inventar, elogiar el trabajo de los profesores para minimizar los desaciertos, improvisar respuestas, ni cantinflear parrafadas.
El muchacho de la sala Antioquia se me acercó.
― ¿Quieres que te ayude?
― ¡Sí, por favor! ―respiré aliviado.
Abrió uno de los libros y me señaló unas páginas al principio. Estas tenían títulos, nombres y al frente unos números.
¡Dios, cómo no se me había ocurrido!: ¡era el índice! Claro, los libros tienen índices y los índices son las letras Control+F de los archivos PDF o Control+B de los archivos en Word. Uno lee, si no se le ha olvidado, y cuando encuentra el título o el nombre de la persona, va a la página. Es un poco más lento que en el computador, pero igual de efectivo. Bueno, no tanto; pero era eso o perder la categoría, irme a la B, ir al descenso del campeonato.
¡Por fin había visto tierra! Había descubierto lo que todo el mundo conocía, menos yo. Como los españoles cuando encontraron estas tierras. No descubrieron nada. Hacía siglos que en estas tierras la gente se había descubierto. Se descubrían cada que nacía uno.
― ¿Qué quiere leer de La Colonia?
―Antioquia.
― ¿Qué de Antioquia?
―Pues… cuando llegaron los españoles, eso creo que necesita el profesor Eldarío.
―En ese caso, solo este libro trata sobre el tema ―me entregó un libro rojo y era el menos viejo y menos gordo.
― ¡Gracias, señor! ―le dije, aunque solo tenía unos veinte años.
Ahora había descubierto un buscador más efectivo que Google.
Le iba a decir: «Señor, hágame el favor y me busca la llegada de Francisco de Herrera Campuzano a nuestras tierras» y cuando abrí la bocota, lo vi perderse entre las estanterías, frotando sus manos forradas con guantes negros.
Me resigné a escudriñar el índice; pero ya había recobrado la calma. Entonces me iluminé: ¡ya sé!, me llevaré el libro para el apartamento, me reuniré con Sarita y haré el trabajo con la santica iluminando.
― ¡Señor! ―dije.
El mismo muchacho salió de entre el laberinto de libros, con el dedo índice en los labios, pidiéndome silencio. Miré a mi alrededor. Yo era el único usuario, era sábado por la mañana y yo era el único ser humano despierto a las once de la mañana, por lo menos despierto y en una biblioteca; no, no era cierto, de la planta baja llegaban las voces de los niños cantando cuentos.
― ¿Me puedo llevar este libro? ―dije en voz baja.
―No, joven, los libros de esta sala no se prestan; vaya a la sala principal, allá hay otro ejemplar que sí se presta.
― ¡Gracias, Google! ―le dije.
Bajé. Me solicitaron unos datos que corroboraron por teléfono con mi mamá y me prestaron el libro. Estaba salvado. Un solo libro, pensé. La suerte estaba de mi lado. Fue entonces cuando recordé que necesitaba tres fuentes; pero el próximo sábado iría a la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Iría con Sarita.
César Herrera Palacio, el autor