domingo, 22 de octubre de 2023

Analectas sociológicas y literarias de José Luis Garcés González

Tomado de Grupo de Arte y Literatura El Túnel

Analectas sociológicas y literarias de José Luis Garcés González

diciembre 15, 2020 

Por César Herrera Palacio


El escritor cordobés, José Luis Garcés González, reconocido como uno de los grandes intelectuales del momento en nuestro país, acaba de hacer públicas sus Analectas.

José Luis Garcés, fue profesor destacado de la Universidad de Córdoba, exdirector de la Casa de la cultura de Montería y, en la actualidad, es el director del periódico El Túnel y el más influyente escritor del departamento.

Las Analectas son las charlas que Confucio dio a sus discípulos y que hoy, en nuestra lengua, se define como «colección de trozos selectos de materias literarias», según la RAE.

Esta obra es la constatación de las inquietudes culturales, sociológicas y políticas del autor; con ella se nos presenta la visión de un pensador que ha querido permanecer al margen del prurito de figuración de los intelectuales centralizados en la capital del país y esto lo ha convertido en amigo de todos y en una de las figuras de referencia de nuestra región Caribe.

Garcés González lee y escribe todo el tiempo. Escribe sobre todo lo que lee y lee todo lo que cae en sus manos. Su obra está compuesta por más de veinte libros en diferentes géneros literarios y, cada cierto tiempo, nos entrega el producto de sus investigaciones o entrevistas a personajes destacados, como Adolfo Pacheco, en las páginas de El Espectador.

Me había ocurrido solo con Montaigne que, cuando deseaba leer sobre cualquier tema específico: la tristeza, el amor, la guerra, la monstruosidad, los coches… solo necesitaba abrir los ensayos completos del destacado ensayista de la literatura francesa del Renacimiento. La gran lección de Montaigne fue la exhaustiva documentación y la sencillez expresiva. Estos dos preceptos, y la variedad de temas, se hallan en las Analectas de José Luis Garcés; pero cuenta con el condimento de la picardía caribeña y el humor fino. De modo que el lector pasa de los Apuntes acerca del Discurso del método de Descartes a un Breve ensayo sobre los pies, que no es un inofensivo divertimento y que recorre la historia de los pies desde la mitología y la literatura hasta la anécdota de los niños campesinos que los calzan con sus primeros zapatos para la Primera comunión:

«Fueron los primeros mártires infantiles de la religión que ni siquiera conocían. Regresar a la casa era una felicidad; sacarse los zapatos, el mismo cielo. Si es que no se los habían quitado en el camino y los traían en las manos. ¡Pobres pies, cómo sufrían!». Habla de la fama de estos: «Los pies tienen mala fama y son, en un alto porcentaje, pésimamente tratados. Se los discrimina. Se los considera sucios, infectados de pecueca y portadores de muchos hongos y bacterias, y éste es un criterio erróneo, pues, como está comprobado, muchísimas más bacterias tienen la boca y sus alrededores». Garcés González le recuerda al lector que hay pies que «escriben, pintan, tejen, pulsan la guitarra, suenan la percusión, manejan autos, dan conferencias…».

Aparecen en las Analectas curiosidades como que Marx escribió poesía y el Marqués de Sade estuvo veintisiete años en la cárcel y críticas sociales como: «El deporte comercial doblega a la ciencia. Gana centenares de veces más una estrella del deporte que un científico de toda la vida o que un filósofo o un escritor de fondo».

A finales de los años ochenta el argumento Caballo viejo, de Garcés González, se puso de moda cuando fue adaptado para televisión por Bernardo Romero Pereiro y todavía recordamos la entrañable novela Entre la soledad y los cuchillos, merecedora del segundo premio de novela Plaza y Janés (1985).

Su filosofía y su estilo permanecen en los textos de esta nueva obra. En esta no solo habla de Mayo del 68: la revolución del delirio, sino del Amor de gato, en el que rastrea una considerable cantidad de obras literarias y pictóricas que honorifican al felino, de autores tan respetables como Baudelaire y Joan Miró, entre otros. El gato fue el héroe, dice el autor, durante la peste del S. XIV, en Europa, que mató 40 millones de personas.

Garcés González incursiona en la cultura y las costumbres de las sabanas del río Sinú con ensayos como Catorce textos de pensamiento y literatura para hablar del sombrero vueltiao zenú y Yo no conocí a los Beatles:

«En esa época hacían en Montería, Colombia, el Festival del Río Sinú. En la Avenida Primera se congregaban conjuntos y bandas, piteros y cumbiamberos, gritadores de monte y de zafra mortuoria; ¡ah!, y se elegía al Rey de los Malucos, cuyo monarca indiscutible y continuo era José Manuel Reales, oriundo de Barranquilla, alias Caraʼ e Guante. A los Beatles, que no tuvimos, los reemplazaban con creces los porros María Varilla y El Binde. Luego nos dimos cuenta de que el porro sinuano y sabanero se semejaba al jazz, y que sin usar la letra para contar una remachada historia de amor, lo del porro era pura música, armonía de sonidos, y que pese a ser popular estaba en las cercanías de lo clásico».

Un texto sobre la idiosincrasia costeña es El temperamento costeño y su ubicación ante lo andino.

El escritor interpreta su tiempo con la claridad que le permiten el estudio permanente, la meditación y la experiencia; su inquebrantable disciplina lo lleva a navegar por los movimientos literarios. En esta ocasión se refiere al Trascendentalismo poético norteamericano del siglo XIX en sus doce cláusulas, en las que hace un llamado de atención: «…la palabra también puede ser una trampa. La pomposa o grandilocuente se derrite en su propia grasa. La humilde, si está bien ubicada, adquiere la belleza o la solemnidad que se cree no poseía. De pronto ese hombre canta a lo humilde con palabras humildes o sencillas. Y logra la grandeza».

Con su tono pedagógico y su estilo sobrio, piensa en el lector de la naturaleza humana y no en el crítico literario; por esta razón, ahora es modelo, en colegios y universidades, de buena prosa y claridad en la difusión de las ideas.

Entre las Analectas literarias encontramos un texto sobre la poesía del maestro José Manuel Vergara, otro sobre la obra de Guillermo Valencia Salgado, el compae Goyo, además del de David Sánchez Juliao; pero no dejó por fuera dos personajes fundamentales de la región sinuana: el burro y el río Sinú. Este, protagonista en un hermoso texto histórico y folclórico: Cartagena, la palabra que despertaba miedo, en el tiempo en que Córdoba pertenecía al departamento de Bolívar.

Para cerrar este encuentro con las Analectas de Garcés González quiero hacerlo con las palabras que le dedicó a José Manuel Vergara en el homenaje de 2010:

«…el poeta es un recolector de carbones encendidos, pero también de cenizas. Escribimos para el universo. Para el nacido y para el que todavía es sombra. Para aligerar la carga que llevamos dentro o para echarnos una palabra más sobre los hombros. Y bebemos, queriéndolo o no, de muchas fuentes. Vivas o muertas. De centenares de lecturas. Y luego, todo es un desafío por expresar lo que conmocionó nuestra entraña. En apuesta contra el lenguaje y contra el tiempo. Y aunque José Manuel Vergara no lo crea, alguien detendrá sus ojos en los versos del poeta que no está en nuestra cercanía. Entonces la resurrección desaparecerá entre las redes de la fábula. Y en el instante es un hecho. Quien te lee, te resucita».


Sabaneta, 7/10/20



miércoles, 22 de febrero de 2023

Juan Valera y su inmortal Pepita Jiménez

 

 

Juan Valera, un materialista español

 

Por César Herrera Palacio

 

Pepita Jiménez (1874) de Juan Valera está considerada como la novela que ocasiona el renacimiento de este género en España en el siglo XIX. Los críticos no se atreven a encasillar a Valera entre los autores realistas, ni entre los románticos y, menos, entre los naturalistas. Valera fue calificado por Menéndez Pelayo como «el más culto, el más helénico, el más regocijado de nuestros prosistas amenos». Su cultura es quizá lo que más lo aproxima a la universalidad y lo convierte en un autor clásico. Fue consciente del encasillamiento de los autores de su época y esto lo llevó a cultivar un estilo sobrio, con una prosa elegante, sencilla, pero aguda y graciosa. No quiso adherirse al «arte por el arte» ni al simbolismo y, aunque admiró a Rubén Darío, tampoco se le puede considerar modernista.

En lo que sí se han puesto de acuerdo todos es en que Pepita Jiménez es una pequeña obra maestra de la novela epistolar. Esta nos muestra un conflicto místico-erótico o místico sobre un fondo panteísta; en todo caso una lucha entre el amor divino y el humano; pero el autor se vale de un argumento aparentemente fácil de vender para desarrollar una idea filosófica que estaba llamada a transformar el comportamiento de los hombres de finales del siglo XIX en España; una idea, con toda seguridad, apoyada en una corriente de pensamiento del siglo XVIII en Francia.

 

Argumento:

El joven Luis de Vargas es entregado a su tío el deán desde los diez años para que lo eduque. Pedro, su padre, es un cacique omnipotente. Luis es educado para sacerdote y unos meses antes de ordenarse vuelve al pueblo a visitar a su padre. Este, un hombre de 55 años, está enamorado de Pepita Jiménez, una joven que se casó a los diecisiete años con Gumersindo, un prestamista usurero mayor de 80 años del que enviudó poco tiempo después; la joven quedó con una importante herencia. Al regresar a la hacienda de su padre, Luis tiene 22 años y Pepita 20. Desde que se vieron empezó una extraña atracción que daría al traste con las aspiraciones de don Luis de entregar su vida a Dios. La pareja se casa, tiene un hijo, disfrutan de sus riquezas, viajan por Europa y terminan en el pueblo haciendo el bien a la comunidad.

Estructura de la novela:

La novela está dividida en tres partes:

1.    15 cartas dirigidas por don Luis de Vargas a su tío el deán

2.    Un paralipómenos (suplemento o adición a algún escrito)

3.    Un epílogo (11 cartas de don Pedro a su hermano el deán)

Alguien que se llamará a sí mismo «el editor» encuentra las cartas y decide publicarlas agregándoles una pequeña introducción. También hace algunos comentarios en medio del paralipómenos. El paralipómenos es, en esta obra, una narración omnisciente; el editor presenta al narrador como «un sujeto perfectamente enterado de todo» y al iniciar el discurso este sujeto dice que pertenece al grupo de confianza de Pepita Jiménez. Narra en primera persona del plural. Por lo tanto, es un protagonista de la historia. Sin embargo, esta posición se hace inverosímil con el paso del relato ya que el narrador conoce los pensamientos, angustias y deseos de los protagonistas, alejándolo de su papel de testigo ocular. Técnicamente es una falla en la obra de Juan Valera.

Temas:

Don Luis representa al hombre que quiere entregarse «a lo más sublime» que es servirle a Dios. Consagrarse a este servicio lo convierte en un ser superior capaz de controlar los deseos mundanos, carnales. Ser sacerdote lo eleva a una condición divina, ejemplar, que le da distinción. Lograrlo es ponerse por encima de todos los mortales.

Pepita representa la mujer ideal: joven, bella, inteligente, creyente y hogareña que todo hombre del siglo XIX deseaba. A esto hay que sumarle que tiene una mediana fortuna. Además, es lo contrario a la espiritualidad de don Luis: es el deseo, la seducción, la tenacidad para conseguir lo que se propone.

Fuera de lo místico y lo terrenal se exalta lo local. La novela es todo un cuadro de costumbres: las fiestas de San Juan.

Las veintiséis cartas que componen la novela son un recurso de reconstrucción histórica para el lector moderno; muestran lo que significaba el misticismo para unos y el materialismo para otros.

En las primeras cartas que componen la obra aparece el emisor y en ningún momento el lector tiene contacto con las cartas de respuesta que den noticias de un receptor. Pero mantener al destinatario, si no oculto, sí de un muy bajo perfil, es lo que se podría destacar como un recurso literario y estilístico que diferencia esta novela de las otras de este género. Si la comparamos con Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, nos damos cuenta de que las cartas de esta novela son tradicionales. Existe el emisor y el destinatario y es fácil descubrir el desarrollo psicológico de los personajes a través de sus comportamientos, de sus palabras. Esto se comprueba con Valmont, con la marquesa de Merteuil o con cualquiera de los protagonistas. En Pepita Jiménez, nos hallamos con un personaje como Don Luis del que sabemos lo que él le escribe a su tío. Sus palabras dicen una cosa, pero inferimos que el tío lo conoce mejor que él mismo y, desde luego, mejor que el lector. Las palabras del deán nunca aparecen de una manera directa sino pasadas por la voz del sobrino. Don Luis le refuta y trata de convencerlo de que no tiene la razón. Al iniciar una carta, Don Luis, está dando una respuesta a otra recibida del tío, pero el lector no tiene clara esta información. Es un dato oculto que Valera utiliza como recurso. Sin embargo, con un poco de atención, el lector se irá dando cuenta, por algunas claves, de que cada carta de don Luis obtiene una respuesta de parte del deán y en el epílogo (cartas de Don Pedro al Deán), el lector comprueba que el deán no solo le escribía a don Luis sino que, por otro camino, enteraba a don Pedro del amor de don Luis (que siempre trató de negarlo) por Pepita, la pretendida por el padre del joven.

Una de las funciones fundamentales de la carta es crear una ilusión de verdad, de no ficcionalidad y aunque, como ya se dijo arriba, en esta novela española se prescinde del método tradicional de un personaje presente y otro ausente que responde, el lector se siente frente a un personaje verosímil que trata de ocultar que está enamorado, pero en la medida en que más niega el sentimiento, más confirma su amor. En cada carta se repite hasta la saciedad que la mujer es maravillosa, seductora, sencilla, buena en todo el sentido de la palabra, como cualquier mujer del romanticismo, pero que Dios está por encima, lo que hace presumir al receptor (en este caso también el lector) que la negación es un simple mecanismo de defensa frente a un sentimiento carnal desbordado.

Marisol Morales Ladrón (1998)[1] nos recuerda que «La escritura de cartas en literatura se ha venido considerando especialmente apropiada para el mundo femenino» y que se identifica con el tipo de narrativa sentimental, lo que demuestra que Juan Valera rompe ese esquema occidental e inserta un estilo confesional irónico en el que el poder de Dios sucumbe ante el del deseo y la bondad de un ser de carne y hueso que también hace el bien. Se impone el panteísmo sobre el deísmo y cae derrotada una de las más poderosas instituciones del siglo XIX: la Iglesia católica.

Se invierte el sistema: a lo que el lector accede es al punto de vista del hombre, tanto de parte del narrador como del personaje, pero se conserva esa «indagación psicológica y personal» que caracteriza la epístola, comentada por Morales Ladrón. También se invierten los demás esquemas: en Las amistades peligrosas, quizá la novela más promocionada del género epistolar, ocurre lo mismo: hay una mujer que seduce al hombre, aunque aparece el don Juan, el desalmado conquistador, el vizconde de Valmont que, finalmente, es castigado por sus faltas. La diferencia entre una y otra novela es que la dama seductora de la novela francesa también debe pagar el precio por haber seducido a un joven. Así es como la marquesa de Merteuil cae en desgracia en un claro afán moralizador de la novela gala. Pepita Jiménez seduce a don Luis. Es coqueta, pero noble, y su afán de conquistar a don Luis (o de dejarse conquistar) está disfrazado de un sentimiento más fuerte que la misma voluntad de Dios, en una clara demostración por parte del autor, que cada vez está más cerca la muerte del Todopoderoso. En ningún momento el escritor se apropia de la voz femenina para escribir las cartas, por el contrario, Pepita aparece retratada y hablando indirectamente a través de las palabras de don Luis.

Lo enciclopédico:

Un antecedente de Valera es Samuel Richardson (1689-1761), quien escribió Pamela (1740) con un afán moralizador, dirigida al público femenino y en la que proyectaba la ideología de su clase y de su época. En otro orden de ideas Valera proyecta unos pensamientos filosóficos heredados del Materialismo francés del siglo XVIII.

Juan Valera escribe Pepita Jiménez cuando es un hombre maduro, a los cincuenta años; ha viajado por Europa y América, ha estudiado latín, leyes y filosofía. Esta pequeña novela está llena de alusiones a personajes míticos de la literatura y la filosofía, del santoral y de la historia. Si el lector se toma el trabajo de hacer un seguimiento concienzudo anotará unos 140 nombres entre los que se destacan: Eneas, Bohemio Kroco, Voltaire, Fedra e Hipólito, Amón y Tamar, Leviatán, Micomicona y todas las mujeres famosas de la literatura amorosa universal: Julieta, Beatriz, Laura... Si la novela se lee en dos o tres días, desentrañar las comparaciones que el autor hace del amor de don Luis y Pepita Jiménez, con las figuras históricas, puede costarle algunos meses de investigación enciclopédica.

Es obvio que Pepita Jiménez no es una novela de amor. Tras el amor de dos jóvenes se ocultan las verdaderas intenciones del autor. Quien escribe es un intelectual que conoce la evolución del pensamiento de las sociedades occidentales desde los griegos. España es un país atrasado ideológicamente en el que Dios todavía es quien maneja los hilos de los hombres. Decide quién le sirve y por qué debe hacerlo. La Iglesia es una institución poderosa que ha empezado a ser atacada por los enciclopedistas franceses.

Pepita, una corriente filosófica

El Materialismo francés del siglo XVIII esgrimió teorías éticas, políticas y sociales no solo por el país galo sino por toda Europa. Su fin era instruir y armar ideológicamente a la burguesía, a los aristócratas, a los intelectuales, pero también a los artesanos. Sus grandes figuras fueron Diderot quien aportó ideas como la Dialéctica y la Teoría de la Naturaleza; Helvecio y Holbach quienes pudieron influir en Juan Valera al concebir el interés como motor de la conducta humana. Los materialistas hicieron abierta propaganda del ateismo y criticaron ingeniosamente la religión. Estos intelectuales franceses no escogieron eruditos tratados en latín para expresar sus ideas, aunque vienen de Descartes (del innatismo y la base científica y mecánica), del materialismo inglés del XVII y de la teoría de Locke (el origen experimental del saber y las ideas pedagógicas y políticas) sino que eligieron el francés y se expresaron a través de diccionarios, enciclopedias, panfletos y artículos polémicos.

Pepita Jiménez es una mujer que se preocupa por el bienestar de sus servidores, una dama sobria y elegante que lucha cuerpo a cuerpo con la idea religiosa que le quiere arrebatar su amor. Le habla a Dios de tú a tú, le dice que él es muy rico, que tiene muchos bienes, que le entregue a don Luis que es lo único que ella ama, que perder a ese servidor no le va a hacer ningún mal. Es decir, trata a Dios como a un igual. Este tratamiento se hace extensivo a la Iglesia que es rica, que se beneficia de seres y de bienes materiales, que tiene intereses particulares. Recordemos que Pepita ya se había casado con su tío rico, un octogenario del que se esperaba que muriera pronto y le dejara una pequeña fortuna. Se había unido a él por interés.

Cuando se concierta la última cita, la de la despedida, Pepita se arregla durante más de una hora, prende el altar y reza. El altar y la oración no forman parte de sus ideas sino de lo que conviene a un comportamiento adecuado en una dama honrada. Durante el discurso de despedida acusa a don Luis de carente de fe, de hombre frágil, débil frente a la belleza y el poder de las mujeres; le hace saber que la naturaleza humana es más terrenal que divina y le pronuncia las palabras con las que se declara en abierto desafío a su rival, Dios: «Repito que es menester matarme. Máteme V. sin compasión. No; yo no soy cristiana, sino idólatra materialista» [2]

Pepita no es una mujer, es una idea. Juan Valera se vale de un amor y de dos seres humanos para reflejar el pensamiento español de la época. Una lucha entre lo divino y lo humano que, finalmente, empezarían a perder los representantes de la primera corriente.

 

Medellín, julio-agosto de 2007



[1] Morales Ladrón, Marisol. Anuario 1996, Cap. III Literatura epistolar y géneros literarios. Madrid: Sociedad española de literatura general y comparada, 1998. Pags. 285-295

[2] Valera, Juan. Pepita Jiménez, Bruguera, Barcelona, 1986. Página 159

jueves, 11 de agosto de 2022

Historia de Medellín, muy divertida


 

La biblioteca

 

Le pedí plata a mi mamá para ir a la biblioteca. Era sábado por la mañana. Me miró extrañada. Se quedó viéndome a los ojos y me dijo:

― ¿Biblioteca? ¿En qué lío te estás metiendo?

―Sí, mamá, biblioteca. Si no hago la investigación sobre La Colonia el profesor me regresa al grado sexto.

―Los profesores no pueden hacer eso ―dijo mi madre mientras batía un milo en leche.

―Mi profesor sí, es de apellido Herrera.

Mi madre sonrió con tristeza, tal vez acordándose del tiempo en que mi papá vivía con nosotros.

Sacó del bolsillo de la cartera un billete y me lo dio:

― ¿En qué te vas?

―En metro.

―Bien, más tarde comes algo por allá y me traes la devuelta.

Desayuné y salí. Atravesé la avenida Las Vegas hasta la estación del metro, junto al Politécnico.

Consulté en internet: debía abordar en sentido norte y llegar hasta la estación San Antonio. Algunos minutos después estaba en el Hueco, el sector comercial donde mi mamá me compraba los Plays. Desde el tren vi el aviso del Salón Málaga. Un sitio para escuchar música de viejitos, tangos y esas cosas.

En la estación San Antonio me orientó una señora que trabajaba en el metro; estaba en silla de ruedas; me dijo que subiera al otro nivel y abordara el tren que iba al Occidente. Fue innecesaria la aclaración, solo hay una ruta, la que va para el estadio; yo la conocía, pero seguí consultando en el celular; debía bajarme en estación Suramericana; allí pregunté y me señalaron unos edificios, que me metiera por los jardines y cruzara hasta la calle Colombia. Era un lugar lleno de árboles gigantescos; soplaba fría la brisa; ya veía la avenida y el puente peatonal para pasar al otro lado. Vi la fotografía de la Biblioteca Pública Piloto en el celular; me faltaban ciento veinte metros; me percaté de que me estaba acercando a una chica de unos quince años; tenía la cabeza inclinada, mirando un sembrado de siemprevivas que rodeaban un poderoso laurel, contra el que orinaba su perro. Cuando llegué a donde estaba, levantó la mirada y me saludó sonriente, como si yo fuera su vecino de toda la vida; tenía la piel muy blanca, como la de Sarita, pero los ojos eran azules y la carne de la boca era muy roja; parecía una cara sacada de una revista o del santoral de mi abuela Marina.

Pensé que volvería a la Piloto por ese mismo sendero, todos los sábados, a ver a la chica, aunque me quitaran cuatro años de vida y el profesor me bajara a cuarto de primaria y tuviera que venir cogido de la mano de mi mamá.

De todos modos, iba camino de algunos siglos atrás, a La Colonia.

Entonces me acordé de Sarita y me dije: voy a escribir todo lo que ocurra, para llenar papel, son treinta páginas que debo hacer antes de mi viaje a la costa, el diecinueve de diciembre. Todo el mundo sabe que los profesores no leen los trabajos; los ojean y si encuentran algunos nombres y algunas fechas, le califican a uno por volumen y por peso.

Cuando miré hacia atrás, la muchacha me estaba viendo alejar; tenía una blusa deportiva y una faldita, también deportiva, hasta medio muslo; debajo tenía una sudadera gris de licra que le bajaba hasta las pantorrillas. Los tenis eran Nike y estaban sucios. Era la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida.

El problema empezó cuando llegué a la biblioteca. Era agradable: había gente en poltronas, leyendo periódicos y libros. Había muchachos y muchachas leyendo en los computadores. ¿Y yo, entonces, por qué tenía que consultar en libros? Al fondo se escuchaba un grupo de niños cantando canciones de cuentos.

Pero me sentía abandonado, no tenía ni idea de por dónde se empezaba a investigar que no fuera en un computador; había miles de libros. Me acerqué a unos anaqueles y leí los lomos; los títulos no me decían nada y otras personas caminaban por los pasillos, igual de perdidos que yo, pero con solo mirar encontraban; metían la mano, sacaban un libro y se retiraban a las mesas. Decidí preguntar por libros sobre La Colonia a una señora que estaba frente a un computador.

Me dijo:

― ¿Qué libro en específico buscas?

―No sé, señora, algo sobre La Colonia.

―Hijo, son más de trescientos años de historia; ¿qué periodo necesitas?

Entonces volví al papelito. Lo saqué. Leí:

Establece una pregunta de investigación

Formula un objetivo general

Unos objetivos específicos

Define una metodología de trabajo…

Algo frío recorrió mi columna, era un fuetazo como los que les daban a los negros cimarrones; recordé que así les decían a los negros que huían de los españoles; lo recordaba porque había visto una serie sobre esclavos en Netflix.

No había tenido la precaución de anotar el nombre con el que tan generosamente me había ayudado el profesor Eldarío. Pero, por lo menos, sabía uno de los apellidos. Entonces le dije a la señora:

―Es un apellido.

―Bueno, ve a aquellos computadores que son de catálogo y digita el nombre; te saldrá una lista de libros y escoges el título que necesitas; en la parte superior izquierda tiene unos números y unas letras, con estos buscas en la estantería.

El panorama empezaba a aclararse; llegué hasta uno de los monitores: digité: Herrera y aparecieron tres páginas, cuatro… cinco.

Salió una chorrera de Herreras hacia abajo, acompañados de todos los apellidos del mundo y de nombres extrañísimos: Herrera Arango Ángel… y así hasta agotar el abecedario con el segundo apellido y hasta con tres nombres. ¡Estaba peor que perdido! ¡Estaba muerto! Hasta aquí había llegado mi viaje a la costa y hasta aquí había llegado mi vida de investigador. Ahora tendría que repetir, sexto, séptimo y octavo. Hasta el rostro de la muchacha del jardín me parecía un parásito mueco y despelucado.

Cuando la señora del computador se percató de mi palidez, de mi desamparo, se acercó y me dijo:

―Venga, jovencito, le ayudo. ¿Es la primera vez que viene a la biblioteca?

―No, señora, lo que pasa es que vine hace mucho tiempo y ya no me acuerdo de nada.

­―Es cierto, de la antigua biblioteca no quedan sino las columnas… bien, dígame el nombre completo.

―Ese es el problema, solo me acuerdo del primer apellido y eso porque es el mismo mío.

―Ya. Dígame un pueblo, un tiempo, un asunto…

― ¡Ah, eso sí lo sé! Es sobre el tiempo de La Colonia, en Antioquia. El profesor me dijo que buscara a un señor Herrera.

La mujer digitó todo eso y apareció mi maravilloso apellido acompañado de los otros elementos mágicos: HERRERA CAMPUZANO Francisco y otros; pero era este, ahora mi prodigiosa memoria me ayudaba, como en otras ocasiones; eso era todo, señora; pero no era todo. Busqué en los estantes, di vueltas hasta la fatiga y, finalmente, la señora volvió en mi ayuda y me sacó cuatro polvorientos y deshechos libros. Libros no, eran unos adobes: amarillos, gruesos, pesados.

Luego me llevó a la Sala Antioquia, en el segundo piso, y allí pusieron otros tres libros de más de trescientas páginas a mi disposición. ¡Eso era una investigación! ¿Dónde se digitaba, como en un PDF, para que aparecieran los nombres y las hazañas del conquistador? ¡Santa Sarita, ven en mi ayuda! ¡Santa muchacha del jardín, ayúdame! En una situación como esta, había que creer en un dios. O por lo menos en ese par de santas que eran las únicas que recordaba. En situaciones como estas mi memoria fallaba totalmente. Ni siquiera me acordé de la nueva santa, la de Jericó. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se llamaba el papa argentino?

Estuve más de diez minutos hojeando los libros sin saber por dónde empezar. Pasaba páginas. Era indudable que estaba frente al peor examen; en este no podía echar carreta, inventar, elogiar el trabajo de los profesores para minimizar los desaciertos, improvisar respuestas, ni cantinflear parrafadas.

El muchacho de la sala Antioquia se me acercó.

― ¿Quieres que te ayude?

― ¡Sí, por favor! ―respiré aliviado.

Abrió uno de los libros y me señaló unas páginas al principio. Estas tenían títulos, nombres y al frente unos números.

¡Dios, cómo no se me había ocurrido!: ¡era el índice! Claro, los libros tienen índices y los índices son las letras Control+F de los archivos PDF o Control+B de los archivos en Word. Uno lee, si no se le ha olvidado, y cuando encuentra el título o el nombre de la persona, va a la página. Es un poco más lento que en el computador, pero igual de efectivo. Bueno, no tanto; pero era eso o perder la categoría, irme a la B, ir al descenso del campeonato.

¡Por fin había visto tierra! Había descubierto lo que todo el mundo conocía, menos yo. Como los españoles cuando encontraron estas tierras. No descubrieron nada. Hacía siglos que en estas tierras la gente se había descubierto. Se descubrían cada que nacía uno.

― ¿Qué quiere leer de La Colonia?

―Antioquia.

― ¿Qué de Antioquia?

―Pues… cuando llegaron los españoles, eso creo que necesita el profesor Eldarío.

―En ese caso, solo este libro trata sobre el tema ―me entregó un libro rojo y era el menos viejo y menos gordo.

― ¡Gracias, señor! ―le dije, aunque solo tenía unos veinte años.

Ahora había descubierto un buscador más efectivo que Google.

Le iba a decir: «Señor, hágame el favor y me busca la llegada de Francisco de Herrera Campuzano a nuestras tierras» y cuando abrí la bocota, lo vi perderse entre las estanterías, frotando sus manos forradas con guantes negros.

Me resigné a escudriñar el índice; pero ya había recobrado la calma. Entonces me iluminé: ¡ya sé!, me llevaré el libro para el apartamento, me reuniré con Sarita y haré el trabajo con la santica iluminando.

― ¡Señor! ―dije.

El mismo muchacho salió de entre el laberinto de libros, con el dedo índice en los labios, pidiéndome silencio. Miré a mi alrededor. Yo era el único usuario, era sábado por la mañana y yo era el único ser humano despierto a las once de la mañana, por lo menos despierto y en una biblioteca; no, no era cierto, de la planta baja llegaban las voces de los niños cantando cuentos.

― ¿Me puedo llevar este libro? ―dije en voz baja.

―No, joven, los libros de esta sala no se prestan; vaya a la sala principal, allá hay otro ejemplar que sí se presta.

― ¡Gracias, Google! ―le dije.

Bajé. Me solicitaron unos datos que corroboraron por teléfono con mi mamá y me prestaron el libro. Estaba salvado. Un solo libro, pensé. La suerte estaba de mi lado. Fue entonces cuando recordé que necesitaba tres fuentes; pero el próximo sábado iría a la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Iría con Sarita.

 

César Herrera Palacio, el autor