miércoles, 22 de febrero de 2023

Juan Valera y su inmortal Pepita Jiménez

 

 

Juan Valera, un materialista español

 

Por César Herrera Palacio

 

Pepita Jiménez (1874) de Juan Valera está considerada como la novela que ocasiona el renacimiento de este género en España en el siglo XIX. Los críticos no se atreven a encasillar a Valera entre los autores realistas, ni entre los románticos y, menos, entre los naturalistas. Valera fue calificado por Menéndez Pelayo como «el más culto, el más helénico, el más regocijado de nuestros prosistas amenos». Su cultura es quizá lo que más lo aproxima a la universalidad y lo convierte en un autor clásico. Fue consciente del encasillamiento de los autores de su época y esto lo llevó a cultivar un estilo sobrio, con una prosa elegante, sencilla, pero aguda y graciosa. No quiso adherirse al «arte por el arte» ni al simbolismo y, aunque admiró a Rubén Darío, tampoco se le puede considerar modernista.

En lo que sí se han puesto de acuerdo todos es en que Pepita Jiménez es una pequeña obra maestra de la novela epistolar. Esta nos muestra un conflicto místico-erótico o místico sobre un fondo panteísta; en todo caso una lucha entre el amor divino y el humano; pero el autor se vale de un argumento aparentemente fácil de vender para desarrollar una idea filosófica que estaba llamada a transformar el comportamiento de los hombres de finales del siglo XIX en España; una idea, con toda seguridad, apoyada en una corriente de pensamiento del siglo XVIII en Francia.

 

Argumento:

El joven Luis de Vargas es entregado a su tío el deán desde los diez años para que lo eduque. Pedro, su padre, es un cacique omnipotente. Luis es educado para sacerdote y unos meses antes de ordenarse vuelve al pueblo a visitar a su padre. Este, un hombre de 55 años, está enamorado de Pepita Jiménez, una joven que se casó a los diecisiete años con Gumersindo, un prestamista usurero mayor de 80 años del que enviudó poco tiempo después; la joven quedó con una importante herencia. Al regresar a la hacienda de su padre, Luis tiene 22 años y Pepita 20. Desde que se vieron empezó una extraña atracción que daría al traste con las aspiraciones de don Luis de entregar su vida a Dios. La pareja se casa, tiene un hijo, disfrutan de sus riquezas, viajan por Europa y terminan en el pueblo haciendo el bien a la comunidad.

Estructura de la novela:

La novela está dividida en tres partes:

1.    15 cartas dirigidas por don Luis de Vargas a su tío el deán

2.    Un paralipómenos (suplemento o adición a algún escrito)

3.    Un epílogo (11 cartas de don Pedro a su hermano el deán)

Alguien que se llamará a sí mismo «el editor» encuentra las cartas y decide publicarlas agregándoles una pequeña introducción. También hace algunos comentarios en medio del paralipómenos. El paralipómenos es, en esta obra, una narración omnisciente; el editor presenta al narrador como «un sujeto perfectamente enterado de todo» y al iniciar el discurso este sujeto dice que pertenece al grupo de confianza de Pepita Jiménez. Narra en primera persona del plural. Por lo tanto, es un protagonista de la historia. Sin embargo, esta posición se hace inverosímil con el paso del relato ya que el narrador conoce los pensamientos, angustias y deseos de los protagonistas, alejándolo de su papel de testigo ocular. Técnicamente es una falla en la obra de Juan Valera.

Temas:

Don Luis representa al hombre que quiere entregarse «a lo más sublime» que es servirle a Dios. Consagrarse a este servicio lo convierte en un ser superior capaz de controlar los deseos mundanos, carnales. Ser sacerdote lo eleva a una condición divina, ejemplar, que le da distinción. Lograrlo es ponerse por encima de todos los mortales.

Pepita representa la mujer ideal: joven, bella, inteligente, creyente y hogareña que todo hombre del siglo XIX deseaba. A esto hay que sumarle que tiene una mediana fortuna. Además, es lo contrario a la espiritualidad de don Luis: es el deseo, la seducción, la tenacidad para conseguir lo que se propone.

Fuera de lo místico y lo terrenal se exalta lo local. La novela es todo un cuadro de costumbres: las fiestas de San Juan.

Las veintiséis cartas que componen la novela son un recurso de reconstrucción histórica para el lector moderno; muestran lo que significaba el misticismo para unos y el materialismo para otros.

En las primeras cartas que componen la obra aparece el emisor y en ningún momento el lector tiene contacto con las cartas de respuesta que den noticias de un receptor. Pero mantener al destinatario, si no oculto, sí de un muy bajo perfil, es lo que se podría destacar como un recurso literario y estilístico que diferencia esta novela de las otras de este género. Si la comparamos con Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, nos damos cuenta de que las cartas de esta novela son tradicionales. Existe el emisor y el destinatario y es fácil descubrir el desarrollo psicológico de los personajes a través de sus comportamientos, de sus palabras. Esto se comprueba con Valmont, con la marquesa de Merteuil o con cualquiera de los protagonistas. En Pepita Jiménez, nos hallamos con un personaje como Don Luis del que sabemos lo que él le escribe a su tío. Sus palabras dicen una cosa, pero inferimos que el tío lo conoce mejor que él mismo y, desde luego, mejor que el lector. Las palabras del deán nunca aparecen de una manera directa sino pasadas por la voz del sobrino. Don Luis le refuta y trata de convencerlo de que no tiene la razón. Al iniciar una carta, Don Luis, está dando una respuesta a otra recibida del tío, pero el lector no tiene clara esta información. Es un dato oculto que Valera utiliza como recurso. Sin embargo, con un poco de atención, el lector se irá dando cuenta, por algunas claves, de que cada carta de don Luis obtiene una respuesta de parte del deán y en el epílogo (cartas de Don Pedro al Deán), el lector comprueba que el deán no solo le escribía a don Luis sino que, por otro camino, enteraba a don Pedro del amor de don Luis (que siempre trató de negarlo) por Pepita, la pretendida por el padre del joven.

Una de las funciones fundamentales de la carta es crear una ilusión de verdad, de no ficcionalidad y aunque, como ya se dijo arriba, en esta novela española se prescinde del método tradicional de un personaje presente y otro ausente que responde, el lector se siente frente a un personaje verosímil que trata de ocultar que está enamorado, pero en la medida en que más niega el sentimiento, más confirma su amor. En cada carta se repite hasta la saciedad que la mujer es maravillosa, seductora, sencilla, buena en todo el sentido de la palabra, como cualquier mujer del romanticismo, pero que Dios está por encima, lo que hace presumir al receptor (en este caso también el lector) que la negación es un simple mecanismo de defensa frente a un sentimiento carnal desbordado.

Marisol Morales Ladrón (1998)[1] nos recuerda que «La escritura de cartas en literatura se ha venido considerando especialmente apropiada para el mundo femenino» y que se identifica con el tipo de narrativa sentimental, lo que demuestra que Juan Valera rompe ese esquema occidental e inserta un estilo confesional irónico en el que el poder de Dios sucumbe ante el del deseo y la bondad de un ser de carne y hueso que también hace el bien. Se impone el panteísmo sobre el deísmo y cae derrotada una de las más poderosas instituciones del siglo XIX: la Iglesia católica.

Se invierte el sistema: a lo que el lector accede es al punto de vista del hombre, tanto de parte del narrador como del personaje, pero se conserva esa «indagación psicológica y personal» que caracteriza la epístola, comentada por Morales Ladrón. También se invierten los demás esquemas: en Las amistades peligrosas, quizá la novela más promocionada del género epistolar, ocurre lo mismo: hay una mujer que seduce al hombre, aunque aparece el don Juan, el desalmado conquistador, el vizconde de Valmont que, finalmente, es castigado por sus faltas. La diferencia entre una y otra novela es que la dama seductora de la novela francesa también debe pagar el precio por haber seducido a un joven. Así es como la marquesa de Merteuil cae en desgracia en un claro afán moralizador de la novela gala. Pepita Jiménez seduce a don Luis. Es coqueta, pero noble, y su afán de conquistar a don Luis (o de dejarse conquistar) está disfrazado de un sentimiento más fuerte que la misma voluntad de Dios, en una clara demostración por parte del autor, que cada vez está más cerca la muerte del Todopoderoso. En ningún momento el escritor se apropia de la voz femenina para escribir las cartas, por el contrario, Pepita aparece retratada y hablando indirectamente a través de las palabras de don Luis.

Lo enciclopédico:

Un antecedente de Valera es Samuel Richardson (1689-1761), quien escribió Pamela (1740) con un afán moralizador, dirigida al público femenino y en la que proyectaba la ideología de su clase y de su época. En otro orden de ideas Valera proyecta unos pensamientos filosóficos heredados del Materialismo francés del siglo XVIII.

Juan Valera escribe Pepita Jiménez cuando es un hombre maduro, a los cincuenta años; ha viajado por Europa y América, ha estudiado latín, leyes y filosofía. Esta pequeña novela está llena de alusiones a personajes míticos de la literatura y la filosofía, del santoral y de la historia. Si el lector se toma el trabajo de hacer un seguimiento concienzudo anotará unos 140 nombres entre los que se destacan: Eneas, Bohemio Kroco, Voltaire, Fedra e Hipólito, Amón y Tamar, Leviatán, Micomicona y todas las mujeres famosas de la literatura amorosa universal: Julieta, Beatriz, Laura... Si la novela se lee en dos o tres días, desentrañar las comparaciones que el autor hace del amor de don Luis y Pepita Jiménez, con las figuras históricas, puede costarle algunos meses de investigación enciclopédica.

Es obvio que Pepita Jiménez no es una novela de amor. Tras el amor de dos jóvenes se ocultan las verdaderas intenciones del autor. Quien escribe es un intelectual que conoce la evolución del pensamiento de las sociedades occidentales desde los griegos. España es un país atrasado ideológicamente en el que Dios todavía es quien maneja los hilos de los hombres. Decide quién le sirve y por qué debe hacerlo. La Iglesia es una institución poderosa que ha empezado a ser atacada por los enciclopedistas franceses.

Pepita, una corriente filosófica

El Materialismo francés del siglo XVIII esgrimió teorías éticas, políticas y sociales no solo por el país galo sino por toda Europa. Su fin era instruir y armar ideológicamente a la burguesía, a los aristócratas, a los intelectuales, pero también a los artesanos. Sus grandes figuras fueron Diderot quien aportó ideas como la Dialéctica y la Teoría de la Naturaleza; Helvecio y Holbach quienes pudieron influir en Juan Valera al concebir el interés como motor de la conducta humana. Los materialistas hicieron abierta propaganda del ateismo y criticaron ingeniosamente la religión. Estos intelectuales franceses no escogieron eruditos tratados en latín para expresar sus ideas, aunque vienen de Descartes (del innatismo y la base científica y mecánica), del materialismo inglés del XVII y de la teoría de Locke (el origen experimental del saber y las ideas pedagógicas y políticas) sino que eligieron el francés y se expresaron a través de diccionarios, enciclopedias, panfletos y artículos polémicos.

Pepita Jiménez es una mujer que se preocupa por el bienestar de sus servidores, una dama sobria y elegante que lucha cuerpo a cuerpo con la idea religiosa que le quiere arrebatar su amor. Le habla a Dios de tú a tú, le dice que él es muy rico, que tiene muchos bienes, que le entregue a don Luis que es lo único que ella ama, que perder a ese servidor no le va a hacer ningún mal. Es decir, trata a Dios como a un igual. Este tratamiento se hace extensivo a la Iglesia que es rica, que se beneficia de seres y de bienes materiales, que tiene intereses particulares. Recordemos que Pepita ya se había casado con su tío rico, un octogenario del que se esperaba que muriera pronto y le dejara una pequeña fortuna. Se había unido a él por interés.

Cuando se concierta la última cita, la de la despedida, Pepita se arregla durante más de una hora, prende el altar y reza. El altar y la oración no forman parte de sus ideas sino de lo que conviene a un comportamiento adecuado en una dama honrada. Durante el discurso de despedida acusa a don Luis de carente de fe, de hombre frágil, débil frente a la belleza y el poder de las mujeres; le hace saber que la naturaleza humana es más terrenal que divina y le pronuncia las palabras con las que se declara en abierto desafío a su rival, Dios: «Repito que es menester matarme. Máteme V. sin compasión. No; yo no soy cristiana, sino idólatra materialista» [2]

Pepita no es una mujer, es una idea. Juan Valera se vale de un amor y de dos seres humanos para reflejar el pensamiento español de la época. Una lucha entre lo divino y lo humano que, finalmente, empezarían a perder los representantes de la primera corriente.

 

Medellín, julio-agosto de 2007



[1] Morales Ladrón, Marisol. Anuario 1996, Cap. III Literatura epistolar y géneros literarios. Madrid: Sociedad española de literatura general y comparada, 1998. Pags. 285-295

[2] Valera, Juan. Pepita Jiménez, Bruguera, Barcelona, 1986. Página 159

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