¡Medellín, soy tu conquistador!
Daniela España, una de las primeras lectoras de la obra escribió:
"César, ¡gracias y felicitaciones! Me gustó muchísimo el libro. La historia fue muy movida; me hizo reír, me preocupó, me hizo sorprender al conocer datos de Medellín y de su historia de los que no tenía ni idea; y, al final, hasta me sacó la lágrima, yo que soy bien simple. De verdad que qué historia tan bien lograda y tan amena. Tenía otro libro empezado y no había tomado este, pero lo empecé antier y lo terminé en dos sentadas. ¡Gracias, de verdad! ¡Qué gusto leerte!"
Lee los tres primeros capítulos:
¡Medellín, soy tu conquistador!
Para el profesor Uldarío Herrera
En memoria
La venganza del profesor
La odisea de mi viaje al pasado empezó por un capricho de mi profesor de Ciencias Sociales. Algunas coincidencias me condujeron a esta aventura.
Mi profesor se llamaba Eldarío Herrera y yo, por tener su mismo apellido, me había convertido en un objetivo de interés particular para él; en una ocasión me dijo que nosotros éramos los encargados de preservar el apellido en la región y mostró su preocupación por los pocos Herrera que quedaban en Antioquia; nunca me lo dijo, pero después supe que él tenía una hija y esta circunstancia haría que su apellido, en caso de que tuviera descendencia, se fuera diluyendo por la costumbre de poner a los hijos el primer apellido del padre. También estaba preocupado porque yo era hijo único y existía la posibilidad de que, cuando me casara, solo engendrara mujeres.
Conté con la mala suerte de que al iniciar cada año, desde sexto hasta octavo, estuve en la lista de su grupo; pero voy a dar un brinco largo hasta el hecho del que quiero hablar.
Era principios de noviembre y estábamos a punto de finalizar el grado octavo y ¡adivinen!: a pesar de que Ciencias Sociales nunca me había generado ninguna dificultad y ningún retraso en mis estudios (aunque yo no pudiera hablar con propiedad de ningún tema de Colombia ni de Argentina y no pudiera identificar dónde quedaba Entrerríos o la Patagonia), resultó que debía reforzar el tema de Antioquia en La Colonia. Nada más y nada menos que La Colonia, un asunto al que le tenía pánico. Si se me dificultaba decir las capitales de los países, que a menudo aparecían en las noticias de la televisión y en los periódicos, y constantemente las veía en las redes sociales, hablar de mita, de encomenderos y de tributo me producía un mareo nauseabundo.
En una ocasión leí algunas crónicas de indias y no me quedaron ganas: estaban llenas de mentiras: los colonizadores eran héroes que se habían bajado de sus embarcaciones en poderosos caballos y los indios los veían como a dioses; lo que más tristeza me generó fue que no respetaran su lengua y sus creencias; pero, bueno, por lo menos en las crónicas de indias no había que memorizar mucho, eran historias que se leían como cuentos, algo de fantasía, algo que, en cierto sentido, no correspondía a la realidad y, por momentos, eran entretenidas: pero esas palabras extrañas con que estaban escritas pusieron una barrera entre este lector principiante y la historia de nuestros pueblos.
Me dijo:
―Herrera, para recuperar los logros de Sociales, harás una investigación sobre el impacto de los españoles en Antioquia. Tienes plazo hasta el 20 de enero.
―Profe, pero… es que ya vamos a salir a vacaciones… Hagamos un trato, yo le traigo una cartelera la semana entrante y así me puedo ir tranquilo para vacaciones.
Fue la primera vez que me miró con furia.
―¿Crees que vas a recuperar todo un año de vida cómoda, de vagancia impune, con un pedazo de cartulina, cinco fotos bajadas de internet y dos frases alusivas a La Colonia?
―Profe, yo se la hago bien completa, en papel iris o en kimberly, que es más caro.
La furia de sus ojos se fue transformando en algo parecido al odio.
―Está bien, profe Eldarío.
―¡Llámeme, «profe Herrera»!, dijo con un énfasis de colonizador.
―Está bien, profe Herrera, pero ¿por qué tiene que ser en enero?, yo se la puedo traer en dos semanas, al finalizar noviembre o la primera semana de diciembre; yo se la llevo a su casa.
―¿Acaso quieres arruinar mis vacaciones? ¿No ves que solo duran un mes, mientras tú llevas diez meses de vago? Lo único que sabes hacer es brinconear de un lado para otro y pasártela frente a un computador jugando.
En ese instante supe que Eldarío Herrera estaba totalmente decepcionado de mí y que lo único que le importaba era ejercer una violenta venganza.
Me acordé de una frasecita que había leído en uno de los libros que habían pasado por mis ojos a trompicones: «¡Adiós, azaroso mar!». Este año no tendría mis vacaciones en Cartagena.
¿Qué pondré en la cartelera?
Me resigné. Yo era uno de los chicos populares del salón de clase. El que alzaba la mano para hacer un chiste y poner a reír a mis veinticinco compañeros. De modo que ahora me tenía en sus manos. Lo supe cuando escribió en el tablero de la oficina de profesores y algunos de sus compañeros, que ahora parecían enemigos míos, miraban por encima de las gafas y sonreían victoriosos. No cabía duda de que era una conspiración.
El profesor Eldarío Herrera había tratado de conquistarme durante casi cuatro años (no es exacto, uno de estos lo pasé en el exterior en una pasantía) con el cuento romántico de un lejano parentesco, me había consentido como al hijo varón que extrañaba y cuando vio que yo le pagaba con pequeños sarcasmos y grandes desprecios a sus enseñanzas, decidió atacar de lleno.
Ahora me tenía entre sus peludos dedos, los que habían escrito en el tablero con tinta deleble roja:
Establece una pregunta de investigación
Formula un objetivo general
Unos objetivos específicos
Define una metodología de trabajo
Haz una introducción
Utiliza tres fuentes de consulta (libros o artículos de revistas avalados por una universidad certificada)
Escribe las conclusiones.
Mínimo 30 páginas
―Profe Herrera ―le dije con voz sometida―, ¿en cuál de estos puntos entra la cartelera?
―¡Si me traes una maldita cartelera ―dijo clavándome los ojos―, te devuelvo para sexto!
Ahora yo sabía que esa conversación se había terminado. Escribí en un papelito lo del tablero y salí tembloroso para mi apartamento.
Cuando iba a cruzar la puerta de salida de la sala de los profesores, me llamó con voz afilada:
―Herrera, te voy a ayudar con algo. No sirve nada que esté en internet. De modo que te irás para la Biblioteca Pública Piloto o para la de la Universidad de Antioquia y empezarás a buscar con las palabras clave: Francisco de Herrera Campuzano.
―Francisco de… ¿qué? ―pregunté a punto de colapsar.
―¡De Herrera! ―gritó.
Salí corriendo, desbocado, como un bruto. Pasé por el parque lineal La Presidenta, crucé la avenida El Poblado saltando las barreras divisoras que impedían que peatones como yo cruzaran por sitios indebidos, bajé por la calle 7D sin percatarme de que en una de las ventanas de una de las casas, enfrente del parque La Bailarina, podía estar Sarita; me descolgué por el sendero tosco que lleva al Éxito, giré a la izquierda, seguí corriendo una cuadra más y entré por un hueco de la verja sin saludar al celador del edificio y, afortunadamente, encontré a mi mamá en el apartamento.
―¡Mamá! ―le grité―, ¿cómo hace uno para quitarse el apellido?
―Eso no se puede, hijo ―me dijo con esa calma demoledora de jueza―, pero, cuéntame, ¿qué te ocurre?
―No quiero saber nada del apellido Herrera, quiero cambiármelo por el tuyo.
―Estas no son horas de venir con rencores hacia tu padre… ―iba a empezar un discurso.
―No es contra mi padre, es contra mi profesor.
En ese instante recordé que el profesor de matemáticas, el Negro Palacio, que al año siguiente se encargaría del grupo noveno, tenía el mismo apellido de mi madre, mi segundo apellido: Palacio. ¡Ahora sí que estaba perdido!
―Olvídalo, mamá ―le dije y me dirigí a mi cuarto. Me encerré. Tenía ganas de llorar, tenía rabia, pero también tenía ganas de callarle la boca al profesor Herrera.
Por la noche subí al parque de El Poblado y me senté en la banca bajo el gran caucho que mira al frente de la iglesia San José, al costado oriental de la plaza. Al rato llegó Sarita.
―¡Holi! ―dijo besándome en la mejilla.
―¡Hola! ―respondí con la mirada alta, hacia la torre de la iglesia.
―¿Qué te pasa?
―¡Una desgracia!
―¡Cuéntame! ―dijo sonriendo.
―Tengo que escribir treinta páginas o, si no, me devuelven para sexto grado.
Sarita sonrió, era lo que temía. Estaba tratando de embromarla.
―Bueno, treinta páginas es una eternidad, pero no el fin del mundo. ¿Y sobre qué debes escribir?
―No lo sé. Ahí radica el problema. Si fuera sobre el Deportivo Independiente Medellín, escribiría quinientas páginas y no terminaría de contar sus desgracias, pero nunca he escrito más de dos páginas sobre historia.
―¡Y eso que ayudadito por Google! ―me dijo Sarita.
Le vi la sonrisa coqueta levantándole los pómulos hasta achicarle los acaramelados ojos.
―Creo que debo escribir sobre La Colonia ―saqué el papelito y le mostré.
―Ahí no dice nada sobre La Colonia, solo tienes el esquema que da el profe para las investigaciones.
―Es verdad, él me había dicho antes que debía investigar sobre La Colonia en Antioquia.
―Eso es fácil, hay mucha información…
―Ese es el otro problema: no puedo bajar la información de Google, debo consultar libros en la biblioteca. Yo pensé que las bibliotecas eran cosa del tiempo de mis abuelos.
―Yo conozco la biblioteca de Comfenalco de La Playa ―dijo Sarita.
―Creo que esa no me sirve.
―Todas las bibliotecas sirven, son iguales, tienen libros sobre las mismas cosas.
―No creo. De todos modos mañana iré a la Piloto, me queda más fácil ir en el metro; pero no tengo ni idea de lo que voy a hacer.
―¡Oye! ―me dijo Sarita poniendo su mano en mi barbilla y girándola hacia su cara blanca, estrellada por las pequitas―, qué tal si escribes una crónica de todo lo que hagas; así llenarás más páginas y de La Colonia solo tendrás que escribir esos datos asqueantes que todo el mundo conoce.
―No entiendo, ¿a qué te refieres?
―Mira, describes todo lo que te ocurra durante la investigación, desde la hora en que te levantas, como llegas a la biblioteca, que libros abres, que información señalas y así se te hará más divertido y terminarás escribiendo tu trabajo a manera de crónica de viaje al pasado; todo lo que sabemos de La Colonia fue escrito por los españoles a manera de crónicas.
―Eso es lo único que sé de La Colonia; de modo que no me has ayudado mucho.
―Haz como los españoles; describe tus viajes: eso será un mundo fantástico para ti que no conoces ni los libros ni las bibliotecas.
―No te burles, Sarita, sí las conozco. Además, acabo de leer una novela gráfica que habla de los nazis; se titula Maus; te la voy a prestar, me hizo llorar.
―Hagamos una cosa. Yo quiero ir contigo a las bibliotecas; bueno, mañana no puedo, quedé de ir con mi mamá al gimnasio; pero el otro sábado te acompaño a la de Antioquia.
―Listo, mañana iré a la Piloto. Pero, ¿qué voy a hacer allá?
―Bueno, no puedes simplemente consultar sobre La Colonia, eso te abrirá mucha información. ¿No tienes una fecha, un periodo específico, el nombre de alguien?
―¡Sí!, ¡sí lo tengo, Sarita!
Le di un beso en la mejilla y salí corriendo para mi casa. Esa noche no quería atormentarme más con el escalofriante apellido.
La biblioteca
Le pedí plata a mi mamá para ir a la biblioteca. Era sábado por la mañana. Me miró extrañada. Se quedó viéndome a los ojos y me dijo:
―¿Biblioteca? ¿En qué lío te estás metiendo?
―Sí, mamá, biblioteca. Si no hago la investigación sobre La Colonia el profesor me regresa al grado sexto.
―Los profesores no pueden hacer eso ―dijo mi madre mientras batía un milo en leche.
―Mi profesor sí, es de apellido Herrera.
Mi madre sonrió con tristeza, tal vez acordándose del tiempo en que mi papá vivía con nosotros.
Sacó del bolsillo de la cartera un billete y me lo dio:
―¿En qué te vas?
―En metro.
―Bien, más tarde comes algo por allá y me traes la devuelta.
Desayuné y salí. Atravesé la avenida Las Vegas hasta la estación del metro, junto al Politécnico.
Consulté en internet: debía abordar en sentido norte y llegar hasta la estación San Antonio. Algunos minutos después estaba en el Hueco, el sector comercial donde mi mamá me compraba los Plays. Desde el tren vi el aviso del Salón Málaga. Un sitio para escuchar música de viejitos, tangos y esas cosas.
En la estación San Antonio me orientó una señora que trabajaba en el metro; estaba en silla de ruedas; me dijo que subiera al otro nivel y abordara el tren que iba al Occidente. Fue innecesaria la aclaración, solo hay una ruta, la que va para el estadio; yo la conocía, pero seguí consultando en el celular; debía bajarme en estación Suramericana; allí pregunté y me señalaron unos edificios, que me metiera por los jardines y cruzara hasta la calle Colombia. Era un lugar lleno de árboles gigantescos; soplaba fría la brisa; ya veía la avenida y el puente peatonal para pasar al otro lado. Vi la fotografía de la Biblioteca Pública Piloto en el celular; me faltaban ciento veinte metros; me percaté de que me estaba acercando a una chica de unos quince años; tenía la cabeza inclinada, mirando un sembrado de siemprevivas que rodeaban un poderoso laurel, contra el que orinaba su perro. Cuando llegué a donde estaba, levantó la mirada y me saludó sonriente, como si yo fuera su vecino de toda la vida; tenía la piel muy blanca, como la de Sarita, pero los ojos eran azules y la carne de la boca era muy roja; parecía una cara sacada de una revista o del santoral de mi abuela Marina.
Pensé que volvería a la Piloto por ese mismo sendero, todos los sábados, a ver a la chica, aunque me quitaran cuatro años de vida y el profesor me bajara a cuarto de primaria y tuviera que venir cogido de la mano de mi mamá.
De todos modos iba camino de algunos siglos atrás, a La Colonia.
Entonces me acordé de Sarita y me dije: voy a escribir todo lo que ocurra, para llenar papel, son treinta páginas que debo hacer antes de mi viaje a la costa, el diecinueve de diciembre. Todo el mundo sabe que los profesores no leen los trabajos; los ojean y si encuentran algunos nombres y algunas fechas, le califican a uno por volumen y por peso.
Cuando miré hacia atrás, la muchacha me estaba viendo alejar; tenía una blusa deportiva y una faldita, también deportiva, hasta medio muslo; debajo tenía una sudadera gris de licra que le bajaba hasta las pantorrillas. Los tenis eran Nike y estaban sucios. Era la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida.
El problema empezó cuando llegué a la biblioteca. Era agradable: había gente en poltronas, leyendo periódicos y libros. Había muchachos y muchachas leyendo en los computadores. ¿Y yo, entonces, por qué tenía que consultar en libros? Al fondo se escuchaba un grupo de niños cantando canciones de cuentos.
Pero me sentía abandonado, no tenía ni idea de por dónde se empezaba a investigar que no fuera en un computador; había miles de libros. Me acerqué a unos anaqueles y leí los lomos; los títulos no me decían nada y otras personas caminaban por los pasillos, igual de perdidos que yo, pero con solo mirar encontraban; metían la mano, sacaban un libro y se retiraban a las mesas. Decidí preguntar por libros sobre La Colonia a una señora que estaba frente a un computador.
Me dijo:
―¿Qué libro en específico buscas?
―No sé, señora, algo sobre La Colonia.
―Hijo, son más de trescientos años de historia; ¿qué periodo necesitas?
Entonces volví al papelito. Lo saqué. Leí:
Establece una pregunta de investigación
Formula un objetivo general
Unos objetivos específicos
Define una metodología de trabajo…
Algo frío recorrió mi columna, era un fuetazo como los que les daban a los negros cimarrones; recordé que así les decían a los negros que huían de los españoles; lo recordaba porque había visto una serie sobre esclavos en Netflix.
No había tenido la precaución de anotar el nombre con el que tan generosamente me había ayudado el profesor Eldarío. Pero, por lo menos, sabía uno de los apellidos. Entonces le dije a la señora:
―Es un apellido.
―Bueno, ve a aquellos computadores que son de catálogo y digita el nombre; te saldrá una lista de libros y escoges el título que necesitas; en la parte superior izquierda tiene unos números y unas letras, con estos buscas en la estantería.
El panorama empezaba a aclararse; llegué hasta uno de los monitores: digité: Herrera y aparecieron tres páginas, cuatro… cinco.
Salió una chorrera de Herreras hacia abajo, acompañados de todos los apellidos del mundo y de nombres extrañísimos: Herrera Arango Ángel… y así hasta agotar el abecedario con el segundo apellido y hasta con tres nombres. ¡Estaba peor que perdido! ¡Estaba muerto! Hasta aquí había llegado mi viaje a la costa y hasta aquí había llegado mi vida de investigador. Ahora tendría que repetir, sexto, séptimo y octavo. Hasta el rostro de la muchacha del jardín me parecía un parásito mueco y despelucado.
Cuando la señora del computador se percartó de mi palidez, de mi desamparo, se acercó y me dijo:
―Venga, jovencito, le ayudo. ¿Es la primera vez que viene a la biblioteca?
―No, señora, lo que pasa es que vine hace mucho tiempo y ya no me acuerdo de nada.
―Es cierto, de la antigua biblioteca no quedan sino las columnas… bien, dígame el nombre completo.
―Ese es el problema, solo me acuerdo del primer apellido y eso porque es el mismo mío.
―Ya. Dígame un pueblo, un tiempo, un asunto…
―¡Ah, eso sí lo sé! Es sobre el tiempo de La Colonia, en Antioquia. El profesor me dijo que buscara a un señor Herrera.
La mujer digitó todo eso y apareció mi maravilloso apellido acompañado de los otros elementos mágicos: HERRERA CAMPUZANO Francisco y otros; pero era este, ahora mi prodigiosa memoria me ayudaba, como en otras ocasiones; eso era todo, señora; pero no era todo. Busqué en los estantes, di vueltas hasta la fatiga y, finalmente, la señora volvió en mi ayuda y me sacó cuatro polvorientos y deshechos libros. Libros no, eran unos adobes: amarillos, gruesos, pesados.
Luego me llevó a la Sala Antioquia, en el segundo piso, y allí pusieron otros tres libros de más de trescientas páginas a mi disposición. ¡Eso era una investigación! ¿Dónde se digitaba, como en un PDF, para que aparecieran los nombres y las hazañas del conquistador? ¡Santa Sarita, ven en mi ayuda! ¡Santa muchacha del jardín, ayúdame! En una situación como esta, había que creer en un dios. O por lo menos en ese par de santas que eran las únicas que recordaba. En situaciones como estas mi memoria fallaba totalmente. Ni siquiera me acordé de la nueva santa, la de Jericó. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se llamaba el papa argentino?
Estuve más de diez minutos hojeando los libros sin saber por dónde empezar. Pasaba páginas. Era indudable que estaba frente al peor examen; en este no podía echar carreta, inventar, elogiar el trabajo de los profesores para minimizar los desaciertos, improvisar respuestas, ni cantinflear parrafadas.
El muchacho de la sala Antioquia se me acercó.
―¿Quieres que te ayude?
―¡Sí, por favor! ―respiré aliviado.
Abrió uno de los libros y me señaló unas páginas al principio. Estas tenían títulos, nombres y al frente unos números.
¡Dios, cómo no se me había ocurrido!: ¡era el índice! Claro, los libros tienen índices y los índices son las letras Control+F de los archivos PDF o Control+B de los archivos en Word. Uno lee, si no se le ha olvidado, y cuando encuentra el título o el nombre de la persona, va a la página. Es un poco más lento que en el computador, pero igual de efectivo. Bueno, no tanto; pero era eso o perder la categoría, irme a la B, ir al descenso del campeonato.
¡Por fin había visto tierra! Había descubierto lo que todo el mundo conocía, menos yo. Como los españoles cuando encontraron estas tierras. No descubrieron nada. Hacía siglos que en estas tierras la gente se había descubierto. Se descubrían cada que nacía uno.
―¿Qué quiere leer de La Colonia?
―Antioquia.
―¿Qué de Antioquia?
―Pues… cuando llegaron los españoles, eso creo que necesita el profesor Eldarío.
―En ese caso, solo este libro trata sobre el tema ―me entregó un libro rojo y era el menos viejo y menos gordo.
―¡Gracias, señor! ―le dije, aunque solo tenía unos veinte años.
Ahora había descubierto un buscador más efectivo que Google.
Le iba a decir: «Señor, hágame el favor y me busca la llegada de Francisco de Herrera Campuzano a nuestras tierras» y cuando abrí la bocota, lo vi perderse entre las estanterías, frotando sus manos forradas con guantes negros.
Me resigné a escudriñar el índice; pero ya había recobrado la calma. Entonces me iluminé: ¡ya sé!, me llevaré el libro para el apartamento, me reuniré con Sarita y haré el trabajo con la santica iluminando.
―¡Señor! ―dije.
El mismo muchacho salió de entre el laberinto de libros, con el dedo índice en los labios, pidiéndome silencio. Miré a mi alrededor. Yo era el único usuario, era sábado por la mañana y yo era el único ser humano despierto a las once de la mañana, por lo menos despierto y en una biblioteca; no, no era cierto, de la planta baja llegaban las voces de los niños cantando cuentos.
―¿Me puedo llevar este libro? ―dije en voz baja.
―No, joven, los libros de esta sala no se prestan; vaya a la sala principal, allá hay otro ejemplar que sí se presta.
―¡Gracias, Google! ―le dije.
Bajé. Me solicitaron unos datos que corroboraron por teléfono con mi mamá y me prestaron el libro. Estaba salvado. Un solo libro, pensé. La suerte estaba de mi lado. Fue entonces cuando recordé que necesitaba tres fuentes; pero el próximo sábado iría a la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Iría con Sarita.
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