martes, 22 de marzo de 2016

Niños en los parques, cultivo ilícito

Niños consumen y venden drogas



Por César Herrera





Ahora que en algunos municipios se está poniendo de moda el toque de queda para los menores de edad, debemos reflexionar si lo que tenemos es un problema de horarios o de formación.  Los jóvenes están solos; no se preocupan por ellos los padres en sus casas; ni los adultos y la policía en los parques. Hasta las diez o hasta las once de la noche los puede uno ver apoderados del parque del barrio. Los niños corren en sus bicicletas o en sus patines, los más grandecitos (11 o 12 años) flirtean  con las niñas que ahora se visten como mujeres (no precisamente para una fiesta de gala) y los adolescentes, de 14 a 17 años, consumen y comercializan drogas a la vista de todo el mundo y se pasan de mano en mano las mujercitas más encantadoras. Lo peor es que para las chicas se ha convertido en un jugueteo de moda estregar sus caderas entre las piernas de los muchachos y pasar de boca en boca chupeteándose los labios. ¿Es este el modelo que seguirán los pequeños que todavía van a los parques a disfrutar los juegos infantiles?

Durante las primeras horas de la noche del sábado se repiten estas escenas en el remodelado parque (atrio de la Iglesia) del barrio San José de Envigado, ante la mirada indiferente de algunas parejas de adultos aburridos que pasan las horas sin nada qué decirse, sin nada que ver, mirando el horizonte de sus relaciones apáticas y el acecho de los travestis a los niños de 13 años que les hacen corrillo; unos se ríen de las ocurrencias de los maricas, mientras otros corretean espantados, pero después regresan al grupo como animalitos sigilosos.

A veces pasa una camioneta con el platón repleto de adolescentes que no tienen de dónde agarrarse y se sostienen unos con otros y se dirigen para alguna fiesta; también pasa una patrulla motorizada de policías que miran hacia el parque y ven que todo marcha bien: solo chicos divirtiéndose; no se detienen, no auscultan, no requisan; es decir, no trabajan.

Un joven con la mirada extraviada y los pasos inciertos se dedica a quitarles las gorras a sus compañeros con la irracional idea de quedarse con ellas, hasta que los otros jóvenes tienen que atropellarlo para recuperarlas. No faltará el que pierda la paciencia y empiece una golpiza.

Pero sí hay algo que está pendiente de nuestros jóvenes: es la Ley de infancia y adolescencia (1098 de 2006). Esta los protege y el artículo 17 reclama el derecho a la recreación en un ambiente sano. La respetan las autoridades y los padres se cuidan de no ir a zarandear a sus hijos porque podrían pasar hasta tres años en la cárcel.

Menos mal que la infancia y la adolescencia no son eternas. Decía Tomás de Aquino que: "Sólo el tiempo puede curar de la niñez, y de sus imperfecciones"; pero mientras tanto ¿qué pasará? Nuestros jóvenes se han apoderado de los parques, para eso se los construyen los gobiernos (cuando les sobra plata), pero también se han apropiado de las calles y de los barrios aledaños al estadio (cuando juegan sus equipos de fútbol). La Carrera 70 es de los hinchas de Nacional y el sector del Obelisco es de los del Medellín. Por allí solo pueden peregrinar camisetas de determinado color y proliferan todos los tipos de drogas sin que las autoridades puedan hacer nada. Los jóvenes tienen derecho a su intimidad (pública). En otros barrios se han apoderado de las principales vías y solo pueden transitar vehículos de servicio público si pagan el derecho de rodamiento (vacuna suena a enfermedad). Al momento de escribir este artículo se sabe de un conductor de bus del barrio Castilla al que le incrustaron cuatro plomazos en el brazo por negarse a pagar; muchos menores de edad cobran la vigilancia en las cuadras de sus barrios, en las calles del centro y cobran por no reclutar a los niños de sus vecinos para los combos armados (casi 300 en Medellín). De modo que si establecemos el toque de queda para los menores, ¿quién nos cuidará?

Cuántos de estos angelitos se están formando en los parques ante las miradas indiferentes de las autoridades y la inocencia perpetua de sus progenitores que los imaginan tomando Colombiana y chupando Bon bon bum.

Durante el siglo XIX, mientras en algunos países de Europa se seguían las ideas de Rousseau basadas en que el hombre nacía bueno y había que darle plena libertad para que se educara como Dios le ayudara, en Estados Unidos e Inglaterra se seguía la tradición calvinista que consistía en que el niño debía ser reformado mediante una educación autoritaria que hiciera uso del castigo físico y público.

En la antigua Grecia, en Atenas, las jovencitas solo podían salir a los patios de sus casas y en Esparta, los estudios se fundamentaban en lo estrictamente necesario y el resto de la educación radicaba en aprender a obedecer, soportar la fatiga y vencer en la lucha.

Si nuestros jóvenes solo aprendieran a obedecer y a respetar las normas, y a los adultos nos devolvieran la correa, otro gallo cantaría.

Fernando Vallejo, copia de una copia


Por César Herrera

Tomado de la revista: Página10.com
enero 10 de 2016






¡Llegaron!, el más reciente libro de Fernando Vallejo no es más que una copia del primer volumen de El río del tiempo: Los días azules. Cuando este se publicó, en la década de los 80 del siglo veinte, fue todo un hallazgo para los entusiastas de la literatura. Descubrimos un estilo vigoroso, dinámico, ágil, irreverente, lleno de humor; pero lo más importante, encontramos a un autor auténtico, que nos hablaba de cosas que estaban muy cerca de nuestra propia niñez; nos recordaba nuestras costumbres, a nuestros padres, hermanas y tías.  Nos llevaba a un lugar conocido. En los relatos de Vallejo no pasaba nada, pero eran un espejo de la ciudad y el departamento en el que habíamos crecido; en realidad, no aparecían los hechos de miseria y de sangre a los que nos tenían acostumbrados algunos autores colombianos, pero pasaba de todo lo que ha ocurrido históricamente en nuestro país.


Fernando Vallejo había prometido que no volvería a escribir, que no volvería a Colombia (renunció a la nacionalidad colombiana el 8 de mayo de 2007), que se moriría; sin embargo, ha demostrado que le gusta tanto la plata y la fama, que se dejó tentar de Alfaguara para retomar el asunto Santa Anita, aunque ya sabemos que no es capaz de hablar de un solo tema.


En ¡Llegaron! aparecen las mismas anécdotas familiares: el viejo Ford sin gasolina, los globos que incendian fincas y fábricas en diciembre, las pulgas que tanta hilaridad produjeron en su momento. Arremete de nuevo contra su madre Lía, contra los presidentes y expresidentes, contra el Papa y contra “Cristoloco”. La diferencia entre Los días azules y ¡Llegaron!, es que en este se ve la costura, se percibe el truco. Es decir, se acabó la ilusión, señor ilusionista.


¡Llegaron! transcurre en el tiempo de un viaje en avión y es una conversación del narrador con su psiquiatra (su alter ego). Los diálogos son forzados e ingenuos. Vallejo apunta en su libreta de los muertos a Belisario Betancur y pone a sus dos hermanitas Gloria y Marta de seis y cinco años a hacer travesuras sacadas de un manual: a orinarse dentro de un Wyllis y sobre una cosecha de cebollas para secarlas, a rayar con un clavo la camioneta de las monjitas del colegio Santa Clara de Asís, a bombardear con guayabas a todos los que pasaban cerca de la finca… “Salían las dos hijueputicas recién bañadas, relucientes, inocentes con sus maleticas de los útiles terciadas de pecho a espalda como bandoleras”. 

Cuando se muera Fernando Vallejo empezaré una libreta de muertos  en la que él será el primero y figurará como el mejor escritor antioqueño de todos los tiempos; pero es necesario que este autor y su explotadora Alfaguara entiendan que la copia de libros es ilegal; no podemos soportar que se nos cuente una y otra vez (y se nos cobre) la misma historia con los mismos chistes con pequeñas variaciones. El único consuelo que me queda es que lo leí en una copia pirata comprada por ocho mil pesos en el pasaje Boyacá, a un costado de la Iglesia de la Candelaria.