Por César Herrera
Tomado de la revista: Página10.com
enero 10 de 2016
¡Llegaron!, el más reciente libro de Fernando Vallejo no es más que una copia del primer volumen de El río del tiempo: Los días azules. Cuando este se publicó, en la década de los 80 del siglo veinte, fue todo un hallazgo para los entusiastas de la literatura. Descubrimos un estilo vigoroso, dinámico, ágil, irreverente, lleno de humor; pero lo más importante, encontramos a un autor auténtico, que nos hablaba de cosas que estaban muy cerca de nuestra propia niñez; nos recordaba nuestras costumbres, a nuestros padres, hermanas y tías. Nos llevaba a un lugar conocido. En los relatos de Vallejo no pasaba nada, pero eran un espejo de la ciudad y el departamento en el que habíamos crecido; en realidad, no aparecían los hechos de miseria y de sangre a los que nos tenían acostumbrados algunos autores colombianos, pero pasaba de todo lo que ha ocurrido históricamente en nuestro país.
Fernando Vallejo había prometido que no volvería a escribir,
que no volvería a Colombia (renunció a la nacionalidad colombiana el 8 de mayo
de 2007), que se moriría; sin embargo, ha demostrado que le gusta tanto la
plata y la fama, que se dejó tentar de Alfaguara para retomar el asunto Santa
Anita, aunque ya sabemos que no es capaz de hablar de un solo tema.
En ¡Llegaron! aparecen
las mismas anécdotas familiares: el viejo Ford sin gasolina, los globos que
incendian fincas y fábricas en diciembre, las pulgas que tanta hilaridad
produjeron en su momento. Arremete de nuevo contra su madre Lía, contra los
presidentes y expresidentes, contra el Papa y contra “Cristoloco”. La
diferencia entre Los días azules y
¡Llegaron!, es que en este se ve la costura, se percibe el truco. Es decir,
se acabó la ilusión, señor ilusionista.
¡Llegaron! transcurre en el tiempo de un viaje
en avión y es una conversación del narrador con su psiquiatra (su alter ego).
Los diálogos son forzados e ingenuos. Vallejo apunta en su libreta de los
muertos a Belisario Betancur y pone a sus dos hermanitas Gloria y Marta de seis
y cinco años a hacer travesuras sacadas de un manual: a orinarse dentro de un
Wyllis y sobre una cosecha de cebollas para secarlas, a rayar con un clavo la
camioneta de las monjitas del colegio Santa Clara de Asís, a bombardear con
guayabas a todos los que pasaban cerca de la finca… “Salían las dos
hijueputicas recién bañadas, relucientes, inocentes con sus maleticas de los
útiles terciadas de pecho a espalda como bandoleras”.
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