domingo, 1 de julio de 2018

El minuto de Dios


No más cruces triple A

Por César Herrera Palacio

¿Cuántas religiones hay en el mundo? Si el Gobierno colombiano les impusiera a los canales privados un minuto triple A para todas las religiones cuyos líderes reclamaran igualdad de condiciones aduciendo la libertad de culto, que proclama nuestra Constitución en el Artículo 19 (Toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva. Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley), nos pasaríamos muchos días divirtiéndonos antes del noticiero de las siete de la noche. Escucharíamos argumentos de la Iglesia de los Subgenios, que es una orden de Herejes y Blasfemos, dedicados a la libertad de pensamiento, que profundiza en la ciencia de la burla, sado futurismo, metafísica, escatología, entre mil locuras más.
El lunes cambiaríamos al padrecito pedigüeño y ronroneador, y su puta crucecita chueca, por el mundo misterioso y mágico de El monje de los cocos, llamado así porque durante tres años se alimentó de cocos en la isla Fénix, en Vietnam. El martes gozaríamos con Los adoradores de Rambo, los Kamula, de Papúa, Nueva Guinea; el miércoles nos enriqueceríamos con la Cienciología, el jueves cantaríamos uno de los diez mandamientos de la Iglesia Maradoniana (sexto: Honrar los templos donde predicó y sus mantos sagrados). Y el viernes, día de los excesos, lo dedicaríamos al Pastafarismo y Religión pastafari, la religión del monstruo del espagueti volador. ¿Se imaginan el banquete del millón italianísimo y no solo sopa desabrida y pan?
No tendríamos que donar nada: ni plata, ni becas, ni casas… Nada de regalar, siempre con la promesa de recibir después de muertos. Ahora recibiríamos el placer de la comida, del fútbol, del cine, de la herejía, del conocimiento; y hasta nos podríamos animar a crear nuestra propia Iglesia basada en el respeto de la vida (sin la ley del talión) y no en el miedo de la condenación eterna. De modo que en nuestra propia Semana Mayor no tendríamos que pasar horas enteras viendo torturas, crucifixiones, sangre y látigo, sino que sería una semana de creatividad y bienestar. De estas hermosas vacaciones nos quedarían recuerdos maravillosos, una infancia sin traumas, sin las pesadillas del infierno y no creeríamos en predicadores de pobreza extrema mientras nadan en la pedofilia, entre confesionarios de tafetán, pedrerías de la Joyería Rometsch y la corrupción más solemne en un estado tan chiquitito que puede estar bajo el control de una sola persona.
Si alguien quisiera adherirse a una religión más exótica, podría escoger el Minuto de Anu, de la mitología celta. Anu es diosa de la fertilidad, la abundancia y la prosperidad. Uno de sus símbolos es la luna creciente. Anu es el equivalente a todos los candidatos presidenciales que vemos durante las campañas, pero lo que ofrecen, aunque no lo cumplen, prometen darlo mientras estamos vivos, no después, como el de la crucecita de madera burda y mal clavada.
Recuerdo el Minuto de Dios desde que era un niño. ¿Por qué, si nuestro Estado es laico, tenemos que ver todos los días de la semana este tenebroso minuto?
A partir de ahora, entutelo para que se me respete el derecho de culto y no se me imponga en los canales de televisión que yo pago cada mes, la figurita igual a mí en todo, “menos en el pecado”. No quiero un dios como yo, porque entonces preferiría ser yo mismo mi Dios, con uno de los mejores adobes de la existencia: el pecado.



Consulta de religiones y dioses
https://es.wikipedia.org/wiki/Anu  (04-05-18; 5:23 p.m)

domingo, 1 de abril de 2018

Santa Marta, el paseo esperado



La vieja silla de tijera
 Crónica literaria

Por César Herrera



Después de casi veinte años de sacrificios y ahorrando un pesito por aquí y otro por allí, logré reunir una cantidad apreciable de plata para reencontrarme con Santa Marta, la vieja ciudad añorada, la que desde niño deseé para vivir los últimos años de mi vida, anclado en una colina mirando los atardeceres de la bahía.

Preparé mi carro, un Renault 4 engallado: llantas nuevas, suspensión full y camisa y pistones de 1300 CC. Desempolvé la silla de tijera que me había traído mi padre de San Jacinto cuando yo era un adolescente;  arranqué la sombrilla de la mesa Rimax que tenía en la terraza para jugar dominó y las amarré al capacete del carro. Invité a María Cardona y nos fuimos un viernes de octubre, por la tardecita. Durante el recorrido tuvimos que detenernos por lo menos siete veces para que vomitara; lo mejor fue que el Cuatrico no se recalentó ni una sola vez y el sábado a las nueve de la mañana vimos, desde lo alto de la carretera, los viejos, pero nostálgicos edificios de El Rodadero.

Buscamos un hotel en la Carrera Segunda y, por nuestro presupuesto, nos ofrecieron un plan que incluía desayuno y cena. Entramos a la habitación, nos quitamos la pegatina con agua fría y bajamos a desayunar. Estábamos muertos del hambre; le solicité a la mujer que nos atendió en el restaurante que me diera huevo, salchichas, frutas, panqueque, pan y arepa; cuando me miró la manilla verde neón me dijo que si comía huevo no podía comer salchicha, que si quería panqueque no podía pedir pan, que si pedía arepa no podía tomar chocolate; y que si comía fruta no podía tomar sopa en la cena. El caso es que el desayuno fue de faquir. A María la favoreció que tuviera el estómago descompuesto.

Luego subimos a dormir un rato; pero antes del mediodía estábamos en la playa. Estaba infestada de turistas. Había carpas de colores y sillas de todos los modelos apretujadas a lo largo de la costa. Para nosotros no quedaba ni un grano de arena seca disponible. De modo que caminamos un rato por las calles de El Rodadero y a la hora de más calor regresamos al hotel.

 Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas


Cuando amainó el sol volvimos a la playa; pero antes pasamos por el Éxito y compramos algunas latas de cerveza y media botella de Ron Medellín. La tarde estaba hermosa. Las nubes habían difuminado el sol en el horizonte y la gente tendida bajo sus carpas bebía y disfrutaba viendo a las niñas que corrían por el agua con sus torsos desnudos y jugueteaban clavándose en la arena.

Esa primera noche, María y yo la pasamos caminando con el mar hasta los tobillos a lo largo de la playa. Nos deteníamos para escuchar los conjuntos vallenatos que amenizaban las reuniones de los turistas del interior del país. Nos llamó la atención que a veces nos seguían algunos personajes desencajados, vestidos con ropas sucias y ligeras. Solo comprendimos lo que pretendían al arrojar la primera lata de cerveza a un bote de basura; cuando todavía iba en el aire, se lanzaron dos de ellos a pescarla. De ahí en adelante, nuestra prioridad fue proteger las latas que todavía estaban llenas. Si nos sentábamos en la playa, debíamos apoyar nuestros pies en ellas y si nos acostábamos las usábamos como almohadas. María los bautizó El cartel de las latas. Perseguían implacablemente a mujeres solas y ancianos para que terminaran pronto sus bebidas y les entregaran las latas. Eso nos hizo recordar que en los inicios del Cartel de Medellín, cuando se construyó El Rodadero, hubo un combo conocido como los Dávila, que era el que manejaba la plaza. Llegaban a los restaurantes y ordenaban veinte o treinta platos y no pagaban; decidían cuáles locales se cerraban y si se les antojaba hacer cerrar todos los establecimientos del litoral lo hacían. Las calles se llenaban de carros lujosísimos con rines de aluminio y llantas Pirelli muy anchas y equipos de sonido Piooner a todo volumen. Cuando Pablo Escobar llegaba al barrio había celebraciones con mujeres preciosas y disparos al aire. Ahora el único cartel que persistía en El Rodadero, el más temible, el que amedrentaba a los ancianos y a las mujeres timoratas era el Cartel de la lata.

En las primeras horas de la madrugada, cuando decidimos regresar al hotel, la playa seguía atestada de gente que bailaba y cantaba palmoteando de felicidad. Antes de irnos a descansar fuimos hasta el carro que lo habíamos dejado en un parqueadero ubicado en lo que antes había sido un hotel y ahora era un lote desamparado y desamarré la silla de tijera y el parasol descolorido. Si quería un lugar en la playa debía madrugar. Dejamos los aparejos en la recepción del hotel y tuve que recogerlos muy cerca de la piscina a eso de las cinco de la mañana. María se quedó durmiendo. Ya había gente en el mar; pero apenas estaban llegando los lugareños con sus carretas llenas de sillas y las carpas de alquiler para los turistas. Yo me ubiqué entre las calles Séptima y Octava, cerca de los baños públicos, del centro comercial donde compraría las cervezas y próximo al Éxito donde obtendría el atún para el almuerzo. Clavé en la arena mi sombrilla y terminé de ajustar la silla; en ese momento se me acercó un hombre inmenso, curtido por el sol, con los colmillos montados sobre el labio inferior, que me dijo: “Hey, cachaco, córrete pa´llá que este es mi espacio”. Desenclavé la sombrilla, plegué la silla y me corrí hacia la derecha unos veinte metros. Me alejaba de los baños públicos, pero me acercaba al hotel por si María decidía llegar a la playa me encontrara pronto. No había terminado de hacer el huequito en la arena para sembrar el parasol cuando llegó otro hombre descamisado y me dijo: “¿Qué vas a hacer ahí, cachaco?” Voy a echarme en este lugar, le respondí. “Vete de aquí, este es mi espacio” y antes de que yo le dijera algo más, empezó a clavar unas varillas de hierro que golpeaba con una formidable piedra que no se entendía cómo podía sostenerla con una sola mano. De modo que me corrí otros cuantos metros y a medida que avanzaba la mañana llegaban carretillas llenas de sillas, de varillas y de carpas que los hombres y las mujeres iban sembrando en  la playa: clavaban las varillas, ponían las carpas y regaban sillas. Me corrieron tanto hacia la derecha, porque esos eran sus espacios, que yo terminé con mi silla de tijera y mi tapasol arcaico encaramado en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Cuando regresé al hotel eran casi las diez de la mañana. Le llevé a María una arepa de huevo de las que solo hacen en la esquina de la Séptima con Tercera y una ensalada de frutas de la playa para que pudiera disfrutar de la sopa de carne en la cena; cuando me preguntó por nuestro “espacio” en la playa le dije que qué pereza quedarnos en un solo lugar, que lo mejor en la playa era ir de un lugar para otro, mojando los pies en el agua y yendo al baño cuando uno quisiera sin necesidad de estar cuidando los corotos debajo de una sombrilla. Ella lo entendió y me ayudó a amarrar los aparejos en el capacete del Renault 4. 

  Santa Marta, Colombia. Foto: Luz María Cardona Vargas


A la mañana siguiente emprendimos el regreso, pero todavía nos faltaba una estación en Cartagena. Pasamos la noche en un hotel de Bocagrande, en la Carrera Segunda, como en Santa Marta. Nos hospedaron en el piso 13 en una habitación con vista al mar. En la noche dimos un paseo por el Laguito y por la Bahía llena de luces de catamaranes y en medio de las cervezas nos prometimos que algún día iríamos a vivir a uno de esos colosales y fastuosos edificios.

Regresamos al hotel con algunas latas llenas sin preocuparnos de si alguien nos seguía. Nos sentamos en el balconcito que nos dejaba ver el negro mar. A eso de la media noche se me ocurrió que estaríamos más cómodos en la silla de tijera. María dudó de que cupiera en ese espacio tan reducido. Yo insistí y bajé al parqueadero por ella; la tuve que subir por las escaleras para no incomodar en el ascensor a las personas que regresaban al hotel. María tenía razón. No cabía ni de lado; así que la dejamos a medio doblar. Yo quedé con la espalda contra el muro y María, sentada encima de mí, tenía que levantar los pies y ponerlos sobre las barandas del balcón. En esa posición permanecimos largo rato, escuchando Mi pueblo natal en la versión vallenata de Poncho Zuleta y viendo pasar en el horizonte del mar la lucecita de un trasatlántico que bramaba como una bestia taciturna, hasta que nos quedamos dormidos.


jueves, 22 de febrero de 2018

Sicaresca


Muerte de J.J.John
 Capítulo tomado de la novela Isolina (EAFIT, 2003)
16
El juez no le prestó atención a la manera displicente como se alejó Isolina, invitó a Sigifredo a tomarse un café y mientras lo sorbían, hablando mal de los poetas de la ciudad, el juez hizo una llamada. El fin de semana siguiente, J.J.John se reunió con sus amigos en el atrio de la iglesia del barrio Ferrini Kennedy. Era viernes y los muchachos tenían una gruesa cantidad de dinero. Así que toda la tarde estuvieron tomando cerveza fría y escuchando música en una radio grabadora amarilla que uno de los jóvenes, al que le decían Kalimán, cargaba en el hombro cuando se movilizaban por las empinadas calles. Al anochecer se separaron: todos fueron a sus respectivas casas. J.J.John había pedido prestados algunos billetes. Se bañó, comió algo, le dio dinero a Isolina y volvió a reunirse con los jóvenes. A las ocho de la noche, los seis abordaron las tres motos y se dirigieron a San Diego. Se estacionaron enfrente de un club triangular que servía de bifurcación para dos calles que iban a morir en la Treinta, la calle donde estuvo durante mucho tiempo el monumento al primer tren que llegó a la ciudad y que, para conocerlo, el abuelo Seferino había realizado un viaje de tres días a pie. A la entrada del club les solicitaron una requisa, pero Kalimán sacó algunos billetes y los seis jóvenes subieron las estrechas escaleras, se ubicaron en una mesa cercana a la pasarela. Pidieron aguardiente y brindaron. A cada trago brindaban por algo. Brindaban sin decir por qué. Un hombre, encerrado en una cabina desde la que ponía la música, anunciaba por el elevador de sonido a Karem: “La despampanante rubia que hace mear de placer a los murciélagos”. Después de cada canción la anunciaba: “La mujer que hace caminar a los tullidos detrás del imán de sus extraordinarias tetas”. De repente, los muchachos empezaron a gritar que la soltaran para que les hiciera parar aquellos tulliditos. En la mesa más cercana por el lado izquierdo, estaban sentados tres hombres silenciosos que bebían cerveza. Estaban vestidos con ropa limpia, pero en los aleros de las uñas tenían residuos de grasa seca. Eran hombres que trabajaban en los talleres de mecánica de la BMW y de la VW. Las otras mesas se irían ocupando lentamente y no había amainado en su totalidad la rechifla de los muchachos cuando ingresaron al salón cuatro hombres y una mujer. Eran los escritores antioqueños Alejandro García Gómez, Everardo Rendón y el juez promiscuo Andrés Nanclares que de noche dejaba de serlo para convertirse en escritor. Venían acompañados del poeta y pintor cubano José Pérez Olivares que nunca en su vida había tenido la oportunidad de entrar a un club de strip tease. Alejandro García, el hospitalario, puso al servicio su viejo Suzuki que se había ganado en una rifa escolar, para llevarlos a cumplir el sueño del poeta cubano. La mujer era la poetisa chilena Alexa Ibarra.
Karem salió detrás de una cortina. Los muchachos empezaron a aplaudir. La música era lenta y la muchacha tenía unos labios carnosos y una mirada entre infantil asustada y sensual desafiante. Sus movimientos eran pesados y exagerados pero con seguridad harían parar a un tullido. Se acariciaba los pechos con un automatismo de mala actriz. Se acercó a un tubo cromado en una esquina de la pasarela y lo abrazó con sus piernas contundentes. Después se descolgó por el tubo. Kalimán hizo con la boca el sonido de una plancha de asar carne a la que le arrojan agua. Los seis amigos no dejaban de bromear. El juez promiscuo, que de noche era el poeta promiscuo, pasaba su mirada bonachona por encima de las gafas y paneaba de la mujer a los jóvenes y por un momento se detuvo a mirar a J.J.John. Andrés Nanclares, ante los ojos del muchacho, sintió una falta de energía, una especie de falta de ánima. No supo explicárselo, pero se lo atribuyó a su cara de niño jugando a ser grande. Terminó la canción y Karem fue hasta un extremo de la pasarela. Un instante antes de que sonara nuevamente la música, Karem empezó a agitar su cuerpo con un movimiento de caderas capaz de crear olas de tres metros. Se quitó de un zarpazo la blusa y dejó que la faldilla transparente cayera por su propio peso. Tenía puesto un micrófono de diadema y hacía el ademán de cantar en inglés. Sus labios eran de un rojo desgarrador y el oleaje de la canción llevaba una de sus manos a la boca y le untaba brillo a sus labios con un lápiz retráctil cabeza de pene. Su lengua era perturbadora. La mujer se terminó de desnudar con una cadencia de desmontar todos los odios del mundo. El poeta José Pérez Olivares abría cada vez más la boca. Everardo Rendón Colorado permanecía impávido, con la serenidad del hombre que sabe que no puede darle un sobresalto más a su corazón. Los mecánicos parecían clientes habituales que por alguna vieja discusión de propina o de negocio directo, no le hacían mucha fiesta a la desnudez de Karem. J.J.John tomó la decisión de llevársela al tercer piso una vez terminara su intervención. Kalimán, que parecía haber perdido el entusiasmo, le hizo señas con la cabeza a uno de los muchachos y le dijo al resto que ya volvían, que tenían que hacer una vuelta. Su voz era gangosa y arrastrada. Kalimán dijo que no se movieran del lugar, que tomaran lo que quisieran, que había que celebrar. Era un muchacho de unos veinte años que había matado a su padre. Una tarde lo esperó en un semáforo, cerca al Hospital Pablo Tobón. Sabía que el padre estaba desempleado. Era un hombre de cuarenta años que se pasaba las tardes viajando en los microbuses. Sus amigos lo llevaban en la banca del pato y el padre de Kalimán cobraba a los pasajeros. De vez en cuando le entregaban un microbús para que hiciera un reemplazo mientras el chofer titular descansaba. El hombre era lo que en el gremio llaman un Caimán. Estaba oscureciendo. La buseta en la que venía se detuvo en el semáforo. Kalimán salió de algún lado, se acercó a la ventanilla del lado derecho y se quedó mirando a su padre a los ojos. La cara de Kalimán estaba desarticulada por la impaciencia y por los estragos de la droga. Cuando el padre lo vio, murmuró algo que el chofer no entendió porque tal vez estaba hablando para él mismo. El muchacho se remojó los labios con la lengua y le dijo: “Cuándo va a bajar a ver a la niña”. El padre pareció tomar un nuevo aire y contestó con una voz conciliadora: “El sábado... el sábado bajo”. Kalimán no parecía escucharlo, tenía la mirada perdida en un odio antiguo, en una rabia sostenida, en una tristeza desesperanzada. “¿Sabe qué?... Baje a ver a la niña”.
El padre, apresurado por salir de la situación, le dijo:
—Mejor dicho, mañana... mañana bajo... mañana hablamos.
Kalimán se quedó mirándolo desde el fondo de sus cuencas, como si no hubiera oído nada. El semáforo no había cambiado a verde. Entonces el joven empezó a alejarse de la ventanilla pero se detuvo enfrente del microbús. Desde allí le hizo una mueca al chofer, arrugando la boca y llevándose la mano derecha como un machete hacia su nuca. Dio tres golpecitos con el filo de la mano en su cuello y señaló con los labios en pico a su padre, como diciéndole al chofer: “El cucho es una gonorrea, está paila”. Pero luego, a través del vidrio del microbús, le dijo a su padre con los ojos extraviados: “Baje a ver la niña”. Dio media vuelta y salió corriendo, cruzó la calle y se metió por un callejón. En otra ocasión se volvieron a encontrar en un semáforo, pero esa vez, Kalimán, no iba a hablar con su padre.
Karem recogió con su zapatilla las prendas negras que había arrojado al piso. Primero la superior y después la tanga y las colgó de una percha. En la densidad de la penumbra de neón relumbraba su sexo al que le habían labrado un diminuto corazón con los vellos púbicos; muy cerca, un tatuaje de un escorpión custodiando con sus pinzas la entrada del labyrinthos. Caminó con pasos diminutos por la pasarela como si sintiera temor de que se le fuera a caer el diamante de rayar sensateces que aprisionaba entre los labios. De pronto se detuvo enfrente de la poetisa chilena, Alexa Ibarra. Lentamente, empezó a abrir los contundentes muslos como dos piezas mecánicas y a bajar las nalgas con un balanceo de grúa de demoler edificios. Cuando sus nalgas estuvieron en la parte más baja, cerca de la plataforma, pasó sus dos manos por la cara interna de los muslos y al llegar al origen de todas las desgracias, abrió con dos dedos aquél tenebroso espejo de Alicia. A la poetisa chilena, Alexa Ibarra se le hizo agua la boca y un hilo espeso se le desbordó por la comisura; a José Pérez Olivares, el pintor cubano, se le desprendió un diente y el poeta antioqueño Alejandro García Gómez tuvo que correr al baño a dar un berrido de hombre pateado por una mula; el poeta promiscuo, Andrés Nanclares, rompió los lentes entre sus manos; Everardo Rendón Colorado, que nunca había sentido amor verdadero desde que tenía ocho años y se había enamorado de la Señorita Gilma, soltó una lágrima y un suspiro capaz de despertar al Mar Muerto ya que su corazón debía ser agua de manantial.
En algún lugar, no muy lejano de allí, un golpe sordo de policía ocupó el suelo de la noche. Quince minutos más tarde, regresó Kalimán con su amigo, cancelaron la cuenta y se fueron los seis. De allí salieron, rugiéndole con sus motos a la autopista del sur. Tomaron la avenida de El Poblado, bajaron a la derecha por la calle Diez y en Guayabal se metieron por un callejón. Entraron a un segundo piso de balcón estrecho, a un costado de la fábrica de jabón Inextra. En la parte de atrás de la casa ocuparon una mesa que pronto se llenó de mujeres. Un poco más tarde, J.J.John se fue con una de ellas a la cama. Besó a Karem, mordió los senos de Karem, echó un polvo de gallo entre las contundentes piernas de Karem. Luego se quedó dormido durante cinco minutos.  En una secuencia cinematográfica sintió un viento frío. Era una noche muy oscura. J.J.John cogió a dos niños sin género, los puso contra un paredón, cerca de un barranco y les disparó a la cabeza. Los niños murieron sin desplomarse, sin rodar por el abismo. Luego cogió los cuerpos y los introdujo en dos grandes maletas negras y se las llevó sin arrastrarlas, sin que le causaran ningúna dificultad. La escena se repitió: dos niños más y luego otros dos. Antes de despertar vio a un hombre que se le acercaba. A pesar de que J.J.John corría a la máxima velocidad que le daban sus piernas, el hombre que caminaba naturalmente se le aproximaba cada vez más. J.J.John no podía alejar aquella mirada tranquila, bonachona, pero implacable. Cada vez estaba más cerca y cuando estuvo demasiado cerca como para que el muchacho le viera el rostro inflado, redondo y rojizo, le dijo:
—¿Es necesario que estés de nuevo en las calles?
J.J.John no recordaría el sueño, porque, en realidad, quien a esa hora estaba soñando,  era la tía Isolina que despertó sobresaltada. El muchacho se levantó sin abrir los ojos para no dejar de ver a Karem y salió a tientas del cuarto. La mujer se paró de la cama y se dirigió a la palangana y orinó en ella. Luego se vistió y salió del cuarto pero no se encaminó a la mesa de los seis muchachos. Estuvieron en la casa de Resfa hasta las siete de la mañana.
Ese mismo sábado, Sigifredo iba caminando por la avenida Primero de Mayo cuando vio las motos estacionadas enfrente de una cafetería que servía de punto de encuentro a los raponeros del sector del Museo de Antioquia y de las Empresas Públicas. Vio a seis hombres bailando en el reducido espacio. Sus movimientos eran pesados y sus miradas estaban perdidas, inyectadas de sangre. Sigifredo vio los ojos desafiantes de Kalimán y bajó los suyos a la acera como quien busca una moneda; después los jaló hacia la derecha como quien no quiere pisar una corteza podrida y, finalmente, los levantó como quien tiene enfrente el camino de la salvación; por eso no observó a los otros. Por eso no vio a J.J.John. J.J.John reconoció a Sigifredo y sin dejar de bailar se le acercó a Kalimán y le dijo: “Ese que va allá es primo mío, es un picado, pero le debo una, ese fue el que me sacó de la cana”. Kalimán no lo vio entre los otros transeúntes. No lo había visto en ningún momento. Toda la gente para él, en ese estado, eran bultos de colores rielantes por el sol ardiente de la mañana. Aún así dijo: “Seguro, parcero, ¿se la pagamos bien o le abonamos a los gusanos?”. J.J.John soltó una risa gangosa, infantil y le dijo: “No sea torcido, parcero, hay que darle las lucas”. Dos horas más tarde, cerca del mediodía, las tres motos salieron disparadas, zigzagueando entre los autos. Los hombres de la parte de atrás de las motos miraban con ojos hundidos, busca pleitos, a los choferes de los carros. Ninguno de los tres se sostenía ni del compañero ni del vehículo. Los tres tenían una posición encorvada y permanecían con las manos dentro de los bolsillos de las chaquetas de cuero. Las motos bajaron a toda velocidad hasta la glorieta de la plaza Minorista. Se dirigieron a la calle del cerro El Volador, subieron hasta la carrera Ochenta, giraron hacia la derecha y se perdieron en la distancia, calle arriba. A J.J.John lo dejaron en la esquina de la iglesia, diagonal a su casa. Pero el muchacho no se dirigió directamente a casa sino que ingresó al granero de la esquina. Pidió una cerveza y cruzó unas palabras con el tendero. Sorbió y pensó que era la mejor cerveza que se tomaba desde el día anterior a esa misma hora. Se sentía borracho y el tiempo parecía haberse detenido. J.J.John deseaba que todo permaneciera como estaba, que no transcurrieran los minutos, que no avanzara la vida. Veía a la gente levitando a su alrededor. Las muchachas olían a lo que huele la tranquilidad, al amor. Así olía Karem. Se sentía amado por Karem que en ese momento representaba a todas las mujeres del mundo. Karem era una joven de diecisiete años que estudiaba su bachillerato en un colegio particular y todo el dinero  que gastaba lo conseguía paseando por los clubes nocturnos de la ciudad: ropa fina, alcohol, pepas, vida buena, decía ella. Esa sería su vida, decía, hasta cuando tuviera esas tetas paradas y se las estrujaba y les daba piquitos en los pezones. No volvería a creer en los hombres desde que Camándula, un cascón del combo del Zarco, la enamoró, le dio vida de reina, le regaló moto y como a los cinco meses mandó a sus amigos a que se la robaran para conquistar otra hembra con ese fierrito. Camándula no la volvió a llamar y Karem se metió a los clubes para verle la cara cuando la encontrara bailando desnuda; nunca se volverían a ver porque por esos días, a Camándula lo montaron en un carro y al día siguiente lo encontraron torturado en la Cola del Zorro. J.J.John sacaría a Karem de los clubes y la pondría a vivir bien. A ella o a otra así de linda, pensaba el joven. Pero qué va, qué se iba a amarrar a una mujer, seguía pensando J.J.John, las otras también tenían derecho a disfrutarlo a él y hoy todas lo estaban viendo bonito y querían acostarse con él porque les había hecho mucha falta. Algunas habían llorado por su ausencia. Se tomaría otra cerveza, le sabría igual de sabrosa y este estado no pasaría jamás: quería vivir en esa gloria por el resto de su vida y su madre tendría la felicidad que se merecía, se olvidaría de Barrier que era mejor que no apareciera porque le iba a pasar lo mismo que al papá de Kalimán. Ahora se dirigiría a su casa y mandaría a comprar un pollo y una caja de cervezas, después vendrían a almorzar sus amigos y aunque los ojos le pesaban no iba a desperdiciar esa sensación maravillosa durmiendo, ya vendría el tiempo de dormir lo suficiente. Un buen baño y el caldo... Las nenas recién bañadas y él diciéndoles: mamita esos botones no son de esa camisa, el perfume de sus cabellos... Karem asfixiándolo entre sus muslos, la tarde espléndida del sábado, rumba corrida.
En su cabeza había una cordura sorda, obnubilada. El estado ideal, así quería que fuera por siempre su vida. Iba a tomarse otra cerveza fría. Sintió el ruido, el estallido. Luego otro. El instante espléndido adquirió una sordera más pesada. Sintió cómo se le movía la tarde, cómo se le cambiaban los espacios. Iba... tenía que comprar un pollo para su madre, para que hiciera un sancocho e invitara a sus amigos. Se sentía amado. Estaba ahí, de nuevo para darle a su madre Isolina todo el gusto del mundo para que no se consumiera más esperando. La tarde empezó a amarillear y las cosas parecían estar en el lugar equivocado. Pensó que no debía haberse tomado esa otra cerveza. Ahora no podía con el cuerpo flemático; sólo sentía un sofoco y la tarde era mostaza, opaca, no gris ni triste, era de un color mostaza denso y le faltaba la respiración como si de repente le hubieran vaciado un camión de arena sobre la cara. Se quería mover, quería respirar, tenía que ir por el pollo para el caldo. La farra iba a ser hasta el domingo. Isolina sabía que había que celebrar. Entonces vio el rostro del juez, vio las maletas del sueño de Isolina que se abrían y salían los niños fusilados. Salían de un brinco, impulsados por un mecanismo de caja de sorpresas y se le aferraban al cuello y oprimían y no lo dejaban respirar. Eran unas pinzas aprisionando el cuello. J.J.John trataba de zafarse de ellos. Era inútil, eran unos artefactos pesados como un camión.
Los hombres habían llegado en una Toyota cuatro puertas sin placas. Dos de ellos se bajaron de la parte trasera y le dispararon a la cabeza. Cuando J.J.John cayó al suelo, los hombres se subieron al campero. Le dieron marcha adelante y se detuvieron en seco. Luego le dieron marcha atrás. Las llantas del auto pasaron por encima de la cabeza del muchacho. Primero hacia atrás, después hacia adelante, como una aplanadora y por último, el carro salió cuesta abajo, sin ninguna prisa, atentos los hombres en su interior.